30

—¡Por fin! —exclamó Eli Kaplan—. ¡Mira que habéis necesitado tiempo!

Como sus tres compañeros, no había sufrido las consecuencias de la súbita tormenta de hollín.

Torrini entró en el salón, seguido de Norma, Sondersen y Collin.

—¿Qué significa eso de «por fin»? —inquirió Sondersen.

—Significa que no tuvimos más remedio que organizar todo este revuelo.

—¿Revuelo?

—Sólo cabía la provocación. ¡

—¿De qué habla usted?

—Necesitábamos conseguir que se produjese la alarma. En Guernesey. En París. Que el comisario Collin telefonease a su colega de Niza. Que la villa de Sasaki fuese rodeada. Y que el asunto apestara tanto, que nadie pudiese disimularlo ya, empezando por el Gobierno francés. Hasta ahora, el comisario Collin sólo tropezaba con dificultades en su empresa. Igual que usted, Herr Sondersen. ¡Admítalo, Monsieur le Commissaire!

—No entiendo nada de nada —dijo Collin.

—Ya lo entenderá, ya —señaló Kaplan—. ¡Espere un poco! La cosa es complicadilla, porque...

Torrini le cortó la palabra.

—¡Basta! ¡Todos de pie!

Y de cara a los agentes de la puerta, agregó:

—¡Regístrenles!

—No vamos armados —declaró Renaud.

—¡Claro que no! Aquí celebran una fiesta infantil.

Sus hombres palparon uno a uno a los sospechosos. Kiyoshi Sasaki, menudo y fino como su hermano de Hamburgo, iba tan elegante como siempre. Llevaba un traje de shantung gris perla, zapatos de piel de serpiente, también grises, corbata plateada y un pañuelo azul en el bolsillo anterior de la americana. La luz de numerosas lámparas se reflejaba en los cristales de sus grandes gafas de modernísima montura. Asimismo estaba decorado de manera supermoderna el salón en que se hallaban: alfombras blancas, papel blanco en las paredes, muebles de vidrio, metal cromado y cuero blanco. En las paredes, litografías de Miró y Dalí. La potente iluminación causaba la impresión de que al otro lado de las ventanas reinaba la oscuridad. Sasaki exclamó enojado:

—¡Ustedes me manchan toda la casa! ¡Miren la de porquería que llevan pegada a los zapatos!

—¡No se le encoja el ombligo! —dijo Torrini.

—¿Cómo se llama usted?

El comisario de Niza dio a conocer su nombre, y presentó a sus colegas, el alemán y el francés.

—¡Presentaré una queja! —exclamó Sasaki, indignado—. ¡Soy un buen amigo del prefecto!

—¡Ay, que me cago de miedo!

—¡Desvergonzado...! —gritó Sasaki, pero se interrumpió al darse cuenta de que se había sobrepasado y se inclinó gentilmente ante Norma—. ¡Cuánto me alegra verla de nuevo, Madame! Al menos hay algo agradable.

Y de cara a Sondersen añadió, ignorando a Torrini:

—Hace algún tiempo que conozco a Madame. Me resulta familiar; sé quién es. Y usted perdone... Tengo la manía de buscar sinónimos, cuando hablo. Creo que es interesante para dominar una lengua, aunque ahora no es el momento adecuado, claro... ¡Y aparte usted sus malditos dedos de mi traje! —le bramó furibundo al agente que le registraba en busca de armas.

El hombre no contestó.

Su compañero palpaba a un tipo alto y robusto de tez olivácea, labios y ojos estrechos, gruesas cejas casi juntas y ondulados cabellos negros.

—Usted es Pico Garibaldi —señaló Sondersen.

—Sí, Monsieur.

Garibaldi producía un efecto raro. Por un lado parecía un frescales. Por otro, diríase que tenía miedo.

Sondersen se dirigió a Kaplan.

—¿Qué diantre pasa aquí? ¿Por qué voló usted a París? ¿Por qué vino con su colega y con Garibaldi?

