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Ya había amanecido de sobras cuando sobrevolaron el canal de la Mancha en un «Lear» de la Brigada Criminal. El sol ascendía por Oriente cual una bola roja. Gris, apizarrado y azul eran los colores del mar y del cielo, y Norma se dijo que ya había admirado en otra ocasión aquel juego de luces, que ya había presenciado cómo las aguas de otro mar cambiaban de tono a cada segunda respiración... Pensaba en Jan, no dejó de pensar en él mientras Sondersen, sentado a su lado, explicaba:
—... más de dos años vivió Langfrost en la pensión de aquella pazpuerca de la Meisenberg... Hace siete años que en el instituto de Hamburgo empezaron a buscar el virus contra el cáncer de mama. Los políticos y los militares de las superpotencias saben, desde hace cinco años, que han de salir de la espiral atómica y necesitan un arma adecuada para la soft war... ¿No es así? Nuestro Gobierno tiene gente que trabaja para él, desde hace tres años. Sólo unos cuantos hombres. Entre ellos está Langfrost...
«Vivimos algo muy parecido, Jan —pensó Norma—. Tú perdiste a tu mujer. Yo, a Pierre y al niño. ¡Con qué delicadeza me tratabas! Sin decir ni una sola palabra comprendiste lo que yo sentía allá en Cimiez, en aquel parque lleno de limoneros y de parterres de flores. ¿De qué me hablaste? De las ruinas romanas. De las termas. De la Villa des Arenes, donde se encuentra el museo de Matisse. De los cuadros de Chagall... Abraham llora a Sara... ¿Debo llorar ahora por ti, Jan? ¡Ya no me quedan lágrimas!»
—Usted visitó a Frau Meisenberg, que se quejó de que Langfrost desaparecía continuamente. Creía que él la engañaba con otras...
Y era que Langfrost tenía mucho que hacer en relación con los avances de la ciencia en el instituto de Gellhorn... Y no sólo allí. También hacía falta en París, por ejemplo. En la «Eurogen», donde trabajaba Patrick Renaud...
«Tú entraste en la iglesia... Yo esperé fuera, sentada en un banco... Había una pequeña lagartija que me miraba con ojos tremendamente viejos y sabios. Tuve la sensación de que el bichito conocía tus penas y las mías... Recuerdo también al grueso sacerdote empeñado en consolarme. Yo fui antipática con él. Luego, tú saliste de la iglesia y en seguida te diste cuenta de lo que ocurría. Todo lo comprendiste. ¿Era ya todo mentira, un engaño? ¿Te acuerdas de aquel chiquillo harapiento que necesitaba a toda costa diez francos? Le diste veinte. Comentaste que aquella región era preciosa, pero no el mundo... Y en el Ciel d'Azur recitaste: «Si tomara las alas de la aurora y me posara en el más lejano de los mares, también allí me agarraría tu mano y hacia mí se alargaría tu derecha...»
Y tu mirada no se apartaba de mí... ¿Podía ser todo fingido? ¿Me mentiste y engañaste desde un principio, y todavía no sé por qué?»
—... Langfrost le salvó la vida en el último instante, Frau Desmond, cuando usted estaba acostada y Antonio Cavaletti, el de «Génesis Two», disparó a través de la ventana y erró el primer tiro. Se salvó usted por milagro, y la verdad es que Langfrost actuó con una precisión maravillosa...
«Aquella mañana, en el aeropuerto... No había nadie, ni se oía ninguna voz... Nunca en la vida había experimentado yo tal sensación de paz... Me dije que estábamos en un mundo donde era posible los cuentos, en un mundo donde realmente cabía que dos personas que habían llegado a la felicidad la conservaran para siempre...»
—Langfrost se dejaba mantener por la Meisenberg... No se imagina la vida que llevan algunos de esos agentes. Langfrost estaba en el Circo Mondo, el día del atentado... Él y sus hombres habían recibido un aviso... Un aviso falso, y no pudieron evitar el baño de sangre... ¿Recuerda que le vio por vez primera cuando abrió con violencia la puerta de la cabina telefónica?
«Cuando yo estuve por vez primera en tu casa, y tú le leíste a tu hija el cuento de Óscar Wilde... Y aquel domingo que fuimos de excursión por el Alster con Yeli... La niña me habló de la tortuga de mar que había muerto en el atolón de Bikini...
—Y aquella noche, cuando tú me enseñaste el libro lleno de ilustraciones referentes al ADN..., y cuando estuvimos a punto de besarnos y amarnos... ¿Puede ser una persona tan sinvergüenza? ¿Cabe esa posibilidad? Puede intentarlo...», pensó Norma.
De repente se estremeció.
—¿Qué decía ahora? —preguntó.
—Que Langfrost ayudaba a transportar uno de los ataúdes.
—Cuando en Welt im Bild desaparecieron las escenas del entierro, yo creí que era a causa de él. Pero también hubo robos en «Premiére Chaine» y en «Telé 2», y en lo filmado por ellos no salía Langfrost. Así, pues, tuvo que haber otro motivo para la sustracción.
—Sin duda alguna —dijo Sondersen—. Ahora falta saber cuál.
Norma le miró. El hombre tenía el rostro sombrío de cansancio.
—¡Francia! —exclamó Sondersen.
Aún entre sombras surgía del mar la imponente costa, mientras que la tierra ya se veía dorada por el sol.
—Por alguna parte de esta costa treparon los soldados hace cuarenta y dos años —señaló el kriminaloberrat—. Estadounidenses, ingleses, franceses y canadienses. Cayeron a miles. ¡Pero la invasión fue un éxito, un éxito! Juntamente con los soviéticos nos derrotaron y ganaron la guerra. Eran aliados y amigos. Hoy, en cambio...
Sondersen volvió la cabeza hacia un lado, como si se avergonzase.
—Sí —murmuró Norma—. Todo fue completamente inútil.