23
El «Hotel Beau Séjour» se hallaba al extremo del Cambridge Park, en la parte nueva de Saint Peter Port, detrás de los Candie Gardens, llenos de árboles y flores meridionales, y también detrás de la Guernesey Museum and Art Gallery.
Rodeados de agentes de seguridad, Norma, Barski y Alvin Westen caminaron por los extensos jardines cuyas plantas refulgían a la luz del sol crepuscular, y en los que se alzaban las estatuas de la reina Victoria y de Víctor Hugo. En el pedestal de esta última había una inscripción que, como el ex ministro le dijera a Norma, reproducía la dedicatoria de la novela titulada Los trabajadores del mar:
Sondersen había quemado las hojas que contenían las últimas palabras de Henry Milland en la chimenea de su casa, llamada «Angels Wing».
—De existir una solución, ahora la sabríamos... De no ser por el traidor, Pero así estamos tan lejos de poder impedir una catástrofe como antes... Anochece, y yo soy responsable de su seguridad —había dicho luego el kriminaloberrat—. Hoy ya no sale ningún avión de línea. Tienen que abandonar esta casa, pues, y pernoctar en Guernesey. Yo recomendaría un hotel de la capital, siempre más fácil de controlar. ¡Sabe Dios quién anda ahora por esta isla, aparte de los miembros de la unidad especial, que todavía no han dado señales de vida!
—Pudo ser uno de ellos quien mató a Milland —indicó Barski—, para que no pudiese decirle a Herr Westen la manera de evitar lo peor.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Sondersen.
—Usted dijo que la unidad especial debía conseguir a cualquier precio que los americanos obtuvieran la nueva arma. De averiguar nosotros la forma de hacer inaplicable tal arma, de embotarla, por así decirlo, no hubiesen podido servirse de ella los americanos. En este aspecto sí que cabría sospechar de la unidad especial.
—¿Por qué insiste tanto en lo de la unidad especial? —quiso saber Westen.
—Usted mismo explicó que, según su amigo de Bonn, esos profesionales desprecian y odian todos los imperialismos por considerarlos misantrópicos.
—¿Y?
—Que sólo les interesa el dinero. Por dinero hacen cualquier cosa. Esa gente cobra mucho de sus Gobiernos... Y si, quizás, a algún elemento le ofrecieron más...
—¿Cree usted que uno de esos hombres pudo cambiar de lado por dinero? —preguntó Norma.
—¿Por qué no? Sería posible, dada su situación, dado su estado de ánimo y, sobre todo, su desprecio hacia cualquier sistema..., siempre que la recompensa fuese suficientemente elevada. ¿Tanto la horroriza la idea?
—No; nada —respondió Norma—. Yo había pensado lo mismo. Adquirir poder siempre resulta caro.
—¡Muy interesantes, sus especulaciones! —intervino Sondersen—. Aquí ha sido asesinado un hombre. Uno de ustedes puede ser la siguiente víctima, ¡y yo soy el responsable de sus vidas!
Llegaron por fin al moderno «Hotel Beau Séjour», ubicado en el extremo del Cambridge Park. Cenaron juntos, pero ninguno tenía apetito. Apenas hablaron, y Norma pensó que era como si cada cual estuviera sentado solo a su mesa.
Subieron luego a sus habitaciones. Ahora sí que estaba solo cada cual. Norma abrió las ventanas. Penetró el templado aire y también el aroma de muchas flores, y ella se preguntó, mientras se acostaba, lo curioso que resultaba que, de noche, las flores despidieran un olor más intenso.
