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¿Qué ocurría allí?

De esto no se enteró Thomas Lieven en la gran cocina. Con un delantal sobre el smoking, quitó toda importancia a la catástrofe lucioperca. Y mientras trabajaba en la cocina, le miraban todos llenos de admiración: la vieja cocinera, miope y causante del incidente; la pálida dueña y señora de la casa, y el pálido dueño y señor de la casa. El curioso matrimonio se olvidó, por lo menos durante unos instantes, de su nerviosismo.

«No tengo ninguna prisa -se dijo Thomas-. Por mí, esta comedia puede durar hasta mañana por la mañana. ¡Un momento u otro abrirán sus bocas!»

Extrajo las espinas del desgraciado pescado y lo peló. Tomó un trago y dijo:

—Son unos años muy difíciles, señores, pero estos años me han hecho comprender que siempre existe un remedio para todo. Una lucioperca partida en pedazos es siempre mejor que ninguna. Y ahora vamos a preparar una bonita salsa. ¿Tiene queso de Parma, Thérèse?

—Todo el que usted quiera -dijo la anciana cocinera-. ¡Ay, estoy tan desesperada de que me pasara una cosa así!

—No se desespere, buena mujer. Tome un trago, esto tranquiliza siempre.

El dueño de la casa le alargó una copa a la cocinera.

—Vino blanco, leche agria y mantequilla, por favor.

Le dieron lo que pedía. Todos miraban cómo preparaba la salsa. De pronto se oyeron ruidos y voces en la casa. Oyeron una voz de mujer, luego una voz de hombre. La señora de la casa palideció. El señor de la casa se precipitó hacia la puerta. En el umbral de la misma se tropezó con el criado chino. Y éste empezó a hablar en chino.

Señaló a sus espaldas. La señora de la casa, que, al parecer, entendía el chino, lanzó un grito. El señor de la casa le chilló en chino. La mujer se dejó caer sobre un taburete. El señor de la casa siguió a Shen-Tai sin disculparse, cerrando de golpe la puerta a sus espaldas.

«En fin -se dijo Thomas-. Eso suele ocurrir incluso en las mejores familias francesas.»

¿Qué hacer? Thomas decidió no dejarse impresionar por nada más.

—¿Tenemos alcaparras, Thérèse?

—Oh, Santísima Virgen, la pobre señora...

—¡Thérèse!

—Sí, señor... Debe haberlas.

—¿Y champiñones?

—También. Madame, ¿puedo hacer algo por usted?

La señora de la casa se dominó. Levantó la mirada.

—Por favor, perdone usted todo esto, señor Lieven. Shen- Tai lleva ya diez años en nuestra casa. No tenemos secretos para él. Empezó a trabajar para nosotros en Shanghai... Hemos vivido muchos años allí.

Se oyeron voces altas en la casa. Luego, como si algo cayera al suelo.

—Y ahora, al horno, Thérèse.

—Estoy preocupada por mi prima, señor Lieven.

—Lo siento, señora. Y ahora con poco fuego.

—Estaba invitada a cenar con nosotros. Pero ahora ha querido salir corriendo de la casa. Shen-Tai lo ha impedido en el último instante.

—Una noche muy emocionante, de veras. ¿Y por qué quería huir su prima de usted?

—Por causa de usted.

—Hum... ¿Por causa mía?

—Sí. No quería encontrarse con usted. -La mujer se puso en pie-. Mi marido está en el salón. Por favor, venga usted. Ahora Thérèse ya no tendrá dificultades.

—Recúbralo todo con queso de Parma, alcaparras y champiñones, Thérèse -dijo Thomas.

Cogió su copa.

—Madame, tengo mucha curiosidad por conocer a su prima, una dama que huye de mí antes de conocerme... ¡Vaya cumplido!

Siguió a la señora de la casa. Cuando entró en el salón, le ocurrió algo que nunca antes le había sucedido en la vida: se le escapó la copa de las manos. La bebida se fue derramando por la alfombra.

Thomas estaba como paralizado. Tenía la mirada fija en la joven y delgada mujer que se sentaba en el sillón de estilo clásico. Ferroud estaba a su lado como un guardián. Pero nuestro amigo veía solamente a aquella mujer joven y pálida, que apretaba firmemente los labios, de ojos de almendra y color verde, el pelo rubio y los pómulos muy acusados. Su voz sonó muy ronca cuando habló:

—Buenas noches, señor sonderführer.

