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Llegó a las nueve menos diez. Con tres orquídeas, envueltas en celofán, que le había sido difícil encontrar.
En el año 1944 escaseaban las orquídeas incluso en París.
La princesa llevaba unas joyas muy valiosas y unos escotes desconcertantes por delante y por detrás y bajo los hombros.
Puso los nuevos discos en la gramola. Bailaron un poco. Luego bebieron champaña rosado. Thomas veía en la princesa a una belleza arrebatadora. Se lo dijo así. Y ella le contestó que él era para ella el hambre más excitante del mundo. Y así aterrizaron, sin rodeos de ninguna clase, a las 23 horas sobre el diván.
Thomas recibió unos besos como nunca en su vida.
—Nunca un hombre me ha gustado tanto como tú... -murmuró la princesa.
—También tú me gustas, Vera...; mucho.
—Si pudieras hacer algo por mí, ¿lo harías?
—Depende...
—¿Podrías abrirme la cremallera?
—Con mucho gusto.
—¿Podrías hacer algo más por mí?
—¡De todo corazón!
—Entonces deja en paz a Lakuleit.
El hombre volvió al instante a la realidad.
—¿Qué acabas de decir?
La mujer estaba tumbada sobre el diván y le miraba con los ojos entornados.
—Mi pequeño Tommy, hace ya semanas que le mandas vigilar, ¿verdad?
Thomas no contestó.
—Tal vez no te guste que te llame Tommy -dijo la princesa-. Tal vez prefieras que te llame Jean. Jean Leblanc. O Pierre. Pierre Hunebelle.
El hombre se puso en pie. Se sentía aturdido.
—¿No te gusta tampoco el nombre de Hunebelle? ¿Y Armand Deeken? ¿Recuerdas el contrabando de francos, Armand? ¿O cómo llamaste a engaño a los partisanos franceses..., capitán Robert Almond Everett? ¿O cómo frente a un general alemán te hiciste pasar por el diplomático americano Robert S. Murphy? ¿Quieres que siga hablando, mi querido y dulce y encantador agente del Abwehr? ¿O te has pasado, mientras tanto, al otro bando?
—No -dijo Thomas, que había recuperado el dominio sobre sí mismo-. Sigo trabajando para el Abwehr alemán. ¿Y tú?
—Pues, adivínalo.
—A juzgar por tu gordo amante, yo diría la Gestapo -dijo muy brusco.
La princesa lanzó un grito. Se puso en pie de un salto. Antes de que él pudiera evitarlo, le abofeteó en la mejilla derecha y, luego, en la izquierda. Y gritó:
—Maldito sucio, asqueroso, ¿qué te crees? Trato de salvarte la vida, ¿y tú? -Thomas se encaminó hacia la puerta-. Tommy, no te marches. -Thomas cruzó el vestíbulo-. Me vengaré, maldita bestia..., pero quédate, por favor, quédate...
Thomas cerró la puerta de golpe. Bajó corriendo las escaleras. Oyó cómo abrían la puerta del piso y los gritos y los insultos de la mujer.
Salió corriendo a la calle. Allí se tropezó con un hombre que gritó con voz ahogada:
—Ay, maldita sea...
—Vamos, apártese. Perdón, estoy tan furioso que no se ya lo que me hago.
—Y ya no es necesario -contestó el coronel Jules Siméon, muy frío-. Hace dos horas que estoy aquí. Le he visto llegar. Le veo marchar.
—Diablos, es usted un agente de mucho talento.
—No ha hecho caso de mis advertencias. ¡Muy pronto pagará las consecuencias!