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Hermosa y encantadora lectora, inteligente e ingenioso lector. En las páginas anteriores hemos sabido lo que le ocurrió a nuestro amigo entre mayo de 1939 y mayo de 1957.
Un círculo muy grande que abarca a muchos seres humanos, muchos países y muchas aventuras, una guerra mundial y una posguerra, acaba de cerrarse. Pero no ha terminado aún la historia de nuestro amigo.
¡No!
Y seguimos informando de lo que sucedió a continuación...
Thomas no volvió a ver a la hermosa Hélène hasta la hora del desayuno. La mujer estaba pálida y nerviosa. Tenía profundas ojeras bajo sus hermosos ojos.
—¿Me perdonas?
—Voy a intentarlo, hija mía -dijo el hombre.
—¿Y... y... trabajarás para nosotros?
—También esto voy a intentarlo.
La mujer lanzó un grito de alegría.
—Pero, claro está, impongo mis condiciones -dijo Thomas Lieven-. No quiero recibir órdenes de ti, ni tampoco de tu jefe, sino del primer hombre en el FBI.
—¿Edgar Hoover? -Y la mujer empezó a reír-. Es curioso. Precisamente es él quien tiene el mayor interés en hablar contigo. -Rióse la mujer-. Nuestra misión era llevarte fuera como fuere a Washington...
Sí, así es la vida.
El 23 de mayo de 1957 se encontraba Thomas Lieven en el restaurante del aeropuerto de Rhein Main. Estaba muy nervioso. Su reloj de repetición señalaba las seis y veinte minutos. A las siete menos cuarto partía el Superconstelation que había de llevarle a Nueva York. ¡Y aquel maldito agente llamado Faber no había hecho aún acto de presencia!
Cuando se despidió del coronel Herrick, en Zurich, éste le había dicho que le acompañaría el agente Faber.
—Faber le llevará a presencia de Hoover...
¡Y ese Faber sin aparecer! Thomas miraba furioso hacia la entrada del restaurante, en el aeropuerto.
En aquel momento entró una joven dama en el restaurante. Thomas emitió un quedo gemido, una cálida ola inundó todo su cuerpo.
La joven mujer se dirigió directamente donde él estaba. Llevaba un abrigo rojo, zapatos rojos y un sombrero rojo bajo el cual asomaba el cabello negro azulado. La boca de la joven mujer era grande y roja, los ojos eran grandes y negros. La piel de su rostro era muy blanca. Mientras su corazón latía más rápido qué nunca, se decía Thomas:
«No, no y no. ¡No puede ser, es imposible! Chantal se acerca a mí, mi buena y difunta Chantal, la única mujer a la que he amado en mi vida. Se acerca a mí y me sonríe. Oh, Dios, pero si está muerta, si la mataron en Marsella...»
La joven mujer se acercó a su mesa. Thomas notó cómo el sudor le resbalaba por la espalda, cuando se puso en pie tambaleándose.
Allí estaba. Al alcance de su mano.
—Chantal... -gimió.
—Hola, Thomas Lieven -dijo la joven mujer, con voz ronca y baja-. ¿Cómo está usted?
—Chantal... -gimió por segunda vez.
—¿Qué dice usted?
El hombre respiró a fondo. No, no era ella. No podía serlo. Qué estupidez. Era más baja. Más delicada. Joven. Un par de años más joven. Pero el parecido, ese sorprendente parecido...
—¿Quién es usted? -preguntó haciendo un esfuerzo.
—Me llamo Pamela Faber. Vuelo con usted. Perdone el retraso, mi coche tuvo una avería.
—¿Usted..., usted se llama Faber? -Todo giraba en torno a Thomas Lieven-. ¡Pero si el coronel Herrick me habló de un hombre!
—El coronel Herrick no me conoce. Le hablaron de un agente y entonces, claro está, creyó que se trataba de un hombre. -Esbozó una amplia sonrisa-. Vamos, señor Lieven. Nuestro avión nos espera.
Se la quedó mirando como si fuera una aparición. Y, en efecto, Pamela Faber era como una aparición. Un dulce y melancólico recuerdo del mundo de los muertos...
A seis mil metros sobre el Atlántico hablaron, en voz baja, muy íntimos, casi durante toda la noche.
Pamela puso sentimental a Thomas. ¿Por qué aquella mujer le emocionaba tanto? ¿Sólo por el hecho de parecerse a Chantal? ¿Qué le proporcionaba aquella sensación de conocer a la mujer desde hacía tantos años y estar ligado a ella desde hacía una eternidad?
Pamela le dijo que era hija de padres alemanes, pero que había nacido en Estados Unidos. Desde el año 1950 trabajaba para el servicio secreto americano. ¿Por qué? Pamela se encogió de hombros.
—Sobre todo por ansias de aventura. Mis padres habían muerto. Deseaba viajar, conocer nuevos países, vivir la vida.
Y Thomas se dijo:
«Vivir la vida. Conocer nuevos países. Los padres han muerto. Eso mismo hubiese contestado Chantal, si le hubiesen preguntado por qué motivo había comenzado la vida de aventurera. Chantal, ay, Chantal. ¿Por qué, diablos, aquella mujer había de parecerse tanto y tanto a Chantal?»
—Pero, mire usted, estoy harta de esta vida. Ésta no es una vida para mí, creo que me he equivocado. O tal vez sea ya demasiado vieja.
—¿Qué edad tiene usted?
—Treinta y dos.
—Dios santo -exclamó Thomas Lieven, y recordó que había cumplido ya los cuarenta y ocho.
—Me gustaría poner fin a esta clase de vida. Me gustaría casarme. Me gustaría tener hijos. Me gustaría tener un pequeño hogar. Y cocinar para mi familia...
—¿Le gusta cocinar a usted? -preguntó Thomas.
—¡Ésta es mi pasión! ¿Por qué me mira usted así, señor Lieven?
—Hum, nada..., nada...
—Pero los servicios secretos describen un círculo diabólico del que no podemos escapar. Nunca podemos poner fin a nuestras actividades... Nunca. Ni usted ni yo. A nadie le es permitido...