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Dos días más tarde se detenía un Pontiac negro ante el Ministére de Ravitaillement, en donde se encontraba la Administración de Alcoholes para Francia. Un chófer que llevaba un abrigo de piel negro, una gorra de piel sobre su pelo de erizo rojizo, abrió la portezuela. Un caballero en abrigo de piel negro y gorra de piel, bajó del coche y entró en el gran edificio gris, subió en el ascensor hasta el tercer piso y entró en el despacho de un hombre llamado Hippolyte Lassandre, que le recibió con los brazos abiertos.
—Mi querido, mi muy apreciado señor Kutusov, soy yo quien telefoneó ayer con usted. Quítese el abrigo, siéntese usted.
El señor Kutusov, que bajo el abrigo de piel negro llevaba un traje azul de confección barata y en los pies un calzado muy pesado, parecía estar muy furioso.
—En la actitud de su Ministerio, veo una acción hostil que no tengo otro remedio que comunicar a Moscú...
—Por favor, se lo suplico, señor Kutusov... Mi querido comisario Kutusov, no lo haga usted. ¡El Comité central me llenaría de reproches!
—¿Qué Comité?
—Del partido comunista francés, camarada comisario.
Soy miembro del partido. Le aseguro a usted que se trata única y exclusivamente de un malentendido, de un lamentable error...
—¿Que cinco mil ciudadanos soviéticos no hayan recibido el racionamiento que les pertenece? -El falso comisario rió sardónico- Un error, ¿eh? Es curioso, los súbditos ingleses y americanos en este país han recibido su racionamiento y mis súbditos que son los que han derrotado a los fascistas, no...
—No siga usted, camarada comisario, se lo ruego. Tiene usted razón en todo lo que dice... ¡Es imperdonable! ¡Pero lo más rápidamente posible vamos a solucionar este asunto!
—En nombre de la Unión Soviética exijo que nos sea entregado también el racionamiento de los meses pasados -declaró el comisario Kutusov.
—Desde luego, camarada comisario, desde luego...
Que los ciudadanos soviéticos en Francia no recibían su racionamiento en alcohol lo sabía Thomas Lieven por Zizi. Zizi era una encantadora pelirroja que trabajaba en París en una casa de mucho éxito. Thomas la conocía desde la guerra. Zizi amaba a Thomas. Durante la guerra, Thomas la había ayudado a que su amigo no fuera deportado a Alemania. Zizi le contó que su negocio prosperaba desde que los rusos habían llegado a la capital francesa. Eran, por así decirlo, parroquianos de su casa.
—¿Qué rusos? -preguntó Thomas.
—Pues la comisión que se aloja en el Crillon. Cinco individuos. Fuertes como osos. ¡Esos sí que son hombres!
Zizi informó que los cinco ciudadanos soviéticos estaban encantados de los síntomas de decadencia en el Occidente capitalista. Pero éste no era motivo de que descuidaran mucho su servicio. Habían de controlar a unos cinco mil ciudadanos soviéticos que vivían en Francia y animarles a volver a la patria. Pero esto lo hacían con rara frecuencia. Pasaban la mayor parte de su tiempo en casa de Zizi y en otras casas...
—Imagínate, ni siquiera se preocupan por el racionamiento de aguardiente -le dijo Zizi.
—¿Qué aguardiente?
Zizi se lo contó todo.
Thomas Lieven forjó un plan y ahora que Bastián y Kutusov habían llegado a París pensaba llevarlo a la práctica. Alrededor de tres mil hectolitros fueron transportados en camiones a una misteriosa refinería, en parte en ruinas, cerca del aeropuerto de Orly.
Thomas la había descubierto mientras esperaba la llegada de Bastián. Era propiedad de un colaboracionista que había emprendido la huida. En febrero del año 1946-hemos de tenerlo en cuenta al relatar esta historia-, la mayoría de los países europeos vivían todavía en plena confusión y desconcierto. ¡También Francia!
Ocho hombres emprendieron el trabajo en la fábrica. La producción corría de día y de noche. Y esos hombres bajo la dirección de monsieur Hauser fabricaban el conocido y amado pastis según la receta familiar que Thomas había obtenido de una dama negra en casa de Zizi:
Tómese para un litro de alcohol químicamente puro de noventa grados:
8 gramos de simiente de hinojo.
12» de hojas de melisa.
5» de anís de estrellas.
2» de cilantro.
5» de salvia.
8» de semillas de anís verde.
»Déjese reposar durante ocho días en un lugar oscuro. Antes de filtrarse añádanse diez gotas de esencia de anís. Finalmente rebájese con alcohol de cuarenta y cuatro grados...
El alcohol lo pagó Kutusov con el producto de la venta de las monedas de oro que había traído Bastián. Los amigos de Thomas pegaban a las botellas las etiquetas que éste había mandado imprimir en una pequeña imprenta...
Mientras la producción iba en aumento, visitó monsieur Hauser a un funcionario militar francés, un alto oficial de la Intendencia en el barrio parisiense de Latour-Mauborg. Este barrio estaba completamente ocupado por los militares, una ciudad en una ciudad.
