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Un puño alemán pegó con todas sus fuerzas sobre una mesa de encina alemana. La mesa escritorio estaba situada en una habitación de una casa en Tirpitz Ufer, en Berlín. El puño era el del almirante Canaris. Estaba sentado detrás de la mesa escritorio. Y enfrente de él estaba el comandante Fritz Loos, de Colonia.
El rostro del comandante estaba muy pálido. El rostro del almirante estaba muy rojo. El comandante estaba muy silencioso. El almirante muy violento:
—¡Esto es el colmo, comandante! Tres de nuestros, hombres han sido expulsados de España. ¡Protesta del Gobierno inglés! La Prensa enemiga explota debidamente el incidente. ¡Y su querido Lieven se ríe de lo lindo en Lisboa!
—Mi almirante, de veras que no comprendo lo que ese individuo tenga que ver con todo esto.
—Mientras nuestros hombres estaban detenidos, el comandante Débras abandonó Madrid -dijo Canaris, muy amargado-. Sin duda alguna con un pasaporte falso. Y ha llegado sano y salvo a Lisboa. ¿Y sabe usted a quién abrazó y besó públicamente, en las mejillas, en la sala de juego de Estoril? ¡A su amigo de usted Lieven! ¿Y sabe con quién cenó a continuación? ¡Con su amigo de usted Lieven!
—No... Oh, Dios... ¡Eso no puede ser!
—Así fue. Nuestros hombres fueron testigos de esta conmovedora escena. ¿Y qué podían hacer? ¡Nada!
El comandante Loos notaba unas extrañas agujetas en todo el cuerpo. «¡Ese perro, ese maldito perro llamado Thomas Lieven! ¿Por qué en aquella ocasión lo sacaría yo de la cárcel de la Gestapo?»
Y usted le pagó a ese Lieven diez mil dólares por una relación en la que sólo figuran personas difuntas... ¡Fue encargado usted de traernos a ese hombre a presencia nuestra!
—Portugal es un país neutral...
—¡Da lo mismo! ¡Esto es el colmo! ¡Quiero ver a ese señor Lieven aquí! ¡En esta habitación! ¡Y vivo! ¿Entendido?
—Sí, señor.