11
El profesor Débouché se parecía en mucho a Albert Einstein. Era un hombre bajo y regordete, con un impresionante cráneo de sabio. Tenía unos ojos bondadosos y tristes. Durante largo tiempo contempló en silencio a Thomas Lieven. Thomas hizo un esfuerzo por resistir aquella mirada serena y penetrante. Sentía calor y frío al mismo tiempo. Cinco personas le rodeaban en silencio.
De pronto, el profesor apoyó ambas manos en los hombros de Thomas Lieven, y dijo:
—¡Bien venido!
Se encontraban en el salón del molino de Gargilesse.
El profesor se volvió hacia los demás:
—Nada hay que objetar contra el capitán. Es de los nuestros. Sé cuándo una persona es buena cuando le miro a los ojos.
De un segundo al otro cambió la actitud de todos los presentes. Hasta aquel momento se habían comportado de un modo muy reservado y silencioso. Ahora todos hablaban a la vez, golpeaban amistosamente a Thomas, en el hombro, reían y eran sus amigos.
Yvonne se acercó a Thomas. Sus ojos brillaban claros, unos ojos de color verde mar y muy bonitos. Abrazó a Thomas y le besó. Thomas se sintió inundado por un extraño calor. Yvonne besaba con la pasión de una patriota que agradece un acto nacional. Y luego dijo, con el rostro radiante:
—Jamás el profesor Débouché se ha equivocado en el juicio sobre una persona. Todos confiamos en él.
El anciano levantó las manos en un ademán de protesta.
Yvonne estaba muy cerca de Thomas. Y dijo entonces, con voz extrañamente hosca:
—Usted se ha jugado su vida a favor de nuestra causa. Nosotros hemos recelado de usted. Esto debe haberle ofendido... Perdónenos, por favor.
Thomas fijó su mirada en el bondadoso profesor de pelo blanco, en el individuo prehistórico que se hacía llamar Rouff, en el teniente tan parco en palabras, en el obeso y divertido alcalde, en todos aquellos que tanto amaban a su patria, y se dijo:
«Perdonadme vosotros todos. Estoy tan terriblemente avergonzado... Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Qué podía hacer ya? Quiero intentar salvar vuestras vidas... y la mía también.»
Thomas llevaba encima conservas originales del Ejército británico, cigarrillos y tabaco de pipa inglés y whisky escocés con la etiqueta: «For Members of His Majesty's Royal Air Force Only.» Todo esto procedía de los botines capturados por la Wehrmacht alemana.
Los partisanos descorcharon una botella y lo celebraron como un héroe, mientras él no dejaba de decirse:
«Dios santo, estoy tan avergonzado...»
Para aparentar ser más inglés fumó una pipa, él que no era fumador. El humo del tabaco le hizo cosquillas en la garganta. El whisky sabía a aceite. Se sentía muy a gusto, puesto que todos ellos le miraban ahora como un compañero más, como un amigo. Llenos de admiración. Y sobre todo porque Yvonne le miraba ahora de aquel modo, la fría e intelectual Yvonne, sus ojos brillaban húmedos y tenía los labios ligeramente entreabiertos...
—Lo que necesitamos es dinamita y munición para nuestras armas -dijo el calderero de pelo largo.
—¿Tenéis armas? -preguntó Thomas, sin darle mayor importancia.
El teniente Bellecourt informó que los miembros del Maquis Crozant, unos sesenta y cinco en total, habían capturado dos depósitos de armas franceses y uno alemán.
—Poseemos -dijo con orgullo- trescientas cincuenta carabinas francesas Leber, calibre 4,5, sesenta y ocho metralletas inglesas, marca Sten, treinta morteros alemanes del calibre cincuenta milímetros, cincuenta ametralladoras modelo FN y veinticuatro del Ejército francés.
«Total, nada», se dijo Thomas Lieven.
—Y no olvidemos diecinueve ametralladoras marca Hotchkis.
—Pero no tenemos munición -dijo el alcalde de Crozant.
«Eso ya suena mejor.»
—Informaremos de todo esto a Londres -dijo el anciano profesor-. Por favor, explíquenos usted la clave y el funcionamiento de la emisora, mon capitaine.
Thomas empezó a explicar. Yvonne comprendió enseguida el sistema de clave. Thomas Lieven se sentía cada vez más triste.
«Todo es culpa mía -se decía-. Ahora ya no puedo hacer marcha atrás. Todo funciona a las mil maravillas, y yo que había confiado...»
Hizo funcionar el aparato.
—Son las dos menos cinco -dijo-. A las dos en punto Londres espera nuestra primera llamada. En la frecuencia mil setecientos treinta y siete. -Los técnicos alemanes habían adaptado el aparato a esta frecuencia-. Ustedes son «Ruiseñor diecisiete». Ustedes llaman a la habitación doscientos uno en el War Office de Londres. Allí está el coronel Buckmaster del Special Operation Branco. -Se puso en pie-. Si tiene la bondad, señorita Yvonne.
Consultaron sus relojes. Faltaban quince segundos hasta las dos. Diez. Cinco. Un segundo...
¡Ahora!
Yvonne empezó a telegrafiar. Todos la rodeaban con la expresión de la más intensa ansiedad: el alcalde, bajo y obeso, el teniente, alto y silencioso, el anciano profesor, el calderero de pelo y barba largos.
Thomas se mantenía un poco apartado.
«Y así sigue la vida -se dijo-; no hay nada que pueda detenerla. Dios os proteja a todos vosotros. Y Dios me proteja también a mí...»