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Aquel mismo día descubrieron la fuga del preso Jean Leblanc. El carcelero encontró en su celda solamente a Lázaro Alcoba sumido en un profundo sueño.
El médico, advertido al instante, constató que Alcoba no simulaba, sino que estaba aturdido por haber ingerido unos fuertes somníferos. El diagnóstico era verdad, pero lo cierto también es que Lázaro se había sumido voluntariamente en aquel sueño con tres píldoras que le había robado al médico durante una visita al dispensario...
Con ayuda de inyectables y café muy fuerte lograron despertar al paciente. Que aquel hombre era Alcoba y ningún otro quedó demostrado, sin dudas de ninguna clase, cuando le desnudaron: ¡la joroba era de verdad!
—Ese maldito Leblanc debe haberme dado algo con el desayuno, El café tenía un gusto muy amargo. Luego sufrí dolores de cabeza y mareo..., y luego no recuerdo ya nada más. Le conté que hoy me iban a poner en libertad. Esto me lo dijeron en la administración en donde trabajo.
El guardián de día, que fue confrontado con Alcoba, dijo:
—Pero si esta misma mañana he hablado con él cuando le he servido el desayuno. ¡Y más tarde yo mismo fui a sacarle de su celda!
Y a esto respondió Lázaro Alcoba con una lógica que desarmó a los preocupados funcionarios:
—Si esta mañana me hubiese usted sacado de la celda no estaría yo ahora aquí dentro.
Todos comprendieron que el señor Jean Leblanc había emprendido la fuga disfrazado de Lázaro Alcoba. Mientras bostezaba aturdido todavía por las píldoras que había tomado, dijo Alcoba:
—El permiso estaba extendido a mi nombre..., de modo que tienen que ponerme en libertad lo antes posible...
—Sí, sí, desde luego, pero mientras dure la investigación nosotros no...
—¡Oigan ustedes, o mañana por la mañana me ponen en libertad o le contaré al fiscal general lo que ocurre aquí! -gritó Lázaro.
—¡Pereira, eh, Pereira! -gritaba Thomas Lieven por la misma hora.
Llamaba a la puerta de la casa de su amigo el falsificador. Pero no recibió ninguna respuesta.
«O se ha vuelto a emborrachar o no está en casa», se dijo Thomas, que se había recuperado en cierto modo después de los esfuerzos pasados. Luego recordó que el pintor nunca solía cerrar su vivienda. Apretó el pomo y la puerta se abrió. Thomas cruzó el oscuro y pequeño corredor y entró en el gran taller, por cuya gigantesca ventana entraba la última luz del día. Por todos los lados se veían los lienzos de siempre y la vivienda estaba tan desordenada como de costumbre. Los ceniceros estaban llenos y encima de las mesas y sillas se veían muchos tubos de color, pinceles, plumas y paletas, que desconcertaban por su infinidad de colorido.
Thomas entró en la cocina. Pero su barbudo amigo no estaba ahí. ¿Se habría ido a emborrachar a otro lado?
Mala suerte. ¿Durante cuánto tiempo Pereira solía estar ausente de casa cuando se emborrachaba en otro lugar? ¿Una noche? ¿Dos días? ¿Tres? Después de las experiencias que Thomas había tenido con él cabía temer lo peor.
«No me queda otro remedio que esperar a Pereira -se dijo Thomas-. Tal vez han descubierto ya mientras tanto que me he fugado. No puedo salir a la calle.»
Se llevó la mano a la boca del estómago. Tenía hambre, había superado el momento de la depresión más baja. Rió para sí. Y entonces se dio cuenta de que temblaba todavía con los labios. Y también las rodillas le dolían. «No pensemos en todo esto, no pensemos más en el pasado», se dijo.
En la cocina encontró pan blanco, tomates, huevos, queso, jamón y lengua, alcaparras, pimienta, pápikra y sardinas.
Los vivos colores inspiraron a Thomas. «Voy a preparar pan de mosaico y tomates, rellenos. Y voy a preparar también la comida para Pereira. Necesitará algo fuerte para cuando regrese.»
Thomas empezó a cocinar. De pronto golpeó con el cuchillo sobre el madero. Recordaba a Estrella. Esa bestia. Esa bruja.
El pimiento rojo le hizo enfurecer aún más. ¡Todo el mundo se había confabulado contra él! ¡Todos eran sus enemigos!
«¿Qué les habré hecho yo? Yo era un hombre decente, un respetado ciudadano.
»¡Un poco más de pimienta! Mucha pimienta. ¡Que queme como la ira que me consume!
19 de noviembre de 1940
Cocina fría para la ardiente ira
Pan de mosaico
Se descabeza por los dos extremos un pan para caviar o un pan blanco francés, se extrae con un tenedor toda la miga, sin estropear la corteza.
Para el relleno se necesitan 125 gramos de mantequilla, 100 gramos de jamón, 100 gramos de lengua de ternera cocida, una yema de huevo dura, 75 gramos de queso, media cucharadita de alcaparras, 25 gramos de terebinto, algo de sardinas, mostaza, sal y pimienta.
Se bate la mantequilla, se aplasta la yema, se cortan en pedacitos las alcaparras y el terebinto, se corta todo lo demás en pequeños cuadraditos y se mezcla todo ligeramente con las especias. Después se comprime fuertemente la masa en el pan vaciado, que debe dejarse enfriar durante algunas horas, antes de cortarlo en delgadas rebanadas, que se sirven en una fuente. Para que la fuente tenga una presencia aún más atractiva, se adornan las rebanadas de pan con tomates rellenos.
Tomates rellenos
Se vacían varios tomates bonitos y fuertes, se echa en su interior queso rallado y se introduce, en cada uno de ellos, medio huevo duro, cortado transversalmente, con el lado del corte hacia arriba. Se cubre con sal y pimienta, así como con perejil y puerro, picado muy finamente.
«Vosotros todos, vosotros los del servicio secreto sois unos malditos perros. ¿Hasta dónde me habéis llevado? ¡Me habéis metido en la cárcel! Me he fugado de allí. Ahora sé falsificar documentos y manejar el revólver, hacer buen uso de los venenos y hacer estallar máquinas infernales. Disparar, hacer señales Morse, jiu-jitsu, boxear, luchar, saltar, correr, instalar micrófonos, fiebre, diabetes..., todo eso lo sé hacer yo. ¿Acaso son éstos unos conocimientos de los que puede enorgullecerse un banquero?
»No siento ya compasión por nadie, ni por nada. ¡Bastal ¡Estoy harto de todo! ¡Ahora vais a saber quién soy yo! Todos vosotros, todo el mundo.
»Ahora os voy a atacar con todos mis conocimientos criminalistas como un lobo hambriento. Ahora sí que falsificaré, simularé, haré señales Morse e instalaré micrófonos... A partir de ahora os engañaré y amenazaré, del mismo modo que vosotros me habéis engañado, amenazado y engañado. Ahora voy a empezar mi guerra. La guerra de un solo hombre contra todos vosotros... Y no habrá armisticios, pactos ni alianzas..., con nadie.»
Un poco más de pimienta. Y un poco más de pimentón. Y sal.
«Y lo mismo que esta masa informe me gustaría teneros a todos vosotros entre mis manos, perros...»
Se abrió la puerta de la vivienda.
«Debe ser Pereira», se dijo Thomas, volviendo a la realidad del momento y olvidándose de sus amenazas.
—¡Estoy en la cocina! -gritó.
Al instante siguiente se presentó una persona en el umbral de la puerta que daba a la cocina. Pero no era el barbudo pintor Reynaldo Pereira. Y tampoco era un hombre. Era una mujer.