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—¿Es posible algo semejante? —preguntó Jan Barski al joven de la barba, apellidado Fried.

—Usted acaba de verlo, doctor.

—Lo que no entiendo, es que algo tan extraordinario pase desapercibido en la emisora, antes de la proyección.

—Depende —contestó Fried—. Si un periodista de confianza acude adonde sea en un coche de reportaje, él solo elige, con ayuda de un monitor, las escenas que le interesan, y luego las pasa a la central para que las registren. Luego, él mismo recorta el reportaje hasta que tenga la duración prevista y añade los comentarios. En un caso como el mencionado, la película llega sin más revisiones a la cabina de la emisora y se incluye en el noticiario. Nosotros habíamos enviado una persona muy responsable a Ohlsdorf. Se llama Walter Grüter.

—¿Dónde está ahora? —quiso saber Norma.

—Ni idea —respondió Fried.

—¿Qué significa eso? —intervino Barski.

—Significa lo que significa. Al día siguiente de la proyección del reportaje, Grüter debía volar a Atenas. Tenía que realizar un reportaje para el Wochenspiegel.

—¿Y?

—Salió de Hamburgo, pero jamás llego a Atenas —les informó el barbudo Fried.

—O sea que se escondió en alguna parte... —dijo Norma.

—Sin duda. Le mandamos buscar, pero no le encontraron. Y hoy llegó esto de parte de él. Le fue entregado al conserje. ¡Escuchen!

Fried introdujo una cassette en una pequeña grabadora, y la puso en marcha.

Sonó una agradable y profunda voz de hombre:

«Buenos días. Mi nombre es Walter Grüter. Mejor dicho: ése era mi nombre cuando yo todavía trabajaba en la central de información de Welt im Bild. Para ustedes carece de importancia cómo me llamo en realidad y dónde me encuentro ahora. Pertenezco a la unidad especial. Se lo pueden preguntar a Herr Sondersen. Entretanto, estará enterado de todo lo sucedido. Hoy les envío esta cassette porque tengo entendido que Frau Gordon hizo filmar determinadas escenas en París. Ustedes recordarán que me enviaron a Ohlsdorf para efectuar el reportaje sobre el entierro de Gellhorn. Después lo monté, y fue entonces cuando me di cuenta de que la cara y las manos del profesor Cajolle presentaban un extraño color naranja. En el coche no había podido ver aún las imágenes. Aquella tarde hubo movimiento en la emisora. Teníamos varias noticias muy importantes. En consecuencia, acudí a mi jefe de la unidad especial y le informé sobre el incomprensible cambio de color. Inmediatamente recibí orden de provocar una interrupción en la parte de la cinta donde se veía al profesor Cajolle con sus colegas americanos, ingleses y soviéticos. Además, el jefe me mandó poner luego a buen recaudo (entiéndase destruir) todo el material, película de vídeo inclusive.»

La voz se interrumpió unos momentos para proseguir después: «Ustedes se preguntarán el porqué de todo eso. ¡Reflexionen! En París, los periodistas ya estaban al acecho de los misteriosos casos de cáncer aparecidos en «Eurogen». El Gobierno hacía todo lo posible para esconder tales sucesos. De haber proyectado la película realizada por mí, sin la interrupción de la imagen, ya que por motivos técnicos no podía cortar esa grabación magnética, se hubiese producido una enorme sensación entre los periodistas franceses. Hasta ahí, bien. Pero para todas las demás personas de otros países que vieran esas imágenes en Welt im Bild o en cualquier noticiario, el extraño fenómeno podría haber sido causa de un considerable pánico, comparable con el que provoca actualmente en todo el mundo el problema del SIDA. ¿Cómo cabía explicar el color anaranjado de la piel de Cajolle? Nadie hubiese creído nada, después de lo sucedido ya en París. ¡Y no olviden el atentado terrorista en el Circo Mondo! Como ustedes ya saben, uno de los primeros deberes de las autoridades consiste en evitar el pánico. Es lo que hice yo. A la hora de proyectar el filme, en el momento justo pulsé, en la cabina, el botón de interferencia. Nadie lo notó. Luego, una vez eliminado el material, informamos a los compañeros de la unidad especial francesa. Porque en la conferencia de Prensa tenían que estar presentes el profesor Cajolle y sus colaboradores. Filmados por cámaras electrónicas, las caras y las manos de todos hubiesen aparecido de un fuerte color naranja. Como ustedes ya saben, mis colegas no permitieron que eso sucediera. ¡Buenos días, señoras y caballeros!»

