Capítulo 27

Eran días de expectación, todos estaban pendientes de las noticias del ejército que corrían de puerta en puerta y de corrillo en corrillo. Que si habían puesto precio de 500 libras, una enorme fortuna, a la cabeza del líder remensa; que si las tropas tomaban ya posiciones para el asalto a Granollers… Los que recibían noticias de sus familiares, a través de cartas que llegaban con días de retraso, se apresuraban a compartirlas con la mayoría que no las tenía. Las fuentes eran lugares de reunión y cuando Joan llenaba el cántaro, recogía también los rumores y los contaba de inmediato al ama, que esperaba ansiosa por la suerte de los de la casa. Después ella informaba al marido y a las vecinas.

Trabajar para los Corró era formar parte de la familia. El puesto de cada uno estaba muy claro: ellos eran los amos, y los demás obedecían, pero el ama los acogía a todos bajo sus alas protectoras. Joan apreciaba mucho a la señora Corró y quería complacerla en lo posible, así que aquellos días frecuentaba distintas fuentes para recoger noticias y él las seleccionaba transmitiendo solo aquellas que mitigaran la ansiedad que sentía el ama por los suyos.

Y esperando en la cola de un lugar poco habitual vio aparecer a la chica de la joyería. Era la primera vez que coincidían lejos de la tienda de su familia. Se quedó petrificado y vio la sorpresa en los ojos de ella antes de que desviara la mirada. No supo qué hacer, ansiaba decirle algo, pero se sentía rechazado, así que llenó el cántaro y se fue sin esperar más.

Al día siguiente, a la misma hora, Joan estaba en aquella fuente, decidido a hablarle, pero, para su decepción y a pesar de remolonear un rato, no apareció. Fue más afortunado unos días después y al verla venir se puso en la cola para que ella tuviera que colocarse detrás de él. Así le pudo ceder amablemente su lugar. Ella rompió su distancia aceptando al tiempo que le premiaba con una sonrisa que no hubiera sido mejor recibida de haber venido de un ángel. Joan se mantuvo detrás de ella con la boca seca, pensando en qué decirle, pero incapaz de hablar. Ella llenó su cántaro y se fue en silencio, sin entretenerse en el corrillo de los que hablaban. Andaba con gracia y mantenía su mirada baja como correspondía a una doncella, aunque en un breve instante la levantó al tiempo que giraba la cabeza para encontrarse con la de Joan. El corazón del chico volvió a acelerarse. Le hubiera gustado decirle lo hermosa que era y cuánto le impresionaba. Pero no se atrevía. Cuando ella desapareció al doblar la siguiente esquina, el recuerdo de su sonrisa con hoyuelos, el verde luminoso de su mirada y el movimiento suave de sus manos permaneció con Joan. Allí estaba, al cerrar él sus ojos, cuando quería rezar, incluso cuando pensaba en su madre y su hermana.

Anna no sabía por qué aquel chico le era distinto a los demás. En sus primeros encuentros sin palabras en los que él tenía la piel atezada por el sol y vestía como un aldeano, ella le notaba una mezcla de inseguridad y determinación, y su mirada tenía tanta fuerza como tragedia y esperanza. Nunca supo por qué le sonrió la primera vez y después una segunda cuando fue a vender coral a su padre. Pero al presentarse vestido como el resto de los chicos que revoloteaban a su alrededor, tratando de imitarlos, sintió cansancio y le aplicó aquella mirada suya que hacía transparente.

Se sorprendió al encontrarle en la fuente tres meses después de que él, cansado de su indiferencia, dejara de presentarse frente a la tienda de sus padres. Ir a por agua era un trabajo de chicas y solo lo hacían los muchachos en casas donde no las había. Vio cómo él se azoraba y ella desvió la mirada sin saber qué hacer; era el único chico del que lamentó su desaparición tras ignorarle un tiempo. Era especial.

