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Norma enfiló la Barmbeker Strasse hacia el Sur.
«La niña —pensaba—. ¡La niña! Que no muera otra criaturita; ¡Que suceda lo que sea, menos eso! Yeli no puede morir. Amo a Jan. Quiero ayudarle. A él y a la niña. ¿Me sigue alguien? No veo a nadie...»
Los semáforos parpadeaban de manera monótona. Norma pasó un cruce a toda velocidad.
«Son muchas las cosas que se juntan —pensó—. Un gran médico me dijo en cierta ocasión: "El ser humano es complicado..." Y son muchas las cosas que se juntan —se repitió—. Yo soy periodista.
Conozco a fondo esta historia, pero quiero averiguarlo todo, hasta el final. Quizá me cueste la vida. Son gajes de la profesión. Pierre siempre decía que había que saberlo todo, todo, y que mal periodista es quien se rinde poco antes del final, sólo porque la cosa se pone demasiado fea y peligrosa. "¿Qué significa demasiado peligrosa? —decía Pierre. La vida siempre lo es." A Pierre le gustaba mucho Kástner.»
Otro cruce. Parpadeantes semáforos en la oscuridad. Hohenfolde. «El ser humano es complicado, sí. No te hagas mejor de lo que eres. Quieres conocer el final. Quieres escribir sobre ello. Por consiguiente, has de saberlo todo.»
A la altura de la estación del ferrocarril urbano de Landwehr, Norma alcanzó la Sievekingsallee y torció bruscamente hacia la izquierda, en dirección este.
«Otra cosa. Como amo a Jan, tengo miedo. Durante un tiempo, no sentí temor. Ahora vuelvo a experimentarlo. Me da miedo este amor Porque sé lo que les sucede a quienes se aman. Porque me había propuesto no volver a enamorarme de nadie. ¡A nadie! Admite —se dijo Norma— que si todo sale bien y él y yo y Yeli salvamos la vida, este amor será una realidad. En ese caso, te arriesgarás. Pese a saber lo que suele ocurrir. Sí; a pesar de ello, te arriesgarás. Conforme, sí, ¡conforme! Aquel gran médico que hablaba de lo complicado que es el ser humano... Para cualquier acción, ¡tantos motivos! Si sale mal, tendré lo que buscaba. Un amor en el que soy yo la primera en partir. Todo habrá terminado. Porque, después de la muerte, no hay nada. Ni desgracia, ni felicidad. Suena bien.» A LAS AUTOPISTAS DE LÜBECK-BERLÍN. Tenía delante el acceso. Subió por él.
Debía parar al comienzo del lateral. Arrimó el coche a la derecha. En las afueras de la ciudad reinaba un silencio de muerte. Norma se reclinó en el asiento y respiró profundamente. «Ahora ya no puedo retroceder —pensó—. Me gusta que todo sea claro y sencillo y que uno no pueda retroceder. ¡Cuántas estrellas! Hoy será un día bonito.»
Alguien golpeó la ventanilla. Era un hombre que vestía un mono y se cubría la cabeza con una capucha que tenía dos ranuras para los ojos y otra para la boca. Le encañonó con una pistola y, con un gesto, le dio orden de que saliera del coche.
Norma se apeó. Detrás del «Golf» había otro hombre, vestido como el primero, Y a su lado, un camión con el toldo bajado. El segundo individuo le hizo una señal con la pistola, para que se acercara. Una vez la tuvo delante, le hundió ligeramente el arma en la espalda, obligándola a caminar hacia la parte posterior del vehículo. Abrió una hoja de la puerta y, sin hablar, la mandó subir. Norma trepó a la superficie de carga, donde una persona a la que no podía ver le agarró las manos, se las puso a la espalda y las sujetó con esposas. Todo sucedió sin una sola palabra. Norma se halló sentada contra la dura pared del camión. En el duro suelo. Aquella persona a la que no veía, le tapó los ojos con un pañuelo grande, que le anudó fuertemente en la nuca. La hoja de la puerta fue cerrada y atrancada. Alguien dio tres golpes. Arrancó el motor, y el vehículo se puso en marcha.
En el instituto sonó el teléfono.
—¿Qué hay? —contestó Barski.
—¡Por fin, señor! ¡Gracias a Dios! Es la tercera vez que llamo...
—Tuve que hablar con el portero de noche, Mila. Acabo de entrar en mi despacho. ¿Sucede algo?
—Frau Desmond se ha ido.
—¿Cómo, que se ha ido?
—Apenas se hubo marchado el señor, volvieron a llamar por teléfono. El mismo hombre. Quería saber si Frau Desmond seguía en casa, o si había acompañado al señor.
