El País de los Aromas
Diego, atormentado por la sed, bebía del odre un agua que olía a boñiga de camello y sentía náuseas y vértigos. El aire se incendiaba y los escasos arbustos se teñían de un rojo cárdeno.
«¿Qué demencia me ha lanzado a estos desiertos de fuego?», se preguntaba.
El chasquido de las chicharras y las moscas lo martirizaban, mientras cruzaban un paisaje donde el sol abrasaba los guijarros y las arenas interminables. Sólo de vez en cuando aparecía una lengua del río, un oasis o una noria donde descansar y aplacar el agarrotamiento de sus miembros. Blanxart, preocupado con unos salteadores que los habían seguido desde Alejandría, ordenó detenerse bajo un palmeral donde comieron granadas para mitigar la sequedad de la boca. En secreto, el Cargol dictó una orden por la que variaba el rumbo, ante el estupor de Diego, que temió por sus vidas. Un horizonte de campos de labor se esparcían entre los siete brazos del delta del Nilo.
—Abandonaremos este camino y atajaremos por al-Qahira, El Cairo, aunque lo lamenten nuestras posaderas. Tenemos que despistar a esos condenados —informó, y espoleando los rezongones camellos, reemprendieron la marcha.
—¿Algún peligro inesperado, Jacint? —dijo sin disimular su angustia.
—Sólo precaución, Diego. Son ya muchas las expediciones que he realizado al reino de Aksum y desconfío hasta de mi sombra. Este lugar de Satanás está infectado de ladrones y con la carga que llevamos no podemos concederles ventajas. Esos desalmados que nos siguen nos aguardarán en las dunas de Rhasid para sorprendernos y ahogarnos en sus ciénagas o en algún brazo del río, aunque se llevarán un chasco. En El Cairo nos uniremos a alguna caravana de las que trafican con sal y bajo su amparo llegaremos sanos y salvos a Sukmah, en el mar Rojo. No temas nada.
Diego pensó que la aventura les reservaba más de un azaroso lance.
Divisaron aldeas calcinadas por el sol, malezas pardas, colinas coronadas de rocas y valles bañados por la luna. Hubieron de atravesar en barcazas los canales del río y el aragonés descubrió un exótico mundo de feraces sembrados y bancales floridos, alimentados por los ramales del Nilo. Los plataneros, las acacias, las palmeras y sicómoros despuntaban tras las casuchas de los campesinos y los palacios de los señores mamelucos. Una suave brisa acariciaba los juncos, los mirtos, los lotos blancos e índigos y los nenúfares que crecían en las orillas de los ribazos. Ibis rosados y grises zoritas cruzaban bajo un cielo azul añil, surcado de vuelos alocados. Al atardecer del día siguiente, al otro lado del Nilo, cárdena como el cobre, surgió entre el polvo caliginoso la imposta de al-Qarhira, la Victoriosa, la capital de los fatimíes, ahora sede de los mamelucos turcos.
—Ahí tienes El Cairo, Diego —le informó Jacint—. Edificada con las piedras que robaron de la faraónica Menfis. Se halla regida desde hace cien años por los belicosos mamelucos, esclavos de los sultanes ayubíes. Ahora son los temidos dueños de un imperio que abarca Egipto, Siria y Palestina. Debemos tener cuidado con ellos, pues son crueles como lobos hambrientos.
—¡Por las espinas de la Pasión! Parece un crisol de oro en medio de las arenas —contestó Diego, que se detuvo en su contemplación, desdeñando su desfallecimiento y el agudo dolor de sus articulaciones. La ciudad le pareció un espejismo por su hermosura.
—Y en el horizonte se perciben las míticas pirámides de Giza, los templos de la eternidad o al-Ahram, que aquí llaman de Kafra, Menkaura y Kufu[6], prodigios de la arquitectura egipcia —lo ilustró el catalán con su apabullante saber.
Diego detuvo la cabalgadura para absorber la opulencia y los rumores de la ciudad.
Los almuecines congregaban a los creyentes con sus llamadas a la oración, y un bisbiseo de plegarias se elevaba por encima de las bolas doradas y las medias lunas de los alminares, como si una nube de plegarias envolviera en un vasto abrazo el alma de sus moradores. Cientos de esquifes de velas blancas se desplazaban por las aguas del Nilo como luciérnagas silenciosas. El calor era bochornoso, pero un perfume a arrayanes y jazmines aromatizó sus sentidos. Fustigaron a las recuas y penetraron en la urbe por el camino de Sakkara, mezclándose con la marea humana y las caravanas. Los griegos y coptos habían sido absorbidos por los musulmanes, y no se apreciaba otro indumento en sus trepidantes callejas que las ziharas rayadas, los gorros o tarbush rojos, los cadíes de turbantes cónicos, y las recatadas mujeres con la cara cubierta por yabrah negros.
