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—15.30 horas, estación de St. Charles -dijo Thomas, una hora más tarde, en la biblioteca de una gran y antigua mansión en el boulevard de la Corderie. La mansión pertenecía a un hombre llamado Jacques Cousteau, que muchos años más tarde habría de alcanzar celebridad como investigador del fondo de los mares y con su libro y película El mundo silencioso. En el año 1940, este antiguo comandante de la artillería de Marina era un personaje importante en el servicio secreto francés, de reciente creación: un hombre joven, cargado de energía, de pelo y ojos negros y muy deportivo.
Cousteau se sentaba en un viejo sillón de piel delante de una estantería con muchos libros de muchos colores y fumaba una vieja pipa que él, faute de mieux, había llenado con muy poco tabaco.
El coronel Siméon se sentaba a su lado. Los codos y rodillas de su traje negro estaban muy raídos. Y cuando se cruzaba de piernas, se veía un agujero en la suela de su zapato izquierdo.
«Pobre, ridículo y digno de compasión es este servicio secreto francés -se dijo Thomas-. Yo, obligado a trabajar de agente provisional, soy mucho más rico que todo el Deuxième Bureau junto.»
Thomas Lieven, elegante y pulcro como siempre, depositó sobre la mesa el maletín en el que había llevado los lingotes de oro a monsieur Bergier. Ahora, en el maletín estaban los dos millones quinientos veinte mil francos.
Thomas Lieven dijo:
—Tienen que prestar mucha atención cuando llegue el exprés. He consultado el horario, y se detiene solamente durante ocho minutos.
—Prestaremos atención -dijo Cousteau-. No tema usted, monsieur Hunebelle.
Siméon se tiró de su bigote al estilo Menjou y preguntó con ojos hambrientos:
—¿Y cree usted que Lesseps lleva mucha mercancía con él?
—Según ha dado a entender Bergier, cantidades gigantescas en oro, divisas y otras cosas. Durante muchos días ha estado de compras por el sur. Debe llevar mucha mercancía con él ya que, en caso contrario, no regresaría a París. Bergier le entregará mis siete lingotes de oro. Creo que lo mejor será arrestar a los dos en el momento en que...
—Todo está previsto. Hemos informado a nuestros amigos de la policía-dijo Cousteau.
—¿Y cómo conseguirá usted las listas? -le preguntó Siméon a Thomas.
Y Thomas respondió sonriente:
—No se estruje el cerebro, Siméon. A propósito, podría ayudarme usted. Necesito tres mozos que lleven el uniforme de los empleados del hotel Bristol.
Siméon abrió la boca y los ojos. Se le veía que meditaba a fondo. Pero antes de que se le ocurriera algo, dijo Cousteau:
—Creo que podrá arreglarse. El Bristol trabaja con la lavandería Salomón. Manda también limpiar allí sus uniformes. El Segundo director allí es uno de los nuestros.
—Muy bien -asintió Thomas.
Fijó su mirada en el delgado Siméon, con su raído traje y el agujero en la suela del zapato. Volvió la mirada hacia Cousteau que tiraba lentamente de su pipa y que tenía muy poco tabaco en la petaca. Fijó su mirada en el maletín. Y entonces nuestro amigo tuvo un gesto emocionante que demostraba que tenía buen corazón..., pero, también, revelaba que no había aprendido aún a jugar aquel juego sin reglas, en aquel mundo sin corazón adonde le había arrojado el destino...