El señor Hauser le propuso al señor Villard un bonito negocio:
—Tengo la materia prima, puedo producir Pastis. Sé que en sus comedores de oficiales apenas se encuentra esta mercancía. Mis precios son buenos.
—¿Precios buenos?
En fin, para aquella época en que escaseaba el alcohol, muy buenos. Hoy día los precios de Thomas Lieven, alias monsieur Hauser, serían considerados un tanto exagerados. Pedía, calculado el valor actual de la moneda, sesenta marcos, por una botella de pastis.
El oficial francés aceptó como si aquél fuera el negocio de su vida. Y esto es por demás comprensible si tenemos en cuenta que una botella de pastis costaba en el mercado negro cien marcos.
El negocio florecía.
¡Pero sobre todo, se desarrollaba a velocidad de vértigo! El señor Villard no sólo suministró las mesas de oficiales que él controlaba, sino que informó de la buena nueva a sus amigos y pronto los camiones empezaron el suministro del pastis Hauser a todas las cantinas militares en el país.
Y, en rigor, podemos decir: Thomas Lieven suministraba al Ejército francés. Y el Ejército francés pagaba al contado. Todo fue bien hasta el 7 de mayo de 1946. Entonces ocurrió una pequeña panne...
El 7 de mayo de 1946, hacia las 19 horas, se presentó el robusto jefe de la delegación soviética, el señor Andreiev S. Schenkov, en el apartamento del falso comisario Kutusov en el hotel Crillon y le exigió una explicación.
El señor Schenkov había decidido pocos días antes tomarse un poco más en serio sus obligaciones. Y tenía la intención de suministrar bebidas alcohólicas a sus cinco mil súbditos rusos. Pero en el Ministerio de Abastecimientos le informaron que el comisario Kutusov, que se alojaba en el hotel Crillon, había retirado ya la mercancía.
—¡Exijo una explicación! -gritó Schenkov en un francés con acento ruso-. ¿Quién es usted, caballero? ¡No le conozco! ¡Nunca en mi vida le he visto a usted! Mandaré que le detengan. Yo...
—¡Cierra el pico! -le gritó a su vez Kutusov en un ruso sin acento francés, y durante media hora habló en perfecto ruso con el camarada Schenkov y dijo todo aquello que le había instruido Thomas Lieven por si se presentaba la ocasión. Thomas había contado desde un principio con esta panne.
Media hora más tarde regresaba el camarada Andreiev S. Schenkov, pálido, aturdido y bañado en sudor a su habitación. Allí le esperaban sus amigos Tuschin, Bolkonski, Baleschev y Alpalitsch.
—Camaradas -gimió Schenkov, y se dejó caer en un sillón-, estamos perdidos.
—¿Perdidos?
—Prácticamente estamos ya en Siberia. Es horrible. Es horrendo. ¿Sabéis quién es Kutusov? Es el comisario que nos han mandado para que nos vigile. Tiene plenos poderes. Y lo sabe todo con respecto a nosotros.
—¿Todo? -gritó Bolkonski, horrorizado.
—Todo -asintió Schenkov, con voz sorda-. Cómo trabajamos aquí, lo que hemos hecho.
El horror se reflejó en los rostros de sus cuatro amigos.
—No queda otra solución, camaradas; hemos de ganarnos su amistad. Y trabajar como animales, de día y de noche. ¡Olvidemos a Zizi! ¡De las medias de nylon, de las conservas americanas y de los cigarrillos! Tal vez en este caso, Kutusov se apiade de nosotros...
Gracias a la certera visión de Thomas, pudo repararse esta panne y continuar floreciendo el negocio del pastis.
El 29 de mayo acompañaba un antiguo taxista llamado Kutusov, ahora un hombre muy feliz, puesto que disponía de mucho dinero, en su viejo Pontiac a nuestros dos amigos hasta Estrasburgo. Allí conocía Thomas, de sus tiempos de oficial francés, a unos amables aduaneros y a otros no menos amables aduaneros alemanes. Con ayuda de éstos no había de resultar difícil pasar de un país al otro las maletas que llevaban los señores Lieven y Fabre. Las maletas contenían los beneficios del negocio pastis.
—Y ahora a Inglaterra -dijo Thomas, sentado en el asiento posterior del coche-. A Inglaterra, Bastián, al país de la libertad... Mi club, mi bonito apartamento..., mi pequeño Banco... Ya verás cómo Inglaterra te va a gustar, amigo mío...
—¿No te expulsaron los ingleses en el año mil novecientos treinta y nueve?
—Sí -dijo Thomas-, por ese motivo hemos de pasar antes por Munich. Allí tengo a un amigo de la infancia que me ayudará a entrar de nuevo en Inglaterra.
—¿Qué amigo de infancia es?
—Un berlinés. Ahora es comandante americano. Redactor de un periódico. Se llama Kurt Westenhoff -dijo Thomas, sonriendo muy feliz-. Ay, Bastián, soy tan feliz... Han terminado todas las complicaciones. Empieza una nueva vida..., una nueva era...