Sortearon el arrabal mameluco de Bulak, para evitar malos encuentros con los mercenarios del sultán, y transitaron bajo las laderas del Alcázar de la Montaña, el palacio de Saladino; luego bordearon la grandiosa mezquita de Hasan, con sus minaretes recortados como estiletes en el horizonte escarlata. De ella salían decenas de estudiantes y ulemas o doctores del Corán, con las esterillas y manuscritos bajo el brazo y unos turbantes estrambóticos que cubrían sus cráneos rapados. Los extranjeros pernoctaron en el harrah de los comerciantes, conocido como El brocal de José, un meandro de callejuelas angostas donde bullían los mercaderes y las incitantes rameras persas, rodeado de papiros y nelumbos en los que se posaban bandadas de jilgueros. Centenares de camellos, caballos y asnos espantaban moscas con los rabos, mientras rumiaban paja y lamían bolas de sal, tirados en los cobertizos.
El príncipe Yekuno pasaba inadvertido entre el tropel de arrieros y mercachifles, ante el beneplácito de Blanxart, que no le perdía ojo. Diego se acercó al asustadizo zagal y en su árabe elemental trató de consolarlo, ganándose su confianza, pues era un joven atemorizado, que precisaba del aliento de la amistad. Tras asearse en un lebrillo las llagas de las manos y las ingles doloridas por la joroba del camello, apenas si pudo tragar el guisado de cordero y se echó sobre las sacas, por las que trepaban arañas como puños y algún desorientado escorpión, donde se adormeció.
Sin quererlo, sospechó que Isabella, en la seguridad de la casa de los Santángel, tal vez auscultara el cielo zaragozano en aquel preciso momento junto a su primo Nicolás, y la evocó con añoranza, ajeno a su nuevo derrotero.
«Me reconfortaré amándote a través de los astros, amada mía».
Se despertó con el centelleo de las negras pupilas del príncipe Yekuno, que lo miraban ora con insolencia, ora con ingenuidad.
—¿Cómo ha dormido el extranjero de mirada acogedora? —le dijo.
—Estoy deslomado pero vivo, jovencito, que no es poco en estas tierras.
—Quiero que me cuentes cosas de tu tierra, de tu rey, del Papa de Roma y del agua infinita que separa a nuestros pueblos. ¿Lo harás?
—Largo será el camino y oirás de mí historias que a mí me narraba un monje de buen corazón, muy lejos de aquí. Te lo prometo —le aseguró Galaz.
Retumbó la orden ronca de Blanxart y la cuadrilla se puso en pie.
Diego se compró un cántaro de vino dulce de Ayos para el camino. ¿Era una sensación que el Cargol estaba preocupado por la partida? El catalán gritaba y ordenaba que no perdieran de vista al príncipe, quien al parecer se había escabullido por el caravasar. Salieron entre los gritos de los acemileros de los caravasares cairotas, unos con derrotero a la reina del desierto sahariano, Tombuctú, donde se intercambiaba el sándalo y la pimienta por el marfil y los esclavos de Guinea; y otros hacia la legendaria Tash-Kurgan, «La Torre de Piedra», en las mesetas iraníes, punto de arribada de los tratantes chinos que negociaban sus mercancías, la seda, la porcelana y el vidrio, por los tapices de Samarcanda y Jurasán, el incienso de Arabia y el oro del Sudán. Diego percibía en sus sentidos el aroma de efluvios ignorados para él, el sorgo, la cúrcuma, el ámbar gris, el ñame, la malagueta o la mirra, que pasaban ante sí en una sucesión interminable de fardos y costales. Se unieron a una caravana que transportaba sal y ahumados del Sahel, que luego trocarían en los zocos portuarios del mar Rojo por esclavos de Afar. Aquella ciudad era la abundancia y la maravilla.
—En vez de ascender por el Nilo, y para despistar a posibles aprovechados, rumbearemos hasta Eritrea por el mar Rojo, que si bien está infectado de piratas, lo controlan los mamelucos. Agudiza tus sentidos y ten presta la daga Diego, pues mil peligros nos acecharán de aquí en adelante —lo previno Blanxart—. Algo me dice que en alguna de esas infectas ciudades hallaremos al loco de Zakay ben Elasar. Ten fe.
Al dejar atrás El Cairo, el aire, lejos de ventear un calor sofocante, acarició sus rostros con una brisa agradable. Diego, mientras cabalgaba, observaba a los chiquillos chapoteando en el gran río, junto a las norias movidas por búfalos y famélicos asnillos, atentos como vigías a los amenazadores cocodrilos que merodeaban por las orillas. Todo a su alrededor era prodigalidad y frescura, extremo que sorprendió al aragonés.
—Nunca creí, Jacint, que esta parte de Egipto ofreciera a la vista un verdor tan exuberante. Tenía la certeza de que en estos parajes olvidados de Dios, la lluvia escaseaba y todo era sequedad, moscas y polvaredas insufribles.