Volvió a levantarse, inquieta, y tomó un prolongado baño. Después se echó encima de la cama, desnuda, como solía hacerlo en verano, para que el agua se evaporara en su cuerpo. Cada vez estaba más triste y nerviosa, y ahora comprendió por qué. Era a causa de Jan. Sin duda era el que más sufría. ¡Cuánto había ansiado conocer la solución propuesta por Milland! «Ahora, cada día está más próxima la desgracia —pensó Norma—. Avanzamos a pasos agigantados hacia el abismo... ¿Cuánto tardarán en actuar contra Jan? La vacuna inmuniza; de eso estoy convencida. Presiento que Tak dio con el remedio. Pero, según Henry Milland, no es la vacuna lo que les interesa, sino el virus. Yo preví muchas cosas, antes de que sucedieran... Jan se negaba a entregar los resultados de sus investigaciones sobre el virus, como hizo Gellhorn. ¿Y qué pasará entonces? Matarán a Jan, como hicieron con Gellhorn. Quizá me maten a mí con él. ¿Me sirve eso de consuelo? No, porque eso no funciona conmigo, por lo visto... —se dijo en el gran silencio de la noche—. ¿Qué ocurrió con Pierre? No morí antes que él, como tanto había deseado, ni siquiera al mismo tiempo que él. Sigo viva y empiezo a olvidar a Pierre. Tengo que seguir con vida. Claro que algún día me tocará el turno. Pero antes morirán Jan y, desde luego, Alvin. Porque esto sucede entre las personas que se quieren. ¿Amo a Jan? Temo que así sea, pese a todos mis esfuerzos para que eso no ocurriera. Y si amo a Jan, quiero evitar, como es lógico, que viva angustiado, desesperado y triste. Quiero que sea feliz, y serlo yo también. Ni él ni yo lo somos, ahora. Jan está en su habitación como en una celda, y yo estoy en la mía como en otra celda. Casi todas las personas del mundo viven así y, cuando duermen, su sueño es el aletargado de los presos, porque no hay quien no presienta, aunque sea de modo inconsciente, que se acerca implacable la última catástrofe. El círculo se cierra...»
Fuera empezaron a croar las ranas.
«En el parque tiene que haber un estanque —pensó—. El tiempo se agota. Compréndalo... El círculo se cierra, sí. De hora en hora.»
Abandonó el lecho de súbito y se dirigió nuevamente al cuarto de baño. Por disposición de Sondersen le habían comprado todo lo necesario: camisa de dormir, zapatillas y los imprescindibles artículos de tocador. De una percha pendían dos albornoces blancos de rizo. Norma se puso uno de ellos, se anudó el cinturón y se calzó las zapatillas. Salió al pasillo, cerró la habitación con llave y pasó por delante de dos agentes de seguridad sentados a una mesilla tapizada de verde, con sendas pistolas ametralladoras apoyadas a su lado. Uno de ellos la saludó, y Norma devolvió el saludo y se dijo que tanto le importaba que aquellos hombres vieran que se encaminaba al cuarto de Barski. «Me es indiferente —se dijo—. Lo que hago es una locura, pero no me importa. Jan está solo y desesperado. Yo también lo estoy, y el tiempo se agota, y ya nada de lo que antes pude pensar o decir tiene valor ahora.»
Bajó el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave, de manera que entró y se dirigió al dormitorio a través del recibidor, y allí encontró a Jan Barski, desnudo como ella había estado, leyendo a la luz de una lamparilla. También desde allí se percibía el croar de las ranas.
—¡Norma...! —susurró él.
—Sí, Jan...
Y la mujer se acercó a la cama.
La expresión de alegría y emoción aparecida en sus ojos, que momentos antes estaban tristes, se transformó de repente en confusión e incluso rechazo. Barski se incorporó despacio, apoyó la espalda en la cabecera del lecho, cubrió nervioso su cuerpo desnudo con la sábana, y la miró callado. La sonrisa había desaparecido de su cara.
Norma registró el cambio operado en él con la exactitud de una cámara fotográfica, como experta reportera que era, pero además con la decepción de una mujer que esperaba una reacción totalmente distinta. Ambos estaban turbados al máximo. En el silencio que siguió, el concierto de las ranas se hacía casi insoportable para Norma.
Tomó asiento al pie de la cama, vacilante, se quitó las zapatillas y encogió las piernas.
—No podía dormir —se excusó, a la vez que pensaba: «¿Por qué diré ahora esto? ¿Por qué me habré sentado? ¿Por qué no me voy en el acto? ¡Porque no quiero! —decidió—. Porque quiero quedarme. Con él. Con Jan.»
Barski hizo un gesto afirmativo y continuó callado.
—No podía dormir —repitió Norma, ya furiosa consigo misma, pero incapaz de dejar de hablar—. Tengo miedo, Jan. Un miedo terrible. Supongo que tú también.
