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Del lado de Barski pasó por la puerta del último piso de la casa que daba a la Parkstrasse.

«Mi hogar —se dijo—, mientras seguía adelante. Esto era para mí lo que para un animal significa la guarida a la que puede regresar, cansado o herido o muy triste y hambriento, o agotado por completo. O quizá satisfecho y contento por haber hecho una buena caza o haber nadado a gusto o ganado una carrera a otros animales. Éste es mi rincón, mi nido. No tengo otro. Hasta esto me arrebataron. Pero ahora lo he recuperado. Y ya no estoy sola. ¡No estoy sola!»

Fue de una habitación a otra, seguida de Barski. Entraron por fin en el cuarto de estar, donde el diván cubría todo un ancho de pared, y donde estaban todos los libros. Encima de la cama turca pendían los numerosos cuadros que Norma tanto amaba. Allí seguían los dos soldados de piernas amputadas, obra de Zille, y Los amantes bajo el ramo de lirios, Amantes sobre París y Judío en verde, de Chagall... El minotauro profanado, de Dürrenmatt: un hombrecillo que orina sobre el minotauro desde lo alto de una pared... Y La muerte de Horst Janssen, que se devora a sí misma... Y el pequeño tambor en rojo y blanco, pintado por Krüger, «el de los caballos».

Norma abrió de par en par las vidrieras que conducían a la terraza, y con Barski contempló las luces de las orillas del Elba, que pasaba tan cerca, tan cerca... Las luces del puerto de Kohlfleet y del canal de Steendiek, las de la fábrica de HDW, en Finkenwerder, y las que iluminaban las vías de ferrocarril... Y un cielo inmenso, tachonado de estrellas.

—Necesito bañarme —dijo de repente, corriendo al interior—. Es preciso que tome un baño en seguida y eche a lo sucio toda esta ropa... ¡Toda!

Sumergida en el agua caliente, pensó que todo volvía a parecerle irreal, absolutamente irreal, pero que esta vez era verdad, y Jan estaba con ella y no la dejaría mientras durara la vida. Mucho tiempo, o poco. Era igual. «¡Ahora está aquí y le tengo!

¡Ahora!»

Salió de la bañera, secó su cuerpo con una toalla, se puso un albornoz blanco y, descalza, se dirigió al dormitorio. Las lamparillas de las mesitas de noche estaban encendidas, y Barski yacía desnudo encima de la cama y la recibió sonriente... Norma recordó la habitación del «Hotel Beau Séjour», en Guernesey, y cómo había entrado ella, igualmente cubierta con un albornoz blanco, y aquella remembranza la hizo detenerse de golpe.

Pero entonces vio que Jan llevaba colgado del cuello el talismán, el trébol de cuatro hojas, y eso le dio nuevos ánimos... Soltó el cinturón del albornoz y dejó que resbalase al suelo. A los ojos de Jan asomó la excitación, que se apoderó también de ella, y cuando él alargó una mano, avanzó hacia su persona y se hundió a su lado sobre el lecho, y los dos se acariciaron intensamente. Y antes de que la sangre empezara a martillear las sienes de Norma, impidiéndole pensar, todavía se dijo que ese breve interludio llamado vida resultaba, a veces, extrañamente compasivo.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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