—Y estás en lo cierto, Diego. Aquí no llueve nunca —contestó el catalán—. Ese vergel se debe al flujo y reflujo del Nilo, que hace crecer sus aguas con una precisión cíclica y matemática. Es curioso que los egipcios no lo llamen Nilo, palabra griega que significa «limo», sino Iterw o Yem que quiere decir, «río» o «mar».
—Akaina la etíope me aseguró que su ascenso se debe a las lágrimas de Isis.
—Prosaica explicación —se rio el catalán—. En primavera el nivel de la hierba es raquítico y sopla además el seco jamsin, un viento que esparce arena tan abrasadora como un tizón de Satán, cubriendo las aldeas de un légamo amarillento y seco. Pero en verano, exactamente a las siete semanas, deja de bufar y cambian los vientos. Lo llaman el soplo de Isis, e inicia la crecida de las aguas, rojas como la sangre, que descienden de las tierras arcillosas de Abisinia, aportando a Egipto un barro fertilizante, el limo, que hace de estas tierras el fecundo vergel que ahora ves. Los abnegados fellahs, los agricultores, lo aprovechan para las siembras. Milagroso, ¿no crees?
A Diego se le vinieron a la cabeza los relatos de las plagas bíblicas que le había relatado fray Bernardo y observó absorto a los campesinos de pieles tostadas que empujando los shaduf, largos palos con contrapesos, sacaban agua del río con jarras de terracota y odres de piel de camello. Siguió conversando con el aterrorizado príncipe Yekuno al que relató fábulas de la lejana Hispania, de encuentros entre mahometanos y cristianos, de los reyes legendarios de Iberia y de Santiago Matamoros, capitaneando a las huestes castellanas, que lo dejaban boquiabierto. Por las noches, cuando detenían la marcha, leía algún pliego de las Cartas de Séneca, o platicaba bajo el palio del firmamento con Jacint Blanxart, de quien descubrió entusiasmo por los clásicos y una conversación culta, comprobando que una recíproca franqueza se instalaba en su reciente amistad. Sus mentes convergían, mientras sepultaban sus mutuos recelos.
—Mañana entraremos en lo que los egipcios llaman el Desheret, «la Tierra Roja», el desierto, donde reina la inmensidad de las arenas y la ley de los bandidos.
En la fatigosa cabalgada, el algebrista acunado por el bamboleo del camello y el monótono eco de los yegüeros, abandonaba su mente pensando en los Elasar, en el sello del Nejustán y en Isabella, mientras se extasiaba ante la belleza de las dunas engañadoras que emergían y desaparecían al antojo del viento de Isis.
La marcha hacia Eritrea resultó espantosa para Diego.
Hervideros de moscas de muladar, que picaban como alacranes, tolvaneras de polvo que penetraban a través de los turbantes, un silencio recortado por los chillidos de los chacales, el crujir de los guijarros y el tormento de la sed, mortificaban la lenta cabalgada de los viajeros aragoneses. Por la noche, bajo la bóveda negra, sufrían heladas que encogían el alma, pero Diego, poco acostumbrado a aquellas penurias, soportaba el tormento con resignación. Había adelgazado y su piel rosada había tomado la tonalidad del cuero viejo, bajo una barba castaña y cerrada.
Sólo el grupo de almogávares, hijos del montaraz Sobrarbe, ataviados con ropajes orientales, resistían la azarosa marcha sin rechistar y con el ánimo henchido, entonando sus feroces cánticos y manteniéndose sólo de dátiles y leche de camella. Vadell y Felip se encomendaban a todos los santos y también blasfemaban en su bendito nombre. Los pedregosos páramos se prolongaban sin término, hasta que al fin, al quinto día de marcha, tras unos quebrados amarillentos, divisaron Ayn Sukmah, la puerta del mítico mar Rojo. Unas aguas mansas, de un azul intensísimo, desvelaban lo impropio de su nombre, pues Diego pensaba que las aguas del mar serían de coloración carmesí.
En el legamoso fondeadero de la ciudad, repleto de algas negruzcas, holgaba una flotilla de embarcaciones árabes, jabeques descoloridos y barcazas desvencijadas con los vientres agrietados, que compartían el espacio de la pontana con falúas de pesca no menos destartaladas, amarradas a los bitones con sogas mugrientas, y que por el aspecto patibulario de sus marineros, no ofrecía dudas de que estos eran traficantes que se dedicaban a la piratería. Un cúmulo de desechos se amontonaba en los alrededores de las atalayas de ladrillo rojo, donde Blanxart regateó con un barquero el precio por transportar la expedición hasta Masana. Llegados a un acuerdo, se embarcaron en un panzudo batel de color indefinido y velas recosidas, en el que se hicieron a la mar.
