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—En mi opinión, ese señor Lakuleit es el cerdo más grande que corre por Francia -dijo Thomas Lieven en una habitación del hotel Lutetia, en París. El coronel Werthe y el pequeño y ambicioso comandante Brenner le escuchaban muy atentamente. Cambiaron unas miradas muy significativas-. ¿A cuenta de qué estas miradas tan significativas, caballeros?
—Ay, Lieven -suspiró Werthe-, Brenner y yo nos hemos mirado porque creíamos conocer el motivo de su justa indignación. Digo, sencillamente: Vera.
—La princesa Vera -dijo el pequeño Brenner, y sonrió-. No me mire tan enojado, señor Lieven. Desde que el SD corre detrás de usted, pues, le tenemos un poco bajo vigilancia...
Thomas se dejó llevar por la ira:
—¡La princesa me es del todo indiferente! ¡Del todo! -Brenner volvió a sonreír-. ¡No se ría usted! Yo les digo a ustedes: ese Lakuleit huele mal, muy mal; se huele a muchos metros de distancia... Y la princesa es su cómplice. ¡Y también el servicio secreto francés corre detrás de los dos!
—¿Sería pedir demasiado que nos dijera quién del servicio secreto francés? -preguntó Werthe. Thomas asintió en silencio-. Afirma usted que el señor Lakuleit pretende transferir las fortunas de Bormann, Himmler y Rosenberg a Suiza.
¿Quiere usted enfrentarse personalmente con Adolfo Hitler?
—Señor Lieven, tenga presente que... -empezó el pequeño comandante Brenner.
Pero Thomas le interrumpió furioso:
—No debería contradecirme usted, Brenner. Cuando el asunto del Maquis se atrevió a contradecirme... y fue ascendido a comandante. Cuando las letras de crédito del Reich, se portó usted de un modo ya más inteligente y colaboró conmigo. ¿Y ahora, poco antes de que le asciendan a teniente coronel, quiere ponerme trabas, estúpido?
—Ni hablar de ello, señor Lieven... Yo... estoy plenamente de acuerdo con sus planes, sí, hum...
El coronel Werthe suspiró:
—Sólo faltaba eso, que corrompiera usted a mis hombres.
El Abwehr de París sometió a estrecha vigilancia al señor Oskar Lakuleit, antiguo propietario de un garaje en el norte de Berlín y ahora millonario, propietario único de la empresa Intercommerciale S.A., que compraba camiones para la Wehrmacht. ¿El resultado?
Oskar Lakuleit trataba muy mal a su esposa. Era evidente que la engañaba con la princesa Vera de C. Era muy brutal en sus métodos comerciales, muy brusco en sus modales sociales y un típico nuevo rico.
—Todo esto no es motivo para encarcelar a un hombre -dijo el coronel Werthe-. En este caso habríamos de encarcelar a las tres cuartas partes de los hombres que viven en este mundo.
—Sin embargo, hay algo que no me gusta en ese individuo -insistió Thomas Lieven-. ¡Algo que huele muy mal!
Pero, ¿qué?
Hacía ya años que Oscar Lakuleit se dedicaba a la compra de coches usados en Francia. Giraba millones al año. La Wehrmacht le concedía un diez por ciento en todas las transacciones en las que intervenía.
El negocio marchaba a plena satisfacción de todos. El «plenipotenciario del parque móvil», le dijo a Thomas cuando éste le visitó:
—Deje en paz a Lakuleit, sonderführer. Es nuestro mejor hombre...
—Y, sin embargo... -gruñó Thomas, cuando la noche del 7 de abril de 1944 tomaba unas copas de coñac en compañía del comandante Brenner en su pequeña villa-, ese Lakuleit es un criminal... Nunca hasta la fecha me he engañado al enjuiciar a un individuo...
En aquel momento sonó el teléfono.
Thomas cogió el auricular.
—Dígame...
—Hola, Tommy -dijo una voz conocida-, ¿qué hace ese feo chico?
«Diablos, ¿por qué me habré sonrojado?», se dijo Thomas.
Y con voz ronca contestó:
—Pues, está muy bien, querida princesa. ¿Y usted?
—Siento... nostalgia por usted. ¿Me visitará mañana por la noche?
—No.
—Mi criada tiene su día libre. Digamos después de la cena.
—Temo, sinceramente, que no.
—Tengo unos discos maravillosos. Me los han traído de Portugal. Gershwin y Glenn Miller. Benny Goodman y Stan Kenton. Los tocaremos... ¿A las nueve?
La oyó reír y, luego, colgar el auricular sin esperar su respuesta.
—Desvergonzada -dijo Thomas Lieven.