—¿Y?
—Frau Desmond pidió entonces que la cambiaran...
—¿Que pidió qué?
—Que canjearan a la niña por ella...
—¡Dios mío!
—Esa gente se lo pensó unos momentos, antes de contestar, pero el hombre dijo que sí, al final, que estaban dispuestos a hacer el canje...
—¿Cómo lo sabe?
—Porque Frau Desmond se puso muy contenta y dijo: «¡Gracias, gracias!» Y porque salió disparada antes de que yo pudiera hacer nada. Montó en su automóvil y se fue. ¿Cree señor que, ahora canjearán de veras a mi niña, y que volverá pronto a casa?
—No lo sé, Mila.
—¡Virgen santa! ¡No me diga que no lo cree!!
—Confío en que así sea, Mila.
—¡La devolverán! Ya lo verá, señor. No quiero molestarle más, pero esperaré a saber algo. ¡Que Dios le proteja, señor! Y a nuestra Yeli... ¡Y a Frau Desmond! ¡Que nos proteja mucho a todos!
Barski colgó.
«¡Ay, Norma! —pensó—. Con lo que acabas de hacer, no me has ayudado en nada...»
«Vamos por la autopista —se dijo Norma—. Lo noto. Lo oigo; Como poco, hace una hora que vamos por la autopista. Pero no sé por cuál. La persona que me esposó y luego me tapó los ojos, sigue a mi lado. También noto eso. No se mueve. Ni siquiera percibo su respiración. Pero sé que está cerca. Alguien conduce el camión. Y alguien tuvo que llevarse mi "Golf". No es la primera vez que me tapan los ojos. Me lo hicieron en otras dos ocasiones. Antes de entrevistar a un jefe chiíta de Beirut, y a un miembro de la resistencia, en Haití. A un contrario de Baby Doc... Ahora, el conductor reduce la marcha. Me siento oprimida contra la pared del camión. El vehículo desciende. Noto que describimos una curva. Una curva estrecha. Estamos en una carretera. El asfalto es diferente. Mucho menos liso. Puede tratarse de una carretera ancha, sin embargo. Lo que sí sé, es que ya dejamos atrás la autopista. Pierdo la noción del tiempo... ¿Tan pronto?»
El teléfono.
Barski consultó el reloj. Las siete en punto.
—¿Diga?
—¿Doctor Barski? —Sí.
—Soy Willems, el portero de noche. Usted me avisó de que, a las siete, esperaba la visita de Herr Heger. —Exactamente.
—Herr Heger está aquí. Me ha mostrado el pase. —Conforme. Dígale que ahora mismo bajo a abrirle. —Bien, doctor.
«Ya no estamos en la carretera. Esto es un camino de bosque. El suelo es blando. Y subimos. El conductor cambia de marcha. Avanzamos más despacio. El camino debe de ser empinado... Seguimos ascendiendo. ¿Son imaginaciones mías, o se nota el olor a bosque? Sí; estoy segura de ello. Completamente segura. Bosque y olor a aceite Diesel... Esa peste se notaba desde el principio, pero ahora es peor. Mezclada con el olor a bosque.»
El «Mercedes 500» regresó del instituto a la casita del portero y se detuvo de nuevo. Salió el portero Willems. El hombre que había dicho ser Hans Heger iba al volante y saludó. Willems alzó la barrera. El «Mercedes» siguió adelante.
Hans Heger era un hombre delgado, de unos cuarenta años. Llevaba un traje caro, hecho a medida, y conducía con precaución. No quería correr riesgos, porque en el portaequipajes se hallaba el disco duro. Inservible, pero cuidadosamente envuelto. Heger era una persona prudente y concienzuda.
«Ahora vamos por otra carretera —pensó Norma—. Por una carretera que atraviesa un bosque. Tiene que ser un bosque. Oigo el canto de los pájaros. En consecuencia, ha de haber amanecido. Y este camino está bastante lleno de baches...
»De nuevo subimos. El conductor ha cambiado dos veces de marcha. Por lo visto, ya no hay camino. Las ramas arañan el camión, que da sacudidas y se tambalea... Ahora se detiene. Unos pasos. Descerrajan la puerta, que se abre. La persona sentada a mi lado me hace poner de pie. Unos fuertes brazos me sacan del vehículo. Estamos en un bosque, sí. El olor es intenso.