El príncipe Yekuno, al que ya ni las historias narradas por Diego lo contentaban, fue motivo de una intensa preocupación, pues se negó a tomar alimento y expulsaba el agua con asco. Se tumbó entre los cordajes con los ojos apagados, como si se le escapara el alma por la boca. Blanxart palideció y temió que unas inoportunas fiebres lo despacharan al otro mundo y sus planes fracasaran, con lo que su cabeza y la de todos los expedicionarios correrían tal vez igual suerte.
Desaforado, acudió a Diego, que de inmediato encontró una mordedura purulenta de alguna tarántula en el brazo del nieto del Nigusa, que le producía la atonía y la calentura. El algebrista le sajó con su cuchillo requemado el acceso y se lo limpió con agua del mar y polvo de piedra xantrax, un mineral de las serranías de Córdoba que cicatrizaba las heridas y que llevaba en el zurrón de hierbas de La Violant. Improvisó también un bebedizo con hojas de llantén, vino y raíz de valeriana que el mozuelo bebió. No se quejó y le sonrió agradecido, durmiéndose después.
—Aguardemos unas horas y veremos cómo reacciona, Jacint.
—Puede irnos la cabeza en este negocio. Recemos para que este zagal se cure, ¡por san Jorge y sant Jaume, redeu! —invocó el catalán con gesto horrorizado.
La boga era tan parsimoniosa, como enconada la intranquilidad de Jacint por el regio muchacho, que deliraba y temblaba chirriándole los dientes. Estaba lívido y respiraba con dificultad, mientras el tiempo boqueaba y la monótona boga los hacía bostezar. Imponían los farallones del estrecho corredor que ocupaba sumisamente el mar Rojo que parecían estrangular los navíos que se dirigían al Yemen o a la India en busca de especias, o a La Meca, la ciudad santa del islam, atiborrados de peregrinos.
Tras el mediodía, el flemón de Yekuno, rojo y abultado como un huevo, se abrió como una flor y arrojó un líquido viscoso. El joven, aterrorizado, bañó su rostro en lágrimas, abrazándose a Galaz como un niño perdido en la tormenta. El reventón de la purulencia y el pus amarillento se escaparon mano abajo, acarreando con él la malignidad del veneno, y su curación. Diego se alegró indeciblemente y el mozuelo se serenó esgrimiendo una sonrisa amplia. Las alarmas del naviero catalán cesaron, y su gesto y el humor de la partida cambiaron. El joven heredero se sentía débil y la mirada turbia, pero todos intentaban consolarlo con palabras y gestos.
—Ya creí que habríamos de darle el viático, Diego. ¡Collons, qué mal rato! —exclamó Blanxart—. Es la carga más delicada que jamás he transportado.
Yekuno estaba acostumbrado a los hechiceros del palacio de Sebha, que simulaban alternar con el mundo inmaterial de los espíritus mientras sus enfermos se morían. Aquel extranjero, sin ritual alguno, con sólo el prodigio de sus manos, unas hierbas y una extraña piedra rosada, le había extraído la ponzoña que lo atormentaba, salvándole de la muerte. Así que consideró a Diego un curandero aliado con lo sobrenatural, y lo llamó desde entonces Alamá Rumis, «Romano Sabio».
Diego le sonrió, pero se quejó por la latitud de la singladura, ya que apenas si avanzaban. Entonces Blanxart se le acercó y susurró al oído con disimulo:
—¿Te sorprende esta lentitud? Pues para ti no tengo secretos —se acercó con reserva—. Por estos mares bufa un potente viento, el mausím o monzón, que por designios del divino Creador resopla entre junio y septiembre del mar al continente y luego a la inversa. Estamos en los meses en que sopla de tierra y por eso la boga resulta tan calmosa. No lo divulgues a nadie, te lo ruego. A mí me lo confió secretamente un piloto árabe de este mar y muy pocos cristianos conocen su manejo. ¡Quién sabe si hemos de precisarlo para regresar!
Diego asintió. Cada día que transcurría, su fidelidad hacia el Cargol crecía. Ponderaba la erudición de aquel marino prudente e incondicional amigo. Al fin, sin un mal encuentro pirático que lamentar, y tras una cala abrupta llena de esquifes, surgió un cantil arenoso. Jacint, con gesto de respiro, manifestó:
—Amigos míos, nos hallamos frente a Bilad as-Sudán, la Tierra de los Negros, y también del oro, de los zafiros, el incienso, las maderas preciosas, la mirra y el marfil. Pocos bautizados y creyentes del Papa de Roma han puesto sus pies en estos paraísos. Demos gracias al Señor por contemplarlos sanos y salvos.
—¡Amén! —dijo Felip persignándose.