Su encuentro en la fuente le produjo una impresión inesperada y buscó excusas para que la criada fuera a por agua los días siguientes. Sin embargo, al regresar lo hizo decidida a conocerle mejor. Anna tenía moscones más guapos que aquel chico zumbando a su alrededor y Joan continuaba siendo inadecuado para los padres de ella a pesar de tener la piel más clara y vestir jubón. Pero Anna aún no había cumplido los trece años, las de sus padres no eran sus preocupaciones, aquel chico era distinto y la atraía.

Después de algunas escaramuzas en los alrededores de Granollers, Pere Joan Sala comprendió que sus remensas no podrían resistir frente a un ejército de aquel tamaño. Quiso retirar sus tropas de una forma ordenada, pero fueron alcanzados en su huida hacia el norte el día 24 de marzo en Llerona. Sufrieron una derrota total, doscientos murieron en el combate y otros tantos fueron apresados incluido el líder. Los demás escaparon como pudieron.

Cuando la noticia llegó a la ciudad, se echaron al vuelo las campanas, y lo hicieron de nuevo cuando entró el ejército victorioso, aclamado por la población. Apenas media docena de ciudadanos habían muerto, era una gran victoria y los vecinos se felicitaban por las calles.

Todos los de la casa Corró regresaron sanos y salvos, con muchas aventuras que contar. A Felip se le veía contento, disfrutó de la experiencia, alardeaba de haber matado a dos payeses y no se cansaba de contar los detalles.

—Les dimos una buena a tus amigos, remensa —le dijo a Joan a modo de saludo al verle.

Acompañaba sus palabras con un coscorrón, pero no era de los fuertes y el chico no dijo nada; Felip aún no sabía que trabajaba con Abdalá y temía su reacción.

Bartomeu no compartía el entusiasmo del pelirrojo.

—Fue una masacre —explicó—. Los desbaratamos con la caballería. Estaban mal armados y hambrientos. Nuestra infantería los machacó, no hacía falta tanto ensañamiento.

—Me apena que fueran vencidos con tanta facilidad —le confesó Joan—. La situación de los remensas es injusta y es obligación del hombre luchar por su libertad. El rey debiera actuar, no puede permitir que súbditos suyos sean esclavos de otros.

—El rey quiso mediar, pero ni unos ni otros cedieron. Además, los remensas piensan que el rey los traicionó.

—¿Y lo hizo?

Bartomeu se encogió de hombros.

—Eso creo. Gracias a los remensas el padre del rey ganó la guerra civil. Ellos esperaban recibir a cambio la libertad, pero el soberano, olvidándose de los payeses, terminó pactando con los nobles vencidos. —Y le dio una palmadita en un hombro con una sonrisa—. Eres un chico extraño, demasiado joven para interesarte en esas cosas. Pero no te preocupes, la guerra de remensas no terminará con la muerte de Pere Joan Sala.

—¿No? —preguntó Joan, esperanzado.

—Los remensas de Pere Joan no tenían nada que perder salvo la vida, eran los más pobres y desesperados. Eran muy radicales y por eso se atrevieron a atacar Barcelona. El principal líder remensa se llama Verntallat y está bien protegido en sus plazas fuertes del norte. Mantendrá la revuelta hasta lograr un acuerdo.

Cuando llegó la noticia de la ejecución de Pere Joan Sala, todos dijeron que querían ver el espectáculo. Seguiría el llamado «camino de la vergüenza» hasta la playa donde sería descuartizado conforme al ritual de la muerte cruel.

Mosén Corró les advirtió que el suplicio de aquel hombre se alargaría mucho, que solo retrasaría la comida una hora y que quien quisiera ver la ejecución entera se quedaba sin comer.

Cuando el chico informó a Abdalá, este dijo que él ya había visto demasiadas muertes, que se quedaba en el taller, y añadió:

—Hasta la agonía entiende de clases. Al tratarse de un pobre payés darán un espectáculo público con su muerte. Para que aprendan los pobres. Si el condenado hubiera sido uno de los otros, un señor, le habrían ejecutado en privado y de forma rápida.

