7
—... Mark asintió con un movimiento de cabeza y dijo: «Puntual al minuto, Morris» -relató el jefe del FBI, Edgar Hoover, a Thomas Lieven, que le escuchaba con gran atención.
Pamela Faber se sentaba muy seria a su lado. Los tres fumaban y tomaban café y coñac francés. Antes habían comido el pavo relleno.
Hoover se encendió un puro largo y grueso, exhaló una bocanada de humo azulado y dijo:
—Permítame que prosiga. Morris y Mark no congeniaban. Desde el primer momento se sintieron animados por una gran antipatía mutua. Pero habían de colaborar...
Sí, no les quedaba otro remedio que colaborar muy estrecha e íntimamente. Aquella tarde, Mark le entregó a Morris dinero, una clave y le dio instrucciones de abrir un estudio fotográfico para que las autoridades no se extrañaran de dónde sacaba el dinero para vivir. Luego le indicó Mark dónde y de qué modo Morris había de depositar y recoger sus mensajes secretos.
Estos mensajes -microfilms no mayores que la cabeza de un alfiler- habían de ser ocultados en monedas, viejos pañuelos de papel y cortezas de naranja. Con ayuda de unas diminutas placas magnéticas podían pegarse bajo los bancos, aparatos de teléfonos públicos, cubos de la basura o buzones.
—El trabajo funcionó a la perfección -informó Hoover-. Y como he dicho, Morris no aguantaba a Mark, pero trabajaba para éste como el mejor de todos.
—¿Qué encargos recibía Morris?
—Desgraciadamente, muy importantes -gimió Hoover-. Después de todo lo que Morris ha contado en París, no debemos dejarnos llevar por las ilusiones. ¡Los soviets tienen que agradecerle a la Organización Mark unos conocimientos muy importantes! Morris, por ejemplo, según sus propias declaraciones, espió en el centro de proyectiles dirigidos en New Hyde Park.
—¿Y nunca ocurrió un incidente? -preguntó Thomas.
—Sí, una vez. Y ese incidente ha dado la prueba de que Morris no miente en sus declaraciones. Ésta es la prueba. -Hoover depositó una moneda de cinco centavos sobre la mesa delante de Thomas-. Cójala y déjela caer al suelo.
Thomas cogió la moneda y la dejó caer. Se partió en dos. La moneda había sido vaciada por dentro. En el fondo de una de las dos partes había pegado un microfilm.
—Esta película -dijo Hoover- contiene un mensaje en clave despachado por Mark. Desde hace cuatro años los cerebros más inteligentes del FBI tratan de descifrar este mensaje... en vano.
—¿Cómo llegó esta moneda a su poder? -preguntó Thomas.
—Por pura casualidad -explicó Edgar Hoover-. Un joven vendedor de periódicos llamado James Bozart la encontró en 1953...
Un caluroso atardecer del verano del año 1953, corría el joven vendedor de periódicos llamado James Bozart, un muchacho con cara de pecas, por el vestíbulo de una gran casa de apartamentos en el barrio de Brooklyn en la ciudad de Nueva York.
¡Bummms!
Cayó cuan largo era y todo el dinero le saltó de los bolsillos. ¡Mala pata! James lanzó una maldición en voz baja y se puso a recoger las monedas. Y de pronto cogió en sus manos una moneda de cinco centavos que tenía un tacto extraño..., muy raro...
James la giró repetidas veces entre sus dedos e, inesperadamente, la moneda se partió en dos. Por el lado interior de una de las dos partes vio James un puntito negro. ¡Vaya! Hacía pocos días James había visto una película de espionaje. En la película habían ocultado microfilms en cajetillas de cigarrillos. ¿Se trataba acaso de un microfilm?
James Bozart -la nación americana le debe hoy agradecimiento eterno- llevó su hallazgo a la comisaría de policía más cercana. El jefe del puesto se burló del muchacho, pero el sargento Levon dijo:
—Será mejor que mandemos eso al FBI. ¡Quién sabe, a lo mejor aparecemos todos nosotros en los periódicos!