Galaz miró de hito en hito la costa africana, que creía quimera y fábula de marineros. La frontera imaginaria del legendario reino del Preste Juan se le ofrecía ante sus ojos con un tropel de negros vestidos de ropajes de magníficos colores que los observaban en la orilla. Los arrogantes estibadores, seguramente piratas del mar Rojo, parecían demasiado seguros de sí mismos, como si tuvieran protectores en palacio.
Un palmeral frondoso empañaba de sombras y luces el acantilado, mientras la gabarra buscaba el abrigo del puerto de Aqiq, primera ciudad del País de los Aromas, donde los agentes venecianos descubrieran meses atrás a Zakay, y donde el gran rabino de Alejandría aseguraba que tenía previsto arribar para predicar la venida del Mesías. A dos leguas, tal como el armador había previsto, vararon en una franja de marismas rojizas a fin de que Diego mitigara el ardor de su ansiada búsqueda y pudiera visitar la sinagoga. El licenciado recelaba que los Elasar siguieran aún en aquel villorrio perdido de Dios, pero aun así, las piernas le temblaban, mientras atracaban con celo por miedo a encallar en los arrecifes coralinos que infectaban la costa eritrea.
—¿Crees que ese trasero de mal asiento de Zakay sigue en esta aldea?
—Si se ha empeñado en que el Mesías ha descendido a este valle de pesar, andará revolviendo aljama tras aljama de aquí hasta Armenia —le contestó Diego.
—Esta infecta aldea no es lugar para revelar la venida del hijo de Dios, ¡por todos los diablos! —se quejó el catalán—. Pero algo me dice que está por aquí, redeu.
—Jacint confiemos en el destino. Siento el fuego ardiente de la sangre que me llama —comentó el algebrista con ansiedad. ¿Por qué no habremos de encontrar aquí al almojarife real? Confío en mi fortuna.
Con un leve temblor en el estómago, saltaron a la escollera que olía a pescado podrido y orines rancios. Al instante se acercaron pedigüeños, cojos, ciegos, vendedores de abalorios y frutas, en una algarabía que los asediaba. Diego, al poner pie en tierra, observó la miseria en la multitud de chiquillos y el hedor a putrefacción, y no dudó un momento en evitar su proximidad. Tomaron leche de camella y vino egipcio que les ofrecían unas muchachas, y cubriéndose el rostro con el tailasán mascó hojas de nébeda, hasta que Blanxart preguntó por la sinagoga, que se hallaba al otro lado del amarradero.
—¡Ojalá este encuentro mitigue mi impaciencia y halle al fin a Zakay!
Sobre sus muros se abatía un sol tórrido, sólo menguado por la sombra de una iglesia copta con cúpulas azules de atractiva prestancia, que se encaramaba sobre un montículo pelado. Subieron la empinada cuesta y, jadeantes, se detuvieron bajo una higuera para recuperar el aliento, frente a la entrada de la vieja aljama. Dos almogávares se quedaron vigilando. Diego se decidió a entrar. Apartó la estera de esparto y penetraron a la frescura de una cámara de paredes enjalbegadas que olía a pergamino. En un pebetero crepitaban granos de sándalo, mientras un armario ventrudo, con una atestada recopilación de rollos, parecía reventar con su erudita y venerable carga. El algebrista sintió un nudo en la garganta, pero no se arrepentía de la temeridad de haber cruzado medio mundo hasta allí para hallar a Zakay.
Subyugados por el aire de misterio que flotaba en el ambiente repararon en unos rabinos de tez negra de rodillas sobre esterillas, meciéndose hacia atrás y adelante, mientras leían pasajes del Talmud o la Torah y los hermetismos del Shefirot hebraico. E inmersos en la lectura, no hicieron caso de los recién llegados, lo que hizo crecer la indecisión de Diego y Blanxart, que sentían como otros ojos los vigilaban desde algún rincón escondido. ¿Habrían profanado el lugar con su intromisión?
—Zakay no es ninguno de estos —le informó Jacint susurrando.
—No es precisamente un alivio. ¿Se hallará en otro lugar de este recinto?
De repente un rabí de ojos saltones les tocó el hombro y los sobrecogió.
En un griego culto, como salido de un círculo platónico, les preguntó maliciosamente qué fisgoneaban en aquel bendito lugar, sólo permitido a circuncidados. Blanxart, más habituado a conversar en la jerigonza ateniense, manifestó sus identidades y le rogó los condujera ante el nasí rabino, después de explicarle de dónde procedían y qué propósito los había traído. Al cabo, de entre los maestros prosternados se incorporó uno de avanzada edad, ropajes negros y bandas pajizas bordadas con epígrafes de La Misná, ocultas por sus larguísimas barbas y cabellos atirabuzonados. Huesudo y desgarbado, se revestía de un porte mayestático que intimidaba al hablar.
—Shalom —saludó sin levantar la mirada y con las manos entrelazadas.