»Los dos hombres han unido sus brazos y me llevan. Les oigo jadear. Vamos montaña arriba. Los tipos sudan, y mucho. Y jadean cada vez más. Me introducen en alguna parte. Huele a hormigón. A sudor y hormigón. Descendemos unos escalones. Tres. Cuatro. Cinco. Avanzamos en línea recta. Seguramente por un pasillo. Hay una puerta o algo semejante. Pasamos con cierta dificultad por ella. Los pasos resuenan. Debe de ser una pieza grande y vacía. Otra puerta, o lo que sea. ¿Estaremos en un viejo bunker, tal vez? La siguiente pieza. Humo frío de cigarrillos. Una tercera pieza. A juzgar por la acústica, mucho menor. Me dejan en el suelo. Es de hormigón. Me aprietan los hombros. Me siento. En el suelo de hormigón. Huele a moho. Se van los dos y quedo sola.
»Estoy sola. Todavía sola. ¿Cuánto rato hará? ¿Diez minutos? ¿Dos horas? No sabría decirlo.
»Las esposas me hieren las muñecas. Pasos. Cerca. Más cerca. Muy cerca. Un hombre tose. Me suelta las esposas. Las deja más flojas. Vuelve a cerrarlas. Una persona aseada. Noto aroma de agua de Colonia.»
—Buenos días, Frau Desmond —dice el hombre—. Nosotros ya nos conocemos. Al menos, por teléfono.
Norma permaneció callada.
—Es un lugar poco acogedor. Lo siento. No hay otra posibilidad. Ni siquiera puedo destaparle los ojos. En seguida vendrá alguien con café y algo de comida. Todo ha de resultar muy desagradable para usted. Pero también lo es para nosotros. ¡Créamelo! Tendremos que alimentarla. Darle la comida. Y ayudarla en lo contrario. De veras que no hay otra manera. Ahí enfrente tiene un catre. No lo ve, pero puede echarse en él, si lo desea. El cubo será vaciado en el acto, desde luego... En cuanto al aseo, no veo grandes posibilidades. Y para su información, Frau Desmond: el doctor Barski se ha mostrado muy cooperativo. Ya está en nuestras manos el disco duro del instituto. También tenemos la codificación. Ahora esperamos las dos copias del Banco. Claro que, antes, unos especialistas han de examinar el material. Si desea fumar, dígalo. Alguien le sostendrá el cigarrillo.
Norma habló por primera vez.
—¿Y la niña?
La lechería del matrimonio August y Dietlinde Ammersen, donde también vendían pan y queso, se encontraba en la Lüneburger Strasse, una zona peatonal del barrio hamburgués de Harburg. Este distrito está en la orilla izquierda del Elba. Allí se aproximan mucho a la ciudad los Montes Negros, que son una estribación de las landas de Luneburgo.
Como cada día laborable, August Ammersen había abierto la tienda a las siete de la mañana. Ahora, media hora más tarde, en la lechería había gran movimiento. Hombres y mujeres se agolpaban delante del mostrador. Dos muchachas ayudaban a los Ammersen.
De momento nadie se fijó en una niña que entró en el establecimiento dando traspiés y medio atontada. La pequeña sólo emitió un quejido cuando una mujer chocó con ella y la hizo caer sin querer.
La mujer se arrodilló inmediatamente.
—¡Oh, pobrecita! ¡Sí qué lo siento! ¿De dónde vienes? ¿Quién eres? Pero hija, ¡qué aspecto tienes!
La niña estaba pálida y sucia. Los cabellos, greñudos. Y sus ojos, desmesuradamente abiertos, expresaban un miedo indescriptible.
—¡Habla! —exclamó la mujer arrodillada a su lado—. ¡Di algo! No temas... Nadie va a hacerte daño.
Ahora eran muchas las personas que rodeaban a la chiquilla tendida en el suelo de piedra.
—Esta niña no es de aquí.
—¿Cómo te llamas?
—¿De dónde vienes?
—¡Dinos tu nombre!
—¡Frau Ammersen, Frau Ammersen! ¡Llame a la Policía!
—Y que venga también un médico. ¡Mire cómo está la pobrecita!
—¡Qué horror! ¡Angelito!
—Debe de ser hija de un trabajador extranjero... ¡Sólita por la calle, tan temprano!
—¡Ay, Dios mío! Ahora llora...
—¡Tiene la muñeca ensangrentada!
—¡No, si ya digo yo que le pasa algo! ¡Dese prisa, Frau Ammersen!
—¡Ya marco!
De pronto dijo la niña:
—Me llamo Yeli Barski. ¡Avisen a mi papá, por favor!
—¿Sabes el número de teléfono?
—Sí.
—Dínoslo.
Pero Yeli calló, y de nuevo rompió a llorar.
—¡Dinos el número de teléfono de tu papá! ¡Dínoslo, hijita!