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—... y delante de la casa había un sujeto del servicio secreto francés -informó Thomas Lieven al día siguiente en el hotel Lutetia al coronel Werthe y al pequeño comandante Brenner.
El hombre estaba aún muy furioso.
—¿Y qué papel desempeña su princesa?
—No lo sé, pero pronto lo averiguaré... Coronel, le juro a usted que voy a destruir a ese hombre, yo...
—No se meta con Lakuleit, Lieven -le interrumpió Werthe- Esta mañana he recibido un rapapolvo. Del Estado Mayor de Speer. Quieren que dejemos en paz a Lakuleit. ¡Ese hombre es el alma de las defensas del Atlántico! Lakuleit suministra todo aquello que hace falta. El Servicio de Trabajo y el Alto Mando de la Wehrmacht estarían perdidos sin él, Cable telefónico, por ejemplo... La Organization Todt no tenía ya cable telefónico, y Lakuleit les suministró ciento veinte mil metros.
—Está bien, mi coronel, le han llamado la atención a usted. Pero, ¿por qué pone usted esa cara de gato pasado por agua, comandante?
El comandante hizo un gesto evasivo con la mano:
—Todo son disgustos. He recibido una carta de casa. Mi esposa está enferma. Y en junio, con toda seguridad, suspenderán al chico en latín y física. Y, luego, esos malditos impuestos...
Poco interesado, preguntó Thomas:
—¿Y qué complicaciones tiene usted con la Hacienda?
—¡Hace años fui lo bastante idiota para escribir unos artículos para una editorial político-militar! ¡Y fui lo bastante idiota para poner esto en mi declaración de Hacienda! Y en la editorial han efectuado una revisión de libros. Y un maldito contable ha citado mi nombre. Thomas Lieven compuso de pronto una cara como si hubiese perdido el juicio.
—¿Un contable...? -tartamudeó.
—Sí, señor.
Súbitamente Thomas se puso en pie de un salto. Lanzó un agudo grito, abrazó a Brenner y le besó en la frente. Luego salió corriendo de la habitación.
Brenner estaba sonrojado a más no poder. Nunca en su vida le había besado un hombre.
—Loco -dijo, consternado-, ¡el sonderführer Lieven ha perdido el juicio!
—Nunca -dijo el delgado y amarillento contable Anton Neuner-, nunca, señor Lieven, le olvidaré esto.
—Y, ahora, coma usted, señor Neuner, la copa se está enfriando -dijo Thomas.
París, 14 de abril de 1944
La dieta de Thomas Lieven rompe la nuca a cualquiera...
Bouillon de ternera
Se toma un pedazo de carne de ternera muy magro y se prepara con él un caldo, que se hace hervir con fuerza y se sala sólo débilmente. Se sirve en tazas, con perejil picado muy finamente, acompañado de toast sin corteza.
Paloma rehogada
Se toman jóvenes palomas, bien limpias y lavadas, y se dejan ablandar en agua, débilmente salada y un buen pedazo de mantequilla, aproximadamente durante 30 minutos, en una cacerola cerrada sobre fuego reducido. Hay que prestar atención a que haya siempre bastante líquido en la cacerola para que las palomas no lleguen a asarse.
Coliflor a la crème
Se toma una coliflor meticulosamente lavada, se eliminan los tallos duros y se rompe la coliflor en varios pedazos, que se introducen en agua salada hirviendo hasta que queda bien blanda. Se extrae luego, se deja escurrir y se hace pasar por un tamiz.
Se agita bien el puré con una yema, algo de nata dulce y un pedazo de mantequilla y se calienta, una vez más, sobre la llama más pequeña, sin que llegue a hervir.
Compota de manzanas con cerezas
Se toman manzanas dulces, maduras, peladas y sin hueso, y se prepara con ellas, con el menor azúcar posible, una fina compota. Se adorna con cerezas en conserva escurridas, y se rodea la fuente con la compota con biscuits.
Había invitado a almorzar al modesto y humilde Neuner en su villa. Los dos se conocían desde hacía una semana. Hasta hacía muy poco el señor Neuner había sido contable en la Intercommerciale de Oskar Lakuleit. La noche en que Thomas había sido invitado por Lakuleit éste había puesto de patitas en la calle a su contable por teléfono. Aquella fue la primera vez que Thomas oyó el nombre de Neuner. Y las palabras del comandante Brenner lo volvieron a su memoria.
Obediente, ingirió el delgado contable una cucharada de sopa, luego dejó caer de nuevo la cuchara en el plato y se quedó mirando a Thomas.
—De verdad, no lo comprendo aún. El señor Lakuleit me echa a la calle. Hace gestiones para que me manden al frente. Mi mujer llora de día y de noche y yo me veo ya en Rusia. Y, de pronto, aparece usted, un desconocido, y me proporciona un empleo para que no me manden al frente. ¿Por qué ha hecho una cosa así?
—Señor Neuner, soy banquero. Conozco la Intercommerciale. Sé que es usted un hombre muy capaz. ¡Las voces corren! Tanto menos entiendo que el señor Lakuleit le despidiera a usted...
Neuner se inclinó sobre el plato.
—Por dieciocho marcos y veinticinco pfennings. Sí, ha oído usted bien. Y esto después de haber estado trabajando tres años para él.
Neuner informó que una noche en que había trabajado hasta muy tarde en la oficina había cenado luego en un restaurante y había cargado la cuenta a la casa sin antes haber consultado al señor Lakuleit. El gordo lo había descubierto y por este motivo le había puesto de patitas en la calle.
—Y no puede usted imaginarse lo que yo le podría contar a usted sobre sus negocios... Vaya negocios, señor Lieven...
—Muy interesantes...
—Pero no lo haré. A pesar de lo mal que el señor Lakuleit pueda haberse portado conmigo, no soy ningún traidor...
La bonita Nanette sirvió el plato fuerte.
—La sopa ha sido excelente. Confío no me servirá ahora un asado. Estoy enfermo. Ulcera de estómago.
—Una palomita preparada con mantequilla. He tomado en consideración su estado de salud.
—Mi querido señor Lieven, ¡es usted un hombre maravilloso!
—No me cabe la menor duda de que ese gordo de Lakuleit vivirá menos que usted. Ese hombre morirá de tanto comer y tantos negocios...
—Sí, los coches le llevarán a la sepultura.
Y se interrumpió asustado.
—Un poco de coliflor. ¿Le gusta la palomita?
—Muy buena, incluso en la Riviera no la comí mejor.
Un timbre sonó en el cerebro de Thomas Lieven. ¿Neuner, el modesto y humilde contable, en la Riviera?
—La receta me la dio uno de los cocineros del hotel Negresco -dijo Lieven-. Suelo alojarme allí, un hotel muy bueno...
—Ja, ja, ja, demasiado caro para el señor Lakuleit. Quiero decir, para mí. Yo había de conformarme con una pensión barata. Me necesitaba porque él no habla francés.
—Ese señor Lakuleit es un hombre asocial.
—Íbamos con mucha frecuencia a la Riviera, hasta la frontera franco-española -dijo el ingenuo contable-. Nuestros negocios... -de nuevo se interrumpió y miró muy receloso a Lieven.
Pero Thomas sonrió:
—Un poco más de compota, señor Neuner. Y hábleme de Niza. Hace tanto tiempo ya que no he estado allí...