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1 noviembre de 1958. Stop. 09.45 horas. Stop. Schweizer Druck und Verlagshaus le encargaba, después lectura su informe, firmar contrato u opción sobre derechos autor. Stop. Permanezca todo el tiempo necesario. Stop. Mil dólares transferidos. Stop. Meyer. Schweizer Druck und Verlagshaus.
Permanecí en Norteamérica hasta el 2 de enero de 1959. Cuando emprendí el vuelo de regreso, llevaba en mi equipaje dieciséis cintas magnetofónicas grabadas por los dos lados.
Cuando emprendí el vuelo, llevaba conmigo la historia de una vida ejemplar: las aventuras y las recetas del agente secreto Thomas Lieven.
Se comprende y se me perdonará que el hombre que me contó su vida no se llama ni Roger Thompson, ni Thomas Lieven y que silencie el nombre de la ciudad en donde hoy reside en compañía de su bella esposa. Su restaurante lo compró con el dinero que obtuvo de la operación con las acciones DESU, de la cual hablamos al principio de este libro. El empréstito del suizo Pierre Muerrli le trajo suerte a Thomas. Ya en el verano del año 1958 se trasladó Pamela por su encargo a Zurich y le devolvió al señor Muerrli los setecientos diecisiete mil ochocientos cincuenta francos, sacó las acciones de la caja fuerte del Banco, las rompió en pedazos y las echó en el retrete del cuarto de baño en su hotel. Todos habían ganado, nadie había salido perjudicado, tal como había predicho Thomas Lieven. Y nadie se había dado cuenta de la verdad de las cosas.
Roger Thompson y su esposa estaban en la terraza del aeropuerto, mientras mi avión corría cada vez más rápido y rápido por la pista de despegue en dirección a lejanos horizontes, el Atlántico y el Viejo Mundo. Y, de pronto, me sentí dominado por una profunda melancolía. Mucha suerte, Pamela, mucha suerte, Roger, mucha suerte a los dos...
He relatado lo que me contaron. Confío estaréis contentos. Los últimos metros de la cinta están en el magnetófono. Thomas Lieven habla, y termino mi historia con sus palabras:
«-Durante toda mi vida he recelado de las palabras grandilocuentes y de los grandes héroes. Tampoco he amado los himnos nacionales, los uniformes y los llamados hombres fuertes.
»Mi viejo amigo Bastián ha aterrizado de nuevo en Marsella. Vive bien. Trabaja como jefe de descarga en el muelle. Se relaciona con muchas personas: con chinos y alemanas, con franceses, corsos y árabes. Les aprecia a todos ellos y ellos le aprecian a él. Dicen: «Es un muchacho estupendo con el cual se puede conversar de un modo sensato.»
»En mi pequeño restaurante me relaciono igualmente con muchas personas: blancos, amarillos y negros. Entre mis clientes los hay también judíos y cristianos, y también un par de mahometanos e incluso budistas.
«Confío que pronto llegará el día en que todos los seres humanos podrán vivir en paz y armonía como los amigos de Bastián y los clientes de mi pequeño local.
»"Sensato", dicen los obreros de mi amigo Bastián. Creo que usando de nuestro sentido común podemos llegar muy lejos. Dios nos ha dado a todos nosotros la facultad de pensar. ¿Por qué no dedicarnos durante algún tiempo a creer menos y pensar un poco más? Las consecuencias serían maravillosas. Entonces no habría guerras. Son los hombres los que provocan las guerras y, por tanto, son también ellos los que las pueden evitar.
»Y, por todo ello, brindo por la sensatez humana. Que nos proteja a todos nosotros, negros, amarillos y blancos. Ojalá nos saque de este valle de sombras y de temores y nos conduzca a un paraíso lleno de paz y de alegría.