Ninguno de ellos apareció en los periódicos... por aquellos días. Pero dos agentes del FBI visitaron al muchacho en su casa. Le interrogaron. ¿Dónde había caído al suelo?
En el vestíbulo de la casa número 252 en Fulton Street. Una gigantesca casa de apartamentos. Los locales de la planta baja eran tiendas. En la primera y segunda planta había despachos. En los pisos superiores vivían solteros, artistas y pequeños empleados.
Los agentes del FBI investigaron a todos los habitantes de la casa. No averiguaron nada.
Pasaron años. No lograron descifrar el mensaje en el microfilm.
—Durante esos años -dijo Edgar Hoover en su finca de Maryland-, Morris fue hundiéndose cada vez más y más. Cuando conoció a Dunia Melanin, la situación empeoró muy considerablemente para él. Mark debió mandar un informe a Moscú puesto que, de pronto, Morris fue llamado a la patria. En París se presentó en la Embajada americana y contó lo que sabía después de solicitar nuestra protección.
—A pesar de todo, tengo la impresión de que el hombre no ha dicho gran cosa -dijo Thomas.
—No ha dicho gran cosa -repitió Hoover-, pero sí lo suficiente, A pesar de que el misterioso Mark hizo lo imposible para ocultar a Morris dónde vivía..., Morris logró seguirle por dos veces en secreto. Y según las declaraciones de Morris..., ¿sabe dónde vive el señor Mark?
—Pues, sospecho que en el número 252 de la Fulton Street.
—Exacto. En la casa en donde el joven James Bozart hace cuatro años encontró la moneda...
Durante un rato se hizo el silencio en la habitación. Thomas se puso en pie y se acercó a la ventana.
Edgar Hoover dijo:
—Mis agentes, entre ellos la señorita Faber, han hecho averiguaciones con respecto a cada uno de los habitantes de la casa. La descripción que dio Morris de Mark se corresponde exactamente con el inquilino más apreciado. Es pintor. Vive en el ático, bajo el tejado. Se llama Goldfuss. Emil Robert Goldfuss. Ciudadano americano. Desde el año 1948 residente en el número 252 de Fulton Street. Cuente usted, señorita Faber.
Pamela dijo:
—Desde hace semanas seguimos todos los pasos de Goldfuss. Intervienen en el caso una docena de coches del FBI con aparatos de radar, radio y televisión. Goldfuss no puede dar un solo paso sin que sea vigilado por nuestros hombres. Resultado: nulo.
—Eso no lo entiendo -dijo Thomas-. Si en verdad sospechan de que es un espía, ¿por qué no le detienen ustedes?
Pamela denegó con un movimiento de cabeza:
—No estamos en Europa, señor Lieven.
—En Estados Unidos -explicó Hoover-, un hombre sólo puede ser detenido, cuando «sin dudas de ninguna clase» ha cometido una acción ilegal. Y sólo entonces el juez puede extender la orden de arresto. Tenemos la sospecha de que Goldfuss es un espía. Pero, ¿pruebas? No, no tenemos pruebas. Y mientras no tengamos pruebas, ningún juez en este país extenderá la orden de arresto contra ese hombre.
—¿Y Morris?
—Morris ha prestado una declaración confidencial. Por temor a lo que pueda ser de su familia en Rusia, en ninguno de los casos declarará públicamente contra Goldfuss.
—¿Han registrado su casa?
—Podríamos hacerlo aprovechando una ausencia de Goldfuss. Y estoy seguro de que entonces encontraríamos una emisora de onda corta y muchas otras cosas que demuestran que es un espía. Pero en este caso jamás podríamos condenar a Goldfuss.
—¿Por qué no?
—Sus defensores exigirían que nuestros agentes declararan bajo juramento de dónde ha partido la denuncia..., y el juez podría ordenar que ninguna de las pruebas halladas pudiera ser presentada contra el acusado,
—En fin, ¿qué posibilidades existen, pues, de apresar a ese míster Goldfus?
Edgar Hoover sonrió muy amablemente:
—Esto es lo que nosotros le preguntamos a usted, señor Lieven. Por este motivo hemos mandado venir... al viejo amigo de la señora Dunia Melanin.