«Esto es lamentable —pensó al mismo tiempo—. ¡Lamentable! Pero no me importa. No hay nada que me importe.»
—Tú también, ¿no? —insistió.
—Yo también, sí —contestó él.
«No quiero decir nada de esto», pensó Norma, pero dijo:
—Se me ocurrió que, si estábamos juntos, quizá podríamos olvidar nuestro miedo. Aunque sólo fuese por un rato. Por un ratito. Miró al hombre y se dijo: «Le miro suplicante. Nunca había hecho algo así. Pero me es igual. Completamente igual.»
—Norma... —respondió Jan Barski con voz afónica—. Nos aguarda un día pesado. Necesitaremos todas nuestras fuerzas. Ahora debemos intentar dormir.
«Se acabó —pensó ella—. No puedo añadir nada más. Ni permitir que él me diga nada más.»
Se puso de pie, se calzó las zapatillas y, poco a poco, se dirigió a la puerta. El concierto de las ranas le parecía ensordecedor. Barski la siguió con la mirada, inmóvil. Dos pasos más. Un paso.
Norma había llegado a la puerta. Al bajar el picaporte, oyó la voz del hombre.
—Norma...
—¿Qué? —preguntó ella sin volverse.
—Tú sabes lo que significas para mí. Lo sabes, ¿verdad?
Pero Norma ya no contestó. Salió al corredor, cerró la puerta y, para volver a su habitación, tuvo que pasar por delante de los dos agentes que poco antes habían jugado a cartas. Ahora conversaban en voz baja y, muy discretos, hicieron ver que no la veían.
«¡Podéis pensar lo que os dé la gana!», se dijo ella.
Una vez en su cuarto, se dejó caer sobre la cama y miró al techo. ¡«Idiota de mí! Con mi estúpido sentimentalismo lo he estropeado todo... ¿Por qué había de decirme que estaba solo y desesperado y que debía ayudarle y hacerle compañía? ¡No me necesitaba para nada! ¡Eras tú la que no podía estar sola! —se reprochó—. En tu desesperación buscaste compañía y ese nefasto mal llamado amor... Tuvo que parecer que eras tú quien quería solucionar su propio problema... Nunca te había sucedido nada igual... Tuviste nombres, cuando los necesitaste, y así se lo hiciste saber... Era como cuando uno siente sed o hambre... ¡Claro que lo hiciste! Toda persona solitaria busca ese consuelo. Pero ahora era distinto. No se trataba de una necesidad física. ¡Nada de eso! Ojalá lo hubiese sido. No... Tú quisiste permitirte unos sentimientos y ser una generosa donadora y confortadora que acudía junto a él para que olvidase la situación en que se halla... Fue una imbecilidad. También lo que dijiste, y ahora lo pagas. Te está bien empleado... Tú has destruido eso tan hermoso que existía entre los dos. Elegiste el camino más fácil y, naturalmente, el que conducía al desastre. ¿Qué puedes hacer ahora? ¡Nada! Nada en absoluto.»
Fue al cuarto de baño y se lavó la cara con agua fría hasta que le dolieron la frente y las mejillas, los ojos y los dientes. De nuevo en la alcoba, por cuyas ventanas penetraba la luz de la luna, comenzó a caminar de un lado a otro hasta que por fin se echó boca abajo, sintiéndose peor que en toda su vida. No pudo permanecer echada y volvió a levantarse, dio varios pasos, sacó coñac del pequeño bar y bebió una copa, pero no le sirvió de nada. Ni siquiera una segunda copa la ayudó a reaccionar. En sus constantes paseos pasaba junto a las ventanas, y de pronto creyó ver dos hombres a lo lejos, allí donde el césped lindaba con un bosquecillo. Primero no le dio importancia, ya que en todas partes había agentes de seguridad, pero luego le extrañó y aguzó la vista. En efecto, allí hablaban dos individuos... Norma se agachó al reconocerles. «¡No es posible! —se dijo—. ¡No eso!»
Alzó la cabeza con precaución, lo justo para cerciorarse, y comprobó que los dos seguían allí, iluminados por la luna. Las ranas croaban sin cesar. En el borde del bosque estaba Sondersen, hablando con un hombre de cara cerúlea y gafas sin montura..., el hombre que últimamente había utilizado el nombre de Horst Langfrost.