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El 24 de agosto de 1957 se presentó un tal Peter Scheuner al director de la cárcel preventiva de Nueva York. Llevaba una autorización para hablar a solas con Rudolf Ivanovitch Abel. El director en persona acompañó a aquél, sin duda alguna Very Important Person, a través de numerosos corredores hasta el locutorio. Por el camino le contó que el espía soviético se había ganado la simpatía de todos allí.
—Los rojos son tratados muy mal en las cárceles por sus propios compañeros. ¡Pero ese Abel, no! Lo repito, se hace querer por todo el mundo. Toca música para los presos, les hace comedias, ha inventado un nuevo sistema de comunicaciones...
—¿Un qué...?
El director rió cohibido:
—En fin, ya sabe usted cómo se comunican los presos de una celda a otra.
—Sí, dando golpecitos a la pared -dijo Thomas, recordando con melancolía los días que él mismo había estado en la cárcel.
—Pues les ha enseñado a los presos un sistema nuevo y mejor que funciona cien veces más rápido.
—¿Cómo...?
—No se lo voy a descubrir. Sólo le diré una cosa: ¡por la conducción eléctrica!
—¡Diablos! -exclamó Thomas, y enarcó las cejas.
«En esta vida encontramos a los mejores socios cuando ya no tenemos necesidad de ellos», se dijo Thomas.
Había llegado al locutorio. Entraron. Detrás de una red metálica estaba vestido muy elegante Rudolf Ivanovitch Abel. Miró con expresión muy grave a su visitante. El director hizo una señal al guardián que estaba en la sala. Se retiraron.
Separados por la red metálica se enfrentaron allí Thomas Lieven y el agente soviético Abel. Durante largo rato se miraron en silencio. Luego, Thomas Lieven empezó a hablar...
No sabemos lo que dijo. No sabemos tampoco lo que le contestó Abel. Abel nunca lo ha mencionado con una sola palabra y también Thomas ha mantenido en férreo secreto esta conversación. La entrevista duró cuarenta y nueve minutos.
El 26 de septiembre de 1957 comenzó el proceso contra Rudolf Ivanovitch Abel. La presidencia del tribunal la ostentaba el juez Mortimer Byers. Las sesiones fueron publicadas en su mayor parte.
Hábilmente se había asegurado Abel la ayuda de uno de los mejores abogados de América. Cuando le invitaron a elegir a un defensor, dijo:
—No tengo dinero. Los tres mil quinientos cuarenta y cinco dólares que encontraron en mi poder no me pertenecen. Y no puedo exigir que me defiendan gratuitamente. Ruego, por lo tanto, al tribunal, elija al abogado de turno.
En un Estado jurídico como América, significaba esto que las autoridades habían de elegir a un abogado que en ningún momento pudiera hacerse sospechoso de simpatías comunistas y que, además, fuera una lumbrera como abogado defensor..., ¡un hombre como James B. Donovan!
El proceso se convirtió en un caso único. El acusado disfrutaba de libertad de movimientos en la cárcel preventiva, podía almorzar con los jurados en la cantina y recibir a los periodistas. Por otro lado, ordenó el juez Byers:
—Ninguno de los treinta y ocho testigos está autorizado a entrar en la sala antes de haber prestado su declaración.
Pero la mayoría de los treinta y ocho testigos no tenían necesidad de entrar en la sala para seguir el proceso, ya que podían seguir al detalle la marcha del mismo por los periódicos...
Por motivos de seguridad se ordenó igualmente que los agentes del FBI y otras personas que pudieran correr peligro se presentaran en el estrado de los testigos con la cara cubierta. Usaban una capucha con agujeros para los ojos y la boca y daban la impresión de ser unos delegados del Ku-Klux-Klan.
También Thomas Lieven se presentó con este atuendo y un número sobre el pecho.
Publicamos un extracto del interrogatorio:
BYERS: -Número 17, usted estaba presente cuando fue detenido el señor Abel. Relátenos su comportamiento.
NÚMERO 17: -El señor Abel, en todo momento, se mostró muy sereno. Sólo durante el registro de su casa se puso histérico.
BYERS: -¿Por qué?
NÚMERO 17: -Porque en el apartamento contiguo empezó a tocar una radio. Cantaba Elvis Presley. El señor Abel se tapó los oídos con las manos y dijo, textualmente: «¡Eso es el peor veneno que hay para los nervios! ¡Ese muchacho es el mayor culpable de que yo quiera regresar a Rusia!»
Risas.
BYERS: -¡Silencio! Número 17, habló usted con los inquilinos de la casa. ¿ Qué opinión les merecía a todos ellos el señor Abel?
NÚMERO 17: -La mejor que cabe imaginarse. Todos le tenían en gran aprecio. A muchos de ellos les pintó su retrato..., también a unos agentes del FBI que tenían montada una oficina en la casa.
Rumores.
BYERS: -¿Hizo el retrato de unos agentes del FBI?
NÚMERO 17: -De una media docena de ellos. Es un hombre de grandes talentos.
BYERS: -Del protocolo se desprende que la emisora de onda corta que tenía Abel en su casa no estaba escondida, sino a la vista de todo el mundo.
NÚMERO 17: -Esto se corresponde con la verdad, señoría.
