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La tarde del 6 de diciembre de 1940 se trasladaron los señores Hunebelle y Fabre al hotel Bristol para visitar al rosado y obeso abogado Jacques Bergier, quien les recibió en el salón de su apartamento. El comprador francés que actuaba en nombre de la Gestapo les recibió envuelto en un batín de seda azul, un pañuelo de seda en el bolsillo del pecho y oliendo a perfume.
En un principio, protestó contra la presencia de Bastián:
—¿A qué viene esto, monsieur Hunebelle? ¡No conozco a este caballero! ¡Sólo quiero tener tratos con usted!
—Este caballero es un amigo. Traigo una mercancía muy valiosa conmigo, señor Bergier. ¡Me siento más seguro en su compañía!
El abogado cedió. Ofendido, reposaban sus ojos de vieja doncella en el elegante Thomas, y a continuación, el vegetariano, abstemio y enemigo de las mujeres, dijo:
—Mi amigo Lesseps, desgraciadamente, no está aquí. ¡Qué lástima!
«¡Qué suerte!», se dijo Thomas.
Y preguntó:
—¿Y dónde está?
—Se ha ido a Bandol. -Y Bergier aguzó sus rosados labios como si fuera a silbar-. Ha ido a comprar allí un gran partido de oro. ¡Y divisas!
Entiendo.
Thomas hizo una señal a Bastián. Éste depositó un maletín sobre la mesa y abrió los cerrojos. En el maletín había siete lingotes de oro.
Bergier los estudió con todo detalle. Leyó los sellos.
—Hum..., hum..., de Lyon. Muy bien.
Thomas le hizo una segunda señal a Bastián, esta vez en secreto.
Bastián preguntó:
—¿Podría lavarme las manos?
Bastián entró en el cuarto de baño en donde había infinidad de frascos y botes. ¡Monsieur Bergier era un caballero muy pulcro! Bastián abrió un grifo, luego salió silenciosamente al corredor, sacó la llave de la habitación de la cerradura, se sacó del bolsillo una cajita llena de cera, moldeó la llave por ambos lados en la cera y volvió a meter la llave en la cerradura y la cajita en el bolsillo.
Mientras tanto, en el salón, Bergier había seguido examinando los lingotes de oro. Y procedió tal como el pequeño odontólogo le había dicho a Thomas: con una piedra de aceite y ácido clorhídrico de diferente concentración.
—Perfectamente -dijo, después de haber examinado los siete lingotes. Se quedó mirando ensoñador a Thomas-. ¿Y qué hago con usted?
—¿Decía usted?
Thomas respiró aliviado al ver entrar de nuevo a Bastián en el salón.
—Mire usted, he de informar a mis superiores sobre toda compra que efectuamos. Nosotros... nosotros llevamos una lista de todos nuestros clientes...
¡Listas! El corazón de Thomas empezó a latir más rápido. ¡Estas eran las listas que él andaba buscando! Las listas con los nombres y direcciones de los colaboradores en la zona no ocupada de Francia, hombres que vendían su país a la Gestapo y, con mucha frecuencia, también a sus compatriotas.
Bergier habló con expresión muy suave:
Claro está, no obligamos a nadie a que nos de información, a que nos proporcione datos... ¡No, eso no lo hacemos! -Y Bergier rió-. Pero si usted desea poder trabajar con nosotros en el futuro, sería conveniente, en fin, unos datos..., muy confidenciales, desde luego.
«Sí, en la Gestapo se puede confiar», se dijo Thomas.
Y en voz alta:
—Como usted quiera. Confío en poderle suministrar más de una vez. Y también divisas.
—Perdone un momento.
Bergier desapareció con pasos muy femeninos dentro del dormitorio.
—¿Tienes la impresión...? -preguntó Thomas. -Sí.
—Bastián asintió-. Dime, ¿acaso ese individuo es...?
—A ti no se te pasa por alto -afirmó Thomas.
Bergier regresó al salón. Llevaba consigo una cartera de mano con cuatro cerraduras, la abrió y sacó varias listas con muchos nombres y direcciones. Sacó del bolsillo una pluma estilográfica de oro. Thomas Lieven le dio un nombre y una dirección falsas. Bergier lo fue anotando.
—Y ahora, el dinero -dijo Thomas.
Bergier volvió a reír.
—No tema. Todo a su debido tiempo. Tenga la bondad de seguirme al dormitorio.
En el dormitorio había tres grandes baúles. De uno de ellos, sacó el abogado un estrecho cajón. Estaba lleno hasta el borde de billetes de mil y cinco mil francos. Thomas se había dicho ya, que los señores Bergier y Lesseps habían de llevar mucho dinero en efectivo con ellos. Sin duda alguna, también los restantes cajones de los baúles estaban llenos de dinero. Y Thomas se fijó exactamente en dónde Bergier guardó la cartera de mano con las listas...
Bergier pagó por lingote trescientos sesenta mil francos: por los siete lingotes un total de dos millones quinientos veinte mil francos.
Mientras iba depositando los fajos de billetes delante de Thomas, sonrió Bergier buscando la mirada de Thomas. Pero éste se limitaba a contar el dinero.
—¿Cuándo volveremos a vernos, amigo mío? -dijo Bergier, por fin.
—¿Acaso no regresa usted a París? -preguntó Thomas, sorprendido.
—Oh, no, solamente Lesseps. Mañana pasará con el exprés de las 15.30.
—¿Pasará?
—Sí, regresará a París con la mercancía de Bandol. Ya le llevaré el oro al tren. Pero, luego, podríamos comer juntos ¿verdad, amigo mío?