Prólogo

—Nosotros, los alemanes, mi querida Kitty, somos capaces de hacer un milagro económico, pero no sabemos preparar una ensalada -dijo Thomas Lieven, volviéndose hacia la joven de pelo negro y agradables formas.

—Sí, señor -contestó Kitty.

Lo dijo con la respiración un poco entrecortada, puesto que estaba terriblemente enamorada de su encantador patrono. Y con ojos de enamorada miraba a Thomas Lieven que estaba con ella en la cocina.

Sobre su smoking, azul oscuro con solapas estrechas, Thomas Lieven se había puesto un delantal de cocina. En la mano sostenía una servilleta. En la servilleta había envuelto las delicadas hojas de dos hermosos repollos.

«Qué hombre», se dijo Kitty, y sus ojos relucieron. El enamoramiento de Kitty se debía, en gran parte, al hecho de que su patrono, dueño y señor de una mansión de muchas habitaciones, se desenvolviera con tal naturalidad en su reino: la cocina.

—Preparar correctamente una ensalada es un arte que casi se ha perdido ya -dijo Thomas Lieven-. En la Alemania central la preparan dulce y sabe a pastel podrido, en Alemania del sur agria, como la que dan de comer a los conejos, y en Alemania del norte las amas de casa incluso la condimentan con aceite de ensalada. ¡Oh, Santo Lúculo! ¡Este aceite sirve para engrasar las cerraduras, pero no para preparar una ensalada!

—Sí, señor -asintió Kitty, que continuaba con la respiración entrecortada.

En la lejanía empezaron a doblar unas campanas. Eran las siete de la tarde del 11 de abril de 1957.

El 11 de abril de 1957 era un día como cualquier otro. ¡Pero no así para Thomas Lieven! Aquel día tenía la confianza de poner fin a un pasado, delirante y contrario a las leyes.

Aquel 11 de abril de 1957 habitaba Thomas Lieven, que poco antes había cumplido los cuarenta y ocho años de edad, una mansión alquilada en la zona más distinguida de la Cecilien Aliee de Dusseldorf. Poseía una respetable fortuna en el Rhein-Main-Bank y un coche sport de lujo, de fabricación alemana, que le había costado treinta y dos mil marcos.

Thomas Lieven era un cuarentón que había sabido conservarse de un modo extraordinario. Delgado, alto, quemado por el sol, tenía unos ojos de mirada inteligente, ligeramente melancólicos y unos labios sensibles en un rostro delgado. Llevaba el pelo negro muy corto y en las sienes presentaba hebras grises.

Thomas Lieven no estaba casado. Sus vecinos le conocían como hombre tranquilo y distinguido. Le tenían por un respetable comerciante de la República Federal alemana, aun cuando estaban un poco disgustados de haber averiguado tan poco con respecto a él...

—Mi querida Kitty -dijo Thomas Lieven-, Es usted bonita, es usted joven y, sin duda alguna, tendrá que aprender muchas cosas aún. ¿Quiere aprender algo de mí?

—Con alegría susurró Kitty, esta vez casi sin respiración.

—Bien, le voy a revelar el secreto de cómo preparar una sabrosa ensalada de lechuga. ¿Qué hemos hecho hasta ahora?

—Hace dos horas hemos puesto en agua dos repollos de tamaño mediano, señor. Luego hemos cortado los delicados tallos y hemos elegido solamente las hojas más tiernas...

—¿Y qué hemos hecho con estas hojas tan tiernas? -inquirió el hombre.

—Las hemos envuelto con una servilleta y luego hemos hecho un nudo con las cuatro puntas de la servilleta. Y, a continuación, usted, señor, ha basculado la servilleta...

—Le he hecho hacer un movimiento centrífugo, mi querida Kitty, centrífugo para que escapara la última gota de humedad. Es de gran importancia que las hojas estén completamente secas. Pero vamos a dedicar ahora toda nuestra atención a preparar la salsa para la ensalada. ¡Alárgueme, por favor, un recipiente de cristal y los cubiertos para la ensalada!

Cuando Kitty, casualmente, rozó la mano larga y delgada de su patrono le recorrió un dulce estremecimiento.

«Qué hombre», se dijo...

«Qué hombre»... Esto mismo se habían dicho infinidad de personas que habían conocido a Thomas Lieven en el transcurso de los últimos años. Quiénes eran estos hombres se desprende de lo que Thomas Lieven amaba y odiaba.

Thomas Lieven amaba:

Las mujeres hermosas, los trajes elegantes, los muebles antiguos, los coches rápidos, los buenos libros, las comidas bien preparadas y un sentido común sano.

Thomas Lieven odiaba:

Los uniformes, los políticos, la guerra, la insensatez, el uso de las armas y de las mentiras, los malos modales y la vulgaridad.

Hubo un tiempo en que Thomas Lieven fue el prototipo del ciudadano honesto y correcto, ajeno a toda intriga, amante de una vida llena de seguridad, tranquilidad y comodidad.

Pero una extraña casualidad -de la que hablaremos con detalle- arrancó precisamente a ese hombre de sus cauces tan normales y suaves.

El ciudadano Thomas Lieven se vio obligado a combatir en el curso de unas acciones tan impresionantes como grotescas a las siguientes organizaciones: el Abwehr alemán y la Gestapo, el Secret Service británico, el Deuxième Bureau francés, el Federal Bureau of Investigation americano y el Servicio de Seguridad Estatal soviético.

El ciudadano Thomas Lieven se vio obligado a usar, en el curso de cinco años de guerra y doce años de posguerra, dieciséis pasaportes falsos de nueve países diferentes.

Durante la guerra, Thomas Lieven creó una confusión y un desconcierto terribles tanto en los cuarteles generales de los aliados como de los alemanes. Pero en ningún momento se sintió a gusto.

Después de la guerra tuvo la impresión, como todos nosotros, aun cuando fuera solamente durante poco tiempo, de que había terminado la locura en que habíamos vivido.

¡Error!

Los hombres que vivían en la oscuridad no soltaron ya a Thomas Lieven. Pero él se vengó de los que le atormentaban y hostigaban. Sacó dinero de los ricos de la época de la ocupación, de las hienas de la reforma monetaria y de los nuevos ricos del milagro económico.

Para Thomas Lieven no existía un «telón de acero». Viajaba y comerciaba por el Este y el Oeste. Las autoridades temblaban ante él.

Los diputados de diferentes parlamentos regionales y muchos parlamentarios de Bonn tiemblan, incluso hoy día, puesto que Thomas Lieven vive y sabe muchas cosas con respecto a las salas de juego, subastas de obras y suministros para el nuevo Ejército federal alemán...

Claro está, no se llama Thomas Lieven.

Dadas las circunstancias, se nos perdonará que hayamos cambiado tanto su nombre como su dirección. Pero la historia de este antaño tan pacífico ciudadano, cuya pasión continúa siendo hoy el arte culinario y que, en contra de su voluntad, se convirtió en uno de los mayores aventureros de nuestra época, esta historia sí es verídica.

La empezamos la noche de aquel 11 de abril de 1957, en aquel momento histórico en que Thomas Lieven explicaba cómo hay que preparar una ensalada de lechuga.

No sólo de caviar vive el hombre
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