—Buenas noches, mademoiselle Dechamps -dijo Thomas, haciendo un esfuerzo por hablar.

Luego saludó con una inclinación de cabeza a la antigua ayudante del profesor Débouché, la antigua guerrillera del Maquis Crozant, aquella mujer tan apasionada que tanto odiaba a los alemanes, que en Clermont-Ferrand le había escupido a la cara y que le había deseado la muerte, una muerte lenta, muy lenta...

Jean-Paul Ferroud recogió la copa que Thomas había dejado caer, y dijo:

—No le habíamos dicho a Yvonne a quién tenía invitado esta noche. Ella oyó su voz cuando entramos en la cocina... y le reconoció... Quiso huir... Ya puede usted imaginarse por qué.

—Me lo imagino.

—Está bien, estamos en sus manos, señor Lieven. Yvonne corre peligro de muerte. La Gestapo la persigue. Si no se la ayuda, está perdida.

Yvonne Dechamps entornó la mirada. A través de las estrechas rendijas que formaban sus párpados miraba a Thomas. Y su hermoso rostro revelaba al mismo tiempo vergüenza e ira, desesperación y odio, miedo y deseo. Thomas Lieven se dijo:

«La he engañado por dos veces, primeramente como alemán y luego como hombre... Lo segundo no me lo perdona. De ahí su odio. Si en aquella ocasión me hubiese quedado con ella en el molino de Gargilesse...»

Oyó decir a Ferroud:

—Usted es banquero como yo. No hablo de sentimientos. Hablo de negocios. Usted quiere información sobre el mercado negro. Y yo quiero que no le suceda nada malo a la prima de mi esposa. ¿Está claro?

—Está claro -dijo Thomas.

De repente, sus labios estaban secos como el pergamino.

—¿Por qué motivo la persigue la Gestapo? -preguntó a Yvonne.

La mujer echó la cabeza hacia atrás y miró hacia otro lado.

—¡Yvonne! -gritó la señora Ferroud, furiosa.

Thomas se encogió de hombros.

—Su prima de usted y yo somos viejos y buenos amigos, señora. No me perdona que en aquella ocasión, en Clermont- Ferrand, la dejara en libertad. Le di incluso la dirección de un amigo llamado Bastián Fabre. Éste la hubiese ocultado. Pero, por desgracia, al parecer no atendió mi recomendación.

—Fue en busca de los jefes del maquis de Limoges para seguir trabajando en la Resistencia -dijo Ferroud.

—Nuestra pequeña patriota, nuestra heroína -dijo Thomas, suspirando.

De pronto, le miró Yvonne directamente a los ojos. Era una mirada abierta y serena, y, por vez primera, sin odio. Y dijo con suma sencillez y naturalidad:

—Es mi país, señor Lieven. Quería seguir luchando por mi patria. ¿Qué hubiese hecho usted?

—No lo sé. Tal vez lo mismo. ¿Qué sucedió?

Yvonne dejó caer la cabeza.

—Había un traidor en el grupo. El telegrafista. La Gestapo detuvo a cincuenta y cinco partisanos. Buscan a otros seis. Y uno de los seis está aquí -dijo Ferroud.

—Yvonne tiene parientes en Lisboa -intervino la señora Ferroud-. Si puede llegar hasta allí, estará salvada.

Los dos hombres se miraron en silencio. Y Thomas se dijo que aquél era el principio de una eficaz colaboración. Pero, ¿cómo explicarle todo eso a su coronel?

De nuevo hizo acto de presencia el criado chino y saludó con una ligera inclinación de cabeza.

—La cena está servida -anunció la señora Ferroud.

Se dirigió al comedor. Los demás la siguieron: Al cruzar la puerta, la mano de Thomas Lieven rozó el brazo de Yvonne. La mujer se estremeció de pies a cabeza como si hubiese sufrido una descarga eléctrica. El hombre volvió su mirada hacia ella. Los ojos de la mujer se oscurecieron repentinamente. La sangre se le subió a la cabeza.

—A eso tiene que desacostumbrarse lo más rápidamente posible-dijo el hombre.

—¿Qué..., qué?

—Estos sobresaltos. Esos sonrojos... Como agente del Abwehr alemán, tendrá que aprender a dominarse.

—¿Como qué? -susurró la mujer.

—Como agente del Abwehr -repitió Thomas Lieven-. ¿Qué se había, imaginado usted? ¿Que podría llevarla a Lisboa en calidad de miembro de la Resistencia?

No sólo de caviar vive el hombre
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