—Ya lo dije. Para provocar.

—No utilice ese tono, Kaplan. ¡No ese tono!

—Hubiese querido decírselo antes de tomar el avión, Herr Sondersen. Pero no podía —replicó Kaplan, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué no?

—Se lo explicaré. Todo. Ahora puedo hacerlo. Escuche: Patrick Renaud trabaja en París para al empresa «Eurogen», ¿no? En el Hospital De Gaulle. Allí sucedió la catástrofe de los casos de cáncer.

—Eso ya lo sabemos.

—Ninguno lleva armas —dijo uno de los agentes, después de registrar a los cuatro.

—Gracias, Christian.

Torrini dejó su pesada pistola en un estante.

—Aquel asunto de «Eurogen», que el Gobierno tanto se esfuerza en esconder... —dijo Kaplan—. De nada le servirá mirarme con tanto enojo, comisario Collin. Me consta que es así, y usted también lo sabe» Pero usted no tiene la culpa, claro, y ha de hacer lo que le mandan.

—¡Déjese ya de charlas inútiles! ¿Por qué está aquí? —inquirió Torrini.

—En la tarde del 14 de setiembre, mi amigo Patrick Renaud y un cámara de «Telé 2», Félix Lorand, intentaron averiguar dónde se hallaba metido el bioquímico Jack Cronyn. Desde la conferencia de Prensa no había aparecido por el instituto, pretextando tener diarrea. Usted ya conoce la historia, Herr Sondersen. Frau Desmond se la refirió. Renaud y Lorand fueron al domicilio de Cronyn y llamaron a la puerta. Les abrió un hombre pálido, de gafas sin montura, al que nunca habían visto. Lorand pudo fotografiarle. Avisamos a la Policía, pero aquel tipo pálido ya había desaparecido, cuando ésta llegó. Usted, desde luego, sabe quién es ese individuo tan pálido...

Sondersen calló.

—Aunque no lo diga, ¡lo sabe! El mismo hombre apareció hace dos días en Sarcelles. De eso también tiene usted noticia. Monsieur Garibaldi vive en Sarcelles. Bajo otro nombre, que usted conoce igualmente... No es necesario que yo repita una vez más lo que de sobras sabe.

—Yo, en cambio, no lo sé —intervino Norma—. Quizá tenga la amabilidad de informarme.

—¡Naturalmente, Frau Desmond! Es importante que usted esté al corriente! Ese individuo de la cara pálida apareció dos días atrás en casa de Garibaldi. No dijo cómo había dado con su paradero. Sin duda es un especialista, más exactamente un alemán, que opera en Francia de manera ilegal... Como ya en el piso de Cronyn; Seguramente encontró allí una indicación referente a Monsieur Garibaldi, pero aun así tuvo que representar un trabajo ímprobo dar con él.

—O sea que el hombre pálido estuvo en casa de usted —le dijo Norma a Garibaldi.

—Sí, Madame.

—¿Qué quería?

Garibaldi miró a Kaplan y a Renaud.

—¡Conteste! —exigió este último.

—Bien. Ese... señor pálido dijo saber que yo había trabajado para el doctor Sasaki, de Niza, en calidad de policía de empresa proporcionado por «Génesis Two». Añadió que también estaba enterado de mi robo de material codificado en diskettes, y de que yo había entregado la clave y los diskettes a los rusos.

—¿Eso dijo? —preguntó Norma, a la vez que pensaba: «Debo mantenerme tranquila y lógica. Todo gira 180 grados... No puedo fiarme de nadie, ni creer en nadie. ¡Sólo en mí misma!»

—Sí, Madame.

—¿Y cómo lo sabía?