BYERS: -¿Y no llamó esto la atención de los agentes del FBI?
NÚMERO 17: -Sí, y algunos de ellos le pidieron les explicara su funcionamiento. Tenían a Abel por un aficionado. En cierta ocasión incluso el aparato empezó a funcionar cuando Abel estaba pintando el retrato de un agente del FBI. Abel respondió a la llamada. «¿Quién era?», preguntó el agente. «¿Y quién cree usted que pueda ser? Pues Moscú.»
Risas.
BYERS: -Si se repite esta escena, mando desalojar la sala. Número 17, fue usted quien puso en seguridad los pañuelos de papel en donde se ocultaban unos microfilms. Uno de estos microfilms contenía la clave. ¿Logró usted descifrar los mensajes que el acusado mandó poco antes de ser detenido y que había anotado en grupos de cuatro cifras?
NÚMERO 17: -Sí, Señoría, los descifré.
BYERS: -¿Qué mensaje transmitían?
NÚMERO 17: (leyendo una hoja de papel): -«Les felicitamos por sus hermosos conejos. No se olviden de la partitura de Beethoven. Fume la pipa, pero sostenga el libro rojo en la mano derecha.»
BYERS: -¡Pero ése no es el texto definitivo!
NÚMERO 17: -No, no lo es, Señoría. Abel parece haber puesto por dos veces en clave su mensaje.
BYERS: -¿Y la segunda clave?
NÚMERO 17: -Desgraciadamente, jamás ha sido encontrada, Señoría.
Risas. Rumores. El juez Byers mandó desalojar la sala. La sesión fue interrumpida a las 11.45 horas...
El proceso duró casi cuatro semanas. Luego les tocó el turno a los jurados pronunciar su veredicto. Deliberaron durante muchas horas. El público y los periodistas estaban cada vez más nerviosos e inquietos. ¿Por qué tantas deliberaciones?
A las 19.45 horas del 23 de octubre regresaron los jurados a la sala. Se hizo un silencio de muerte. Todos los presentes se pusieron en pie cuando el juez Byers preguntó:
—Señor presidente del jurado, ¿han fallado veredicto?
—Sí, Señoría.
—¿Qué han decidido ustedes?
—Nuestra decisión unánime es que el acusado es culpable en el sentido de la acusación.
Rudolf Ivanovitch Abel no movió un solo músculo de su cara.
El 15 de noviembre fue anunciada la sentencia: treinta años de prisión y dos mil dólares de multa.
¿Treinta años y dos mil dólares para el espía ruso más peligroso de todos los tiempos? ¿Cómo era posible una cosa así? Una nación entera no lograba salir de su asombro..., pero sólo durante un par de días. Y, luego, el caso Abel, como todo en este mundo, pasó al olvido...
En el momento en que mandamos estas líneas a la imprenta, verano del año 1960, la historia mundial, por así decirlo, nos ha dado alcance y los temores de nuestro amigo Thomas Lieven se han cumplido. Tenemos que hacer referencia al hecho en cuestión, ya que, en caso contrario, la historia de Abel seria incompleta.
El 1 de mayo de 1960 cayó en manos de los rusos, cerca de la ciudad soviética de Sverlovsk, un avión de reconocimiento americano del tipo U-2.
«Avión americano abatido por un cohete ruso...», rezaban los titulares de los periódicos.
El piloto del avión respondía al nombre de Francis G. Powers, treinta años de edad, casado, ciudadano del Estado americano de Virginia. El incidente ocurrió en un momento de grave tensión internacional, poco antes de comenzar la llamada Conferencia Cumbre, en París en la que Eisenhower, Kruschev, Macmillan y De Gaulle querían hablar de la paz mundial. El incidente fue un bienvenido pretexto para los rusos para sus fines propagandísticos.
El piloto fue llevado a Moscú ante un tribunal militar. Los rusos organizaron un grandioso espectáculo. El fiscal general Rudenko, antiguo fiscal general ruso en Nuremberg, declaró:
—No solamente comparece el aviador Powers ante el tribunal, sino con el todo el Gobierno norteamericano, que es el verdadero inspirador y organizador de este crimen.
A pesar de todas sus acusaciones, el fiscal general se mostró mucho más condescendiente al final de su largo discurso: -... no voy a insistir en una condena a muerte. Rudenko solicitó una reclusión de quince años y el tribunal la redujo a diez años...
El espía soviético Abel, condenado a treinta años, dejaba en la Unión Soviética a su esposa, una hija y un hijo de menor edad. No les fue autorizado asistir al proceso. La esposa del piloto Powers, por el contrario, sus padres y su suegra recibieron el visado de entrada ruso y durante el proceso se instalaron en un edificio contiguo al Palacio de Justicia, en Moscú.
Oliver Powers, el padre del acusado, un modesto zapatero, declaró ante los periodistas:
—Confío que Kruschev será benevolente con mi pobre hijo. Él mismo perdió a un hijo en la guerra contra los alemanes, en la que luchamos hombro a hombro con los rusos. Y, en todo caso, siempre cabe la posibilidad de intercambiarlo por algún espía ruso detenido en Estados Unidos. Me refiero concretamente al agente Abel...