—Perdona nuestra ingerencia y el haber perturbado vuestros rezos. Dios nuestro Señor os colme, maestro —alegó Jacint en heleno—. Venimos de Hispania aprovechando los fletes comerciales de mi naviera. Nos han asegurado que mi socio, Zakay ben Elasar, el gran nasí hebreo de Aragón, predica o ha predicado en esta sinagoga. Este hombre lo busca para resolver una relación del pasado y restaurar sus recuerdos. Nada perverso nos ha traído a este sagrado tabernáculo, rabino.
Como sacudido por una convulsión grata, los saludó en castellano.
—¡Si me olvido de ti, oh Toledo, que desdeñe mi diestra! —dijo asombrándolos—. Escrito está: «Venid de todas las naciones y caminemos a la luz de Adonai». Aún recuerdo a la sagrada To lethot. Ele Tolethot Noach, «la ciudad de la nueva generación de hombres». Se asegura en el Talmud que fue el primer emporio construido por los hijos de Noé tras el diluvio. Toledo siempre estará unida al nombre y al pueblo de Israel.
Sus palabras tranquilizaron a los visitantes que no salían de su asombro al ser correspondidos en lengua romance. El rabino prosiguió circunspecto:
—En mi juventud estudié en la academia del astrólogo y geomántico Juan David Toledano, a quien tenían por nigromante, siendo como era un hombre fervoroso de Dios. La capital de la Alcábala, Toledo, ciudad madre de las ciudades de Sefarad. Las palabras proféticas del maestro aún alumbran a los sabios de Israel de todo el orbe —se mostró acogedor—. Pero decidme, ¿qué queréis de mí?
Reanudaron la plática y Diego le contó sus desventuras, resumiendo su interés por los Elasar. El maestro pareció asombrarse por su insólita narración y sus persuasivos argumentos, maravillándose de que hubiera acometido viaje tan comprometido por una causa que para otros resultaría trivial.
—Tal vez nos ayudéis en mi busca.
El rabino y su discípulo los acompañaron a un patio aledaño a la sinagoga donde fluía un surtidor que regaba una lobelia y un cidro. Olía a jazmín y los limones parecían arrojar lumbre con la torridez del calor que acuchillaba la aldea. Con obsequiosa hospitalidad les ofreció un cuenco de vino chipriota y sin mediar palabra el rabí ponderó los méritos del tan buscado judío, hasta la más elogiosa de las exaltaciones.
—Amigos de Sefarad, esta es una época de prodigios y ha llegado la hora propicia para poner fin al éxodo de Israel. Se abolirán los reyes y las leyes injustas de los hombres y una Edad de Oro surgirá sobre la tierra. El pueblo elegido se halla inmerso en la era mesiánica. La Amad, la aparición del Mesías davídico se acerca. Esta sinagoga tuvo la ventura, y yo la fortuna, de conocer al rabí Zakay ben Elasar, nuestro hermano mebaqqer o visitador de las comunidades de Occidente y gran custodio de la Ley. Él nos ha alentado a perseverar en las profecías, que unos aceptan y otros rechazan —manifestó.
—Entonces, y viendo que habláis en pasado, ¿ya no se halla en esta judería? —preguntó Galaz consternado, viendo que se esfumaba otra oportunidad.
—Así es, mi impetuoso buscador. El nasí Zakay, del ilustre linaje de Sadoq, glorifica la verdad y venera la Ley. Es un judío de notable talento que ha abandonado sus quehaceres mundanos por otros más inapreciables. Los rabinos de las sinagogas de Oriente lo invocan y lo llaman maestro. Se ha convertido para nuestro pueblo en uno de los intérpretes de la voluntad de Yahvé, pues antecede al Redentor del Tiempo, como el más adicto y humilde de sus discípulos.
—Me pregunto, rabino, por qué existe una sinagoga judía en un país de cristianos y la causa por la que recaló aquí el rabí Zakay.
El anciano acarició con su mano huesuda la barba y le explicó:
—¿Por qué se adora aquí el Dios verdadero? ¿Conocéis la historia de Salomón y su concubina etíope? Escuchad. El libro de los Reyes cuenta que el séquito de mil jóvenes judíos que acompañaron en su viaje de regreso a Makeda, a la que vosotros conocéis como la reina de Saba, decidieron quedarse a vivir en estas tierras. Descendemos de ellos y nos llaman los falasi o judíos negros. Desde aquellos remotos tiempos, la Casa de Israel es respetada en estas tierras. Otros hermanos emigraron al sur, a las montañas de Tigré, cerca del lago Tana, donde también guardan la ley de Moisés. Esa es la causa del paso de los Elasar por estas tierras, y también explica por qué Azarías, uno de los hijos del sacerdote Sadoq, formó parte de esa expedición. Zakay lleva su sangre. ¿Comprendéis ahora?
Al evocar ese nombre, a Galaz le sobrevinieron recuerdos lastrados; pensó en el Nejustán, el símbolo de los descendientes de Sadoq, el amigo del rey Salomón y mil conjeturas pasaron por su mente.
