6
El boudoir estaba sumido en la penumbra. Ardían finas pequeñas lámparas con pantalla roja. Sobre una mesilla se veía la fotografía de un caballero muy serio, con gafas y una gran nariz. El abogado Pedro Rodrigues, que había fallecido apenas hacía un año, miraba desde aquella fotografía con marco de plata a su viuda, Estrella.
—Ay, Jean... Jean, soy tan dichosa...
—Yo también, Estrella, yo también... ¿Un cigarrillo?
—Déjame tirar del tuyo...
El hombre dejó que tirara de su cigarrillo y miró meditabundo a la hermosa mujer. Era ya más de medianoche. Reinaba un profundo silencio en la gran mansión que habitaba la cónsul. La servidumbre dormía.
La mujer se apretujó contra él y le acarició.
—Estrella, querida...
—Dime, corazón.
—¿Tienes muchas deudas?
—Una locura de deudas..., la casa está hipotecada y he vendido ya parte de mis joyas. Y siempre confío en poderlo recuperar todo algún día...
Thomas volvió su mirada hacia la fotografía.
—¿Te dejó mucho?
—Una pequeña fortuna... ¡No sabes cuánto odio esa, maldita y diabólica ruleta!
—¡Y a los alemanes!
—Sí, a los alemanes también:
—Dime, chérie, ¿de qué país eres cónsul?
—De Costa Rica, ¿por qué?
—¿Has extendido ya alguna vez un pasaporte costarriqueño?
—No, nunca...
—Pero tu esposo sí, ¿verdad?
—Sí, él, sí... Mira, desde que comenzó la guerra nadie ha venido por aquí. Creo que no hay un solo costarricense en Portugal.
—Querida, hum, pero a buen seguro que debe haber pasaportes en blanco en la casa...
—No sé... Cuando murió Pedro, metí todos los pasaportes en blanco y todos los sellos en una maleta y la subí a la buhardilla... ¿Porqué lo preguntas?
—Estrella, cariño, porque me gustaría extender un pasaporte.
—¿Un pasaporte?
Y en confianza, teniendo en cuenta su delicada situación financiera, añadió:
—O varios...
—¡Jean! -exclamó, horrorizada-. ¿Se trata de una broma?
—Hablo en serio.
—¿Qué clase de hombre eres?
—En el fondo soy una buena persona.
—Pero..., ¿y qué haríamos con los pasaportes?
—Podríamos venderlos, hija mía. No cabe la menor duda de que aquí encontraremos muchos compradores. Y pagarán bien. Y con ese dinero tú podrías..., creo que no es necesario añadir más...
—¡Oh! -Estrella respiró a fondo. Estaba muy atractiva cuando respiraba a fondo. Estrella guardaba silencio. Estrella meditaba..., meditó durante largo rato. De pronto, saltó de la cama y corrió al cuarto de baño, Cuando regresó se cubría con una bata-. Ponte esto.
—¿A dónde vas, mi amor?
—¡A la buhardilla, claro está! -gritó y, sobre unos zapatos de tacón alto, corría ya hacia la puerta.
La buhardilla era grande y estaba atestada de toda clase de cajas y muebles viejos. Olían a moho y naftalina. Estrella sostenía la lámpara de bolsillo, mientras Thomas sacaba una maleta de madera de debajo de una gigantesca alfombra. Se dio con la cabeza contra una viga y lanzó una maldición. Estrella se arrodilló a su lado. Uniendo sus fuerzas abrieron la tapa. Pasaportes en blanco, libros, sellos. ¡Pasaportes en blanco por docenas!
Y también había muchos pasaportes caducados. Estrella los cogía con manos temblorosas, los abría, los hojeaba. Casi todos los pasaportes estaban manchados y eran viejos. Veían fotos de personas desconocidas y muchos sellos, y más sellos. Pasaportes caducados.
—Esos pasaportes caducados son los mejores -dijo Thomas.
—No te entiendo...
—Lo entenderás al instante -dijo Thomas Lieven, alias Jean Leblanc, muy divertido.
No percibió el hálito del destino que se levantaba detrás de él y que se erguía más y más, como el espíritu de la botella en los cuentos orientales, dispuesto a arrojarle a nuevas aventuras y peligros...