Fried desconectó la pequeña grabadora.

—Ésta es la explicación, pues —dijo—. Las conclusiones de la doctora Gordon eran exactas.

Cuando los tres científicos y los dos periodistas cruzaron minutos más tarde el vestíbulo del edificio, el joven barbudo apartó del grupo a Norma.

—Debo comunicarle algo, Frau Desmond...

Una vez más en un rincón, Fried murmuró:

—Antes le mentí, al decirle que yo sustituía a Jens Kander por hallarse él de viaje.

—No le entiendo. ¿Acaso no es cierto?

—No. O sí. Según se mire. En tal caso se trata de un viaje muy largo. De un viaje sin retorno.

—¿Le ha ocurrido algo? —inquirió Norma en seguida, nerviosa.

—Se ahorcó —contestó Fried—. En su despacho. Junto a la ventana. Una manera horrible de quitarse la vida, pero muy segura.

—¿Cuándo fue?

—Hace ya cuatro días. Tenía turno de noche. La casa estaba casi vacía. No descubrimos el cuerpo hasta la mañana siguiente. Primero pensé en la posibilidad de que Jens tuviera algo que ver con el asunto de los filmes, pero luego vi que había dejado una carta para su mujer. En ella pedía que le perdonara. No se sentía capaz de resistir la vida.

—No se sentía capaz de resistir la vida... —repitió Norma.

—Sí. Nadie lo entiende. Kander estaba sano, tenía una buena profesión, una mujer bonita. Era feliz en el matrimonio. Vivía en las afueras del pueblo, en una casa encantadora... Era vecino mío. Realmente, un matrimonio bien avenido... Todo el mundo apreciaba a Kander. Asistió mucha gente al entierro, ayer, en el pequeño cementerio que hay detrás de mi casa. Logramos ocultárselo a la Prensa. Usted le conocía desde hacía mucho tiempo, ¿no, Frau Desmond?

—Mucho, sí...

«Jens Kander, muerto —pensó—. El pobre Jens, que tanto sufría por no encontrarle sentido a la vida. Ningún sentido a nada. Se preguntaba el porqué de la existencia, si nada de lo que uno hace puede deshacerse... "¿Para qué vivimos? —me preguntó la última vez que nos vimos—. ¿Para qué sufrir tanto, si no podemos ser un poco más inteligentes u honestos, o un poco más amables, o un poco menos malos?" ¡Y ahora coge una soga y se ahorca! Pobre Jens Kander...»

Le pareció que la voz de Karl Fried llegaba desde lejos:

—Decía que usted le conocía desde mucho tiempo atrás. ¿No, Frau Desmond? ¿Tiene usted una idea de por qué se suicidó?

—No —contestó Norma. «Lo sé —pensó—, pero no voy a hablar de ello. No pude ayudar a Jens, y ahora sobra toda explicación»—. No tengo ni la menor idea. Estoy muy impresionada. ¿Dijo usted que el cementerio está detrás de su casa?

—En efecto.

—Hágame el favor de poner estas rosas sobre su tumba, pues. Era un buen amigo... ¡Y muy buena persona!

«¿De qué habló Kaplan en el "Alsterpavillon"? —se preguntó mientras iba a reunirse con los demás—. ¡De círculos que se cierran! Ahora mismo acaba de cerrarse otro.»

—¡Norma!

Ella se estremeció.

—¿Qué sucede?

Barski corría hacia ella.

—Tu periódico... —jadeó—. El editor acaba de recibir una llamada... Amenaza de bomba... Dentro de treinta minutos volará el edificio.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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