9
—¿Sabe lo que se merece usted? Una buena paliza -gritó Thomas.
Con la respiración entrecortada se enfrentaba aquella noche, en el pequeño apartamento de Pamela, a la mujer, que llevaba una bata negra y, al parecer, muy poco debajo.
—¿Cómo se le ha ocurrido a usted ir al local de Roganoff?
—Tengo el derecho de ir al local de Roganoff siempre que así me plazca.
—¡Pero no cuando yo esté allí!
—¡No lo sabía! -gritó esta vez también la mujer.
—¡Lo sabía usted muy bien!
—¡Está bien, lo sabía!
—¿Por qué, pues, fue allí?
—Porque quería conocer a Dunia, la dulce palomita.
Thomas se la quedó mirando boquiabierto.
—¿Y para eso pone en peligro toda nuestra acción?
—¡No me chille usted! ¡Debe estar terriblemente enamorado de esa dama!
—¡Cierre el pico o le pego!
—¡Atrévase!
—¡Espera! -gritó, y se abalanzó sobre la mujer.
Pero, Pamela, con una hábil llave de jiu-jitsu, le mandó volando sobre la alfombra. La mujer rió y se alejó corriendo. Rápidamente Thomas se puso en pie y corrió detrás de la mujer. Le dio alcance en el dormitorio. Se entabló un pequeño combate de lucha libre. Finalmente los dos cayeron sobre la cama.
Se abrió la bata. En efecto, Pamela llevaba muy poco debajo. La mujer gritaba, pegaba y mordía.
«Como Chantal», se dijo Thomas, aturdido, mientras la sangre golpeaba fuertemente contra sus sienes como cuando había estado con Chantal... Sus labios se posaron en los de la mujer. Ella le mordió. Luego se entreabrieron los labios de la mujer y se hicieron dulces y suaves. Se abrazaron. Y ambos se dejaron llevar por el aturdimiento de su primer beso. Todo se hizo borroso ante los ojos de Thomas Lieven y el tiempo perdió su valor.
Cuando volvió en sí vio dos ojos llenos de amor, fijos en él.
Pamela susurró:
Estaba tan celosa..., tan terriblemente celosa de tu rusa...
De pronto descubrió Thomas algo en el brazo de Pamela. Vio las señales de una vacuna. Palideció. Y tartamudeó...
—La vacuna...
Pamela, que iba a besarle, se lo quedó mirando, sorprendida.
—¿Qué te ocurre?
—La vacuna -repitió Thomas con expresión estúpida.
—¿Te has vuelto loco?
Thomas la miraba con expresión ausente:
—Goldfuss sabe que está en peligro. Intentará abandonar América y regresar a Rusia. Todos los que van a Europa tienen que vacunarse. La ley lo ordena. Y cuando van a casa del médico han de presentar su partida de nacimiento para que éste anote el número... -Thomas se fue excitando por momentos-. La partida de nacimiento y no el pasaporte...; su pasaporte falso es un pasaporte falso perfecto..., auténtico..., pero, ¿será auténtica también su partida de nacimiento?
Pamela palideció.
—Te has vuelto loco..., completamente loco.
—¡En absoluto! Si Goldfuss presenta una partida de nacimiento falsa «falsa», y Dios quiera que así sea, entonces, por fin, le podremos acusar de una acción ilegal..., arrestarle..., y registrar su casa...
—¡Thomas!
—No me interrumpas ahora. ¿Cuántos médicos hay en Nueva York?
—Dios santo, ¿y yo qué sé? ¡Diez mil por lo menos!
—No importa -dijo Thomas Lieven mientras Pamela le miraba defraudada. Golpeó furioso sobre la cama-. ¡Y aun cuando tengan que intervenir en esta acción todos los agentes del FBI! ¡Y aun cuando todos ellos pierdan el juicio en esta acción! ¡Hemos de intentarlo!