El rabino, pensativo, con su gesto habitual de pedagogo, siguió explicando:
—Como el padre Jacob, Zakay ha conmocionado nuestras vidas. El pueblo de Dios precisa de un prodigio y Elasar es su mano en la tierra. Viaja de un lugar a otro en una relevante función, alentando sobre el Zonara a los suyos sin muestra de cansancio. No necesita más que una estera para reclinar su cabeza y unas aceitunas para nutrirse. ¡Qué felicidad haber percibido la magnanimidad de su alma!
El vejestorio no le inspiraba gran confianza a Diego, que insistió:
—Entonces, ¿ni él ni su hijo se encuentran entre vosotros?
—No, y sólo Dios sabe dónde han alzado ahora su tienda —aseguró—. Pueden hallarse en Antioquía, en Jaffa o tal vez en Alejandría. Aunque no puedo asegurarlo. ¡Qué sé yo! Sois un hombre herido desde la cuna. Seguro que Dios os bendecirá con la evidencia que buscáis, pero yo no puedo deciros más. El pueblo elegido vive en estrecha vigilancia y sufre. Pero si se trata verdaderamente del Libertador deseado, pondrá fin a nuestras desolaciones y al yugo mameluco.
Diego, decepcionado, ya no prestaba oídos a las vaguedades del rabino, que en su cháchara mezclaba citas sagradas con la inminente venida del Mesías judaico. Diego titubeó y su ánimo se derrumbó. Súbitamente el anciano, con un gesto paternal, paseó sus ojos por la mirada atribulada del joven, que no pudo repelerla. Con gentileza, manifestó en una revelación apasionada:
—Me ha causado una gran conmoción vuestro aire melancólico y que hayáis venido desde el extremo de la tierra en busca de Elasar. Mi corazón destila misericordia hacia vos por tal sacrificio. Dios me empuja a facilitaros el bálsamo de un conocimiento, pero tampoco deseo pecar contra él como hombre inviolable para mí y mi pueblo. Así que como los cristianos también examináis las Sagradas Escrituras de Israel, os revelaré un versículo del libro de Samuel, que contestará a vuestras preguntas, si llegáis a descifrarlo.
La voz gozosa de Galaz se alzó preguntando calurosamente:
—¿En la Biblia se halla la respuesta?
Con una risita burlona, el desconcertante anciano se expresó:
—Así es. Pero se trata de un ardid adivinatorio, como el enigma de la Esfinge.
A Diego lo exasperó que el vejestorio quisiera probarlo con una adivinanza.
—¿Habláis de un acertijo rabínico? —le preguntó Diego desconcertado—. ¿Acaso lo merecen las leguas y los peligros sin cuento que hemos dejado atrás?
—¡Adonai no escarnece la palabra salida de su boca o la de sus profetas! —protestó disgustado—. No os hablo de una broma, sino de la palabra del Altísimo. Os halláis bajo la inmunidad de un santuario de Dios, refractario a la mentira y a la chanza.
Trastornado por haber faltado a su credibilidad y comportándose como un conjurador, el rabí descargó al aire bochornoso del jardín lo que a Diego y Jacint se les asemejó una amenaza apocalíptica o un maldito jeroglífico egipcio.
—¡Oíd incrédulos! Dice el profeta Samuel: «El rey partió en busca del ungido, recalando en la perdida Ciudad de la Sal. Y El Altísimo le habló: Aquí lo tienes, te lo entrego en tu mano. Y él abrió sus oídos a maravillosos misterios».
Los extranjeros se quedaron boquiabiertos, mirándose entre sí aturdidos. ¿Tan censurables eran sus dudas? Aquellas palabras les habían producido una gran excitación, pero no las comprendían.
—En mis muchos viajes a Oriente nunca escuché a nadie citar a esa ciudad. Pudo existir en los tiempos bíblicos, pero no ahora. Este rabino no está muy cuerdo, Diego —le susurró Jacint al oído—. ¡Vámonos, me exaspera! Parece el cómplice de Dios.
El rabino humedeció sus labios en la fuente y, espantando a unas tórtolas se esfumó por un portillo, ante el disgusto de los forasteros. Pero la confusión creció hasta el asombro cuando el discípulo que los había recibido, les manifestó irónico:
—Nuestro maestro os ha esclarecido con naturalidad dónde levantará su tienda Zakay ben Elasar. Si regresáis a Alejandría, preguntad allí por los hasidim, la Raza Eterna de los Piadosos. Ellos son sus portavoces en Oriente y os orientarán mejor que nosotros, pues de aquí partió para esa ciudad —dijo, y añadió aún más incertidumbre a sus entendimientos.