El espectáculo de la muerte se inició al mediodía en la plaza del Blat, donde se encontraba la prisión de la ciudad. La gente se agolpaba tanto que los soldados tenían que empujar para evitar que el gentío aplastara a la comitiva. Joan aprovechó su pequeño tamaño y la fuerza de sus codos para colarse entre los resquicios que dejaba la multitud y conseguir un lugar en primera fila.

En el centro sobre un carretón se alzaba un poste y en él ataron al hombre. Tendría unos cuarenta años, era delgado, fibroso, con barba y ojos oscuros hundidos. El día era desapacible y frío, pero él estaba desnudo a excepción de un escueto taparrabos. Su cuerpo mostraba las múltiples heridas de las torturas sufridas en los últimos días, pero aun así se esforzaba en erguirse y alzar la cabeza. La gente gritaba, le insultaba y le tiraba inmundicias. En un momento determinado el hombre escupió con tal fuerza y acierto que alcanzó en la cara a uno de los que más le increpaban en primera fila. Hubo risas y alguna maldición.

—¡Menudo tipo ese remensa! —oyó exclamar Joan.

Y se alegró de que Pere Joan Sala se mostrara aún valiente y combativo en sus últimos momentos. La agresividad de la multitud contra el payés se redujo y el chico pensó que el reo no solo le había impresionado a él.

En aquel instante un redoble de tambor acalló a la masa; se iba a leer la sentencia.

—Pere Joan Sala —gritó el alguacil—. Se te condena por ladrón, por asesino, por traidor y por atacar a Barcelona… —Hizo una pausa—. ¡A la muerte cruel! Tu cuerpo será descuartizado y sus trozos expuestos como ejemplo.

El gentío saludó la sentencia con una aclamación, pero el condenado no dio muestras de inmutarse. Entonces subieron al carro un sacerdote, el verdugo y su ayudante. Y los sicarios empezaron a mostrar sus utensilios a la muchedumbre. El verdugo alzó un hacha que luego pasó a su ayudante. Después algunos cuchillos grandes, una sierra, varios tipos de tenazas y unos hierros que mantenían al rojo en un fogón. La gente gritaba y aplaudía al ver cada uno de ellos; mientras, el clérigo hablaba con Pere Joan y le daba a besar un crucifijo.

El verdugo esperó respetuoso a que terminara el sacerdote. Y entonces, asegurándose de que el cuerpo continuaba bien amarrado al poste, el ayudante desató el brazo derecho del campesino y lo sujetó con fuerza mientras el verdugo colocaba un soporte de madera bajo la muñeca. Luego alzó el hacha y se hizo el silencio.

—¡Libertad para los remensas! —clamó Pere Joan justo antes de que el primer golpe cercenara su mano.

La multitud soltó un grito. Todos miraban la cara del reo, que se retorcía de dolor y dejaba escapar un gemido contenido. El verdugo levantó la mano cercenada para que todos la vieran y la echó a un cesto, mientras el ayudante taponaba como podía la sangre del muñón. Debían conservar a la víctima viva el mayor tiempo posible. Entonces sonaron los tambores y la comitiva se puso en marcha con el carretón traqueteando y el reo moviéndose desmadejado con las sacudidas de este. Enfilaron la calle de Boria, donde todas las ventanas estaban llenas de curiosos y los soldados tenían que esforzarse para apartar al gentío. No se detendrían en las estrechas callejas hasta llegar a la plazoleta de Marcús. Las paradas estaban estipuladas en los espacios del recorrido más amplios para que la mayor cantidad de gente posible presenciara cada uno de los actos de la tragedia. Allí el verdugo le arrancó un pecho con las tenazas al rojo vivo entre aclamaciones del gentío. Joan no quiso ver más y regresó a la librería; era la hora de la comida pero no pudo comer.

Al día siguiente, pedazos del cuerpo de Pere Joan Sala se exponían en todas las entradas a la ciudad. La cabeza se clavó en una pica en el Portal Nou.

Prométeme que serás libre
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