—Es lo que yo le pregunté. Dijo que, de haber entregado yo el material a los norteamericanos, él tendría noticia. Le consta que los norteamericanos no lo tienen. Por consiguiente, sólo quedan los soviéticos. Y ese hombre me dio tres horas de tiempo para ponerme en contacto con Herr Sondersen de Hamburgo, y explicarle todo lo ocurrido. De no hacerlo, informaría sin demora a la Policía francesa, y yo iría a parar a la cárcel... ¡Tengan en cuenta que todavía me buscan por lo del robo! El tipo de la cara pálida no era trigo limpio. En seguida comprendí que trabajaba en Francia de escondidas. Que era alemán, y que quería llevárseme a Alemania con todo lo que yo sabía. ¡Claro! En Alemania se produjo aquel atentado en un circo.

—¿También está enterado de eso? —intervino Norma.

—¿Quién no lo está? En ese atentado murió el jefe de un instituto donde realizan investigaciones parecidas a las de «Eurogen». Hubo un montón de muertos. Leo los periódicos. ¿Les extraña? Yo no quería tratos con la Policía francesa, ni con la alemana. En consecuencia, conseguí la dirección del instituto de Hamburgo. Estaba enterado de que, ahora, el director era un tal doctor Barski. Y tenía la certeza de que le habrían interceptado el teléfono. Así, pues, le pedí a través de un amigo que me llamase a una taberna. Barski lo hizo, y yo le dije que sabía quién era el traidor, que además transmite los resultados de las investigaciones de su propio instituto.

—¿De veras lo sabe usted? —exclamó Norma, mirándole con sorpresa.

—Sí, Madame.

—¿Cómo lo averiguó?

—Espere un poco, Madame, ¡espere!

—¡Oiga! —protestó Sasaki—. ¡No puede usted sentarse ahí y manchármelo todo!

Torrini se había acomodado en un sofá de cuero blanco.

—¡Cállese! —contestó el comisario francés de nombre italiano.

—¿Por qué no se puso en contacto conmigo? —le preguntó Sondersen al ex policía de empresa.

—Acabo de decirlo. Usted forma parte de la fuerza pública... Mire: yo sé en qué trabaja el doctor Sasaki, aquí en Niza. Sé qué hacen en «Eurogen», de París. Y estoy enterado, igualmente, de las investigaciones que llevan a cabo en Hamburgo.

—¿Cómo es eso? —inquirió Collin.

—Porque el tema me interesa desde que era niño. Incluso hice media carrera de Química. En mí se ha perdido un premio Nobel, ¡pueden creerlo! Sé también que el doctor Barski y sus colaboradores quieren impedir a toda costa que lo descubierto por ellos llegue a manos ajenas. Ya su jefe luchaba por impedirlo. Y le mataron. Se trata de unas manos muy poderosas. Ustedes ya saben de cuáles. Yo también lo sé. ¿Debo continuar?

—No —contestó Sondersen—. O sea que usted confiaba en ayudar al doctor Barski y a sus colegas, si revelaba el nombre del traidor.

—Así es, Monsieur. Pero al mismo tiempo confiaba en salvar mi propio pellejo. Porque mi vida corría peligro desde que ese hombre de la tez pálida me había encontrado. Si, en cambio, el doctor Barski conocía al traidor que todo se lo pasaba a los soviéticos, yo podría contar con ayuda y protección de parte de los norteamericanos, que sin duda me proporcionarían nuevos papeles y una nueva existencia. Yo, imbécil de mí, esperaba poder vivir en paz en cualquier otra parte... ¡Y ahora me veo metido hasta el cuello en la mierda! En fin... No me atrevía a salir de Francia, y por eso me dijo el doctor Barski que él, el doctor Renaud de «Eurogen» y el doctor Kaplan, de Hamburgo, vendrían aquí para hacer saltar el asunto con un estallido como es debido.

—Exactamente —asintió Kaplan—. Con un estallido como es debido. Yo fui el primero en hablar de ello. Era la única posibilidad de conseguir que algo, por lo menos algo, se pusiera en movimiento.

—¡Hable de una vez, pues! —insistió Sondersen—. ¿Quién es el traidor?

Garibaldi señaló al menudo y elegante japonés. —El doctor Kiyoshi Sasaki —dijo.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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