Diego disimuló mal su sorpresa. Y a medida que progresaba en tan irracional conversación, más se sorprendía. ¿Había salido de Alejandría malgastando tan suculento testimonio y exponiendo su vida en aquellos desiertos, cuando era allí, en la ciudad de Alejandro, donde se hallaba lo que con tanto denuedo buscaba?
—¡Maldita sea esta búsqueda insensata que me volverá loco! —exclamó mostrando una expresión de amargura—. Rabí, el paradero de Zakay parece el secreto mejor guardado del universo. No obstante, ya consultamos en la sinagoga de Alejandría, pero no conocían su paradero. ¿Estáis seguro que allí hallaré la verdad?
El hebreo se rascó la barba con fruición e insistió en un tono altivo:
—¿La sinagoga? ¿Acaso mi maestro o yo hemos mencionado ese lugar? Visitasteis el lugar equivocado. Oíd. Cerca de la Puerta de la Luna, en un palacio ptolomeico se reúne la academia de los judíos más helenizados de Egipto, Los Algebristas de Onías, en su gran mayoría hasidim o piadosos. Ellos conocen el paradero exacto de Zakay ben Elasar, pues es uno de sus guías espirituales. Y no os puedo decir más, pues el gran rabino me azotaría con espinos secos si supiera que os he proporcionado esta información. Id en la paz del Señor de los Ejércitos. Shalom.
El algebrista abrió los ojos de par en par.
—Aguarda amigo, ¿por quién debemos preguntar?
Con brusquedad el israelita los empujó a fuera, al tórrido ambiente del villorrio, como si fueran unos proscritos o unos blasfemos. Diego, decepcionado con la información, se repetía una y otra vez el críptico versículo en forma de acertijo del rabino, así como las claves lanzadas por el discípulo, para grabarlos de manera indeleble en su mente antes de que se le olvidaran.
«Tal vez sirvan para algo. ¿La perdida Ciudad de la Sal? ¿Acaso existe en la Biblia alguna con ese nombre? ¿El libro de Samuel?», se dijo Diego, y preguntó a Blanxart:
—¿Quiénes son los Algebristas de Alejandría y esos piadosos hasidim, Jacint?
—Deben de estar bien escondidos, Diego. Llevo muchos años recalando en Alejandría y jamás oí hablar de esa endiablada secta —aseguró Blanxart—. Estos judíos de Belcebú se han reído de nosotros. Olvida cuanto has escuchado o enloquecerás.
—Otro intento estéril, pero no pierdo la esperanza de hallarlo —dijo con amargura.
—Esto se está convirtiendo en un galimatías cuyo final no puede traer nada bueno —le auguró grave—. No se trata de impresiones mías, ese sello que llevas en tu mano no te acarreará sino problemas. Vano esfuerzo.
—Pero es lo más precioso que tengo, Jacint —protestó con paciencia.
La visita había producido en Diego una conmoción. Apretó sus puños con rabia, mientras se quitaba de encima a los pordioseros que los hostigaban. No hacía sino recordarse a sí mismo que su búsqueda, lejos de resolverse, se enredaba indeciblemente. Su escepticismo se había desvanecido pero quiso creer que estaba en el camino correcto. Su corazón caviló: «¿Qué habrá de cierto en las palabras de esos locos rabinos? ¿Será una señal enviada por la Providencia advirtiéndome de la inutilidad de mi misión?».
Un torbellino de aire caliente comenzó a levantarse y cientos de langostas aparecieron en la bóveda celeste como una nube errátil, sepultando las aguas estancadas, los chamizos y el embarcadero con sus alas correosas. Huyendo de la voracidad del hervidero de insectos, la gabarra se hizo a la mar. Los tripulantes ocultaron sus rostros con los talaisanes, mientras a Diego lo roía la duda. Su vida se había convertido desde que salió del monasterio de San Juan de la Peña en la desquiciada existencia de un fugitivo. Sentía un vacío interior sometido a indomeñables influencias.
¿Alcanzaría por fin en Alejandría la paz que buscaba? Antes debían de acatar la orden del rey y remediar la cuestión del príncipe Yekuno. Diego recordó un consejo de fray Bernardo: «El azar, que agita a su antojo los actos y destinos de los seres humanos, a veces nos golpea duro y de improviso. Y no existen lágrimas que puedan borrarlo». Lo tendría en cuenta.
Sus actos ya no los dictaba la serenidad, sino la impaciencia. Su búsqueda era como una lamparilla de aceite a la que sólo le quedaban los posos para consumirse. Vacilaba, pronto se extinguiría. Tan largo viaje no había acarreado ningún resultado a su enigma, y su desazón no se había apaciguado ni un ápice. Los últimos fracasos no podían dejarlo indiferente y la fatiga y los remordimientos por haber abandonado lo que más quería lo abrumaban. Era como si todo lo que había emprendido no fuera sino insensatez, inconsciencia y ceguera de mente.
Echaría mano del poco arrojo y decisión que aún le quedaban.