Capítulo 99
Vilamarí era consciente del alto riesgo que asumía y sopesaba todas las posibilidades. Sabía que a pesar de la potencia y la rapidez de una galera, en determinadas circunstancias, esta podía ser vencida por una carabela. Dichas naves, aunque solo se desplazaban gracias al viento, tenían su cubierta mucho más alta y una estructura más robusta. La táctica de la galera era embestir por un costado, donde la borda era más baja, y escalar desde el espolón hasta la cubierta. Pero se daban casos en los que, con viento a favor, la carabela esquivaba la embestida y la galera quedaba situada en paralelo a su contrincante, que, como una araña, la amarraba con garfios para evitar que escapara. En esa posición la galera no podía usar su artillería, situada en proa, ni su espolón para el abordaje y su cubierta; sin protecciones, era barrida por los ballesteros y arcabuceros de la carabela, situados en posición más alta y protegidos por sólidas bordas de roble. La situación era peor si la carabela contaba con un artilugio de reciente uso en la mar: la granada. Se trataba de cubiletes de madera rellenos de metralla y pólvora que, una vez encendida la mecha y a punto de explotar, se lanzaban a la cubierta enemiga causando grandes estragos, pues en una galera apenas había donde refugiarse cuando el fuego llegaba de arriba.
El almirante ponderaba ahora la aparición de las naves enemigas, que los superaban en número. Consideró que tenían en contra el mismo viento que ayudaba a la carabela y que por lo tanto solo podían usar los remos. Reevaluó posibilidades. Si ordenaba boga viva, llegarían a la carabela antes que el enemigo. Pero si los franceses los alcanzaban en pleno asalto, sus galeras sufrirían grandes daños, quizá incluso perdiera alguna. Su instinto cazador se impuso a la prudencia. No iba a renunciar a su presa, olía su sangre. Había que actuar con rapidez.
El almirante dio orden de boga viva al tiempo que cursaba instrucciones al resto de las naves y a toque de corneta los galeotes de la Santa Eulalia se incorporaron para clavar a la vez los remos en el mar e iniciar la carrera que debía culminar con la captura.
Cuando la Santa Eulalia alcanzó la distancia idónea para la artillería, Vilamarí ordenó ritmo normal de boga. Las galeras francesas se distinguían ya con claridad.
Joan tenía una orden concreta: destruir el timón de la carabela. Sufría a cada disparo y quería ser muy preciso; su amada se encontraba en aquella nave y rezaba para que no sufriera daño alguno. Le costó un par de andanadas lograrlo, pero al final el timón saltó hecho añicos y dejó a la nave a merced del viento sursureste y sin posibilidad de maniobrar para esquivar el abordaje.
El primer asalto corrió a cargo de la galera comandada por el antiguo capitán de la Santa Eulalia, Pau de Perelló, que la embistió por popa después de descargar en ella su artillería. Pudo amarrar la nave con sus garfios y entre fuego de mosquetes y saetas los infantes de marina intentaron el asalto, pero la borda era muy elevada en aquel lugar. Los angevinos lanzaban granadas y la situación se hizo crítica para los asaltantes. Aquello entraba en los cálculos de Vilamarí, que con el enemigo ocupado en el castillo de popa lanzó a la Santa Eulalia, a boga viva, trazando un ancho semicírculo, contra el costado de babor de la carabela, entre el castillo de proa y el de popa, el lugar donde su borda era más baja. Joan ordenó disparar la artillería instantes antes del choque, y en la nave contraria se levantó una nube de humo, astillas y polvo. De inmediato, el espolón golpeó el maderamen de la carabela y los infantes, protegidos por el fuego de arcabuces y saetas, lanzaron sus garfios. No hubo respuesta desde la nave enemiga y cuando la infantería pisó la cubierta, los defensores se refugiaron en los castillos de proa y popa. En un momento los ochenta hombres al mando de Pere Torrent se encaramaron a la carabela y la lucha pasó a ser cuerpo a cuerpo.
Joan estaba entre los primeros en subir. Él era el jefe artillero y no debía participar en el asalto, pero se dijo que una vez aquella masa humana se lanzara al abordaje, gritando a todo pulmón, nadie podría impedirle unirse a ellos. En su mano blandía una azcona que clavó con todas sus fuerzas contra un marino enemigo. El desdichado cayó con un grito sujetando el astil del arma que le atravesaba el pecho. Las mujeres estaban ocultas bajo cubierta y, a pesar de su ansiedad por Anna, a quien buscó fue al marido. Lo vio defendiendo el castillo de proa junto a varios hombres y Joan, acompañando a los infantes, se fue contra él, quería alcanzarle antes de que se rindiera. Se alegraba de que el hombre los esperara arrogante, con su espada desenvainada.
—¡Ricardo Lucca! —le gritó.
—¿Tú otra vez? —inquirió este preguntándose el papel que Joan desempeñaba en todo aquello.
—¡Anna y yo nos amamos! —le dijo cuando ya estaba al alcance de su espada.
Joan pudo ver cómo el rostro de Lucca reflejaba la sorpresa y el dolor de la súbita constatación de algo que le torturaba: Anna le había sido infiel. Y Joan añadió lo obvio:
—Ayer dormimos juntos.
Solo decirlo, Joan sintió una súbita compasión por aquel hombre al que ya no le quedaba más opción que morir o matar. Y comprendió que lo quería muerto a toda costa y que aquel era el motivo por el que, con toda crueldad, le había clavado la puya más dolorosa. La que le destrozaba el corazón. Al tiempo que el hombre se abalanzaba sobre él con un rugido de rabia, vio con sorpresa cómo la mirada arrogante de su contrincante se llenaba de lágrimas.
Los ojos húmedos de Ricardo Lucca apenas distinguían al intruso que encontró al amanecer en su hogar, ultrajado con la complicidad de su joven esposa, porque la veía a ella, bella y sonriente. Y se decía que no podía ser, pero que así era. Notaba sus entrañas retorciéndose al tiempo que un sollozo de dolor y furia trataba de salir por su garganta.
Joan detuvo con dificultad los golpes que uno tras otro, con una fuerza desesperada, le propinaba el marido y llegó a temer que, a pesar de su preparación en esgrima y su juventud, este le hiriera. Sabía que no valían rendiciones, aquella lucha era a muerte. Entonces pensó en Anna. Combatía por ella. Y toda la rabia contenida contra su rival durante tanto tiempo estalló en su pecho y empezó a devolver los golpes con el mismo furor con el que se los propinaba su enemigo, aun tratando de mantener su mente fría. Ese no era el caso de Lucca, que, sintiendo la muerte helándole ya el corazón, luchaba con la desesperación del que quiere morir matando.
Un abordaje no era un duelo entre caballeros y cuando los marinos que acompañaban a Lucca se rindieron, los infantes le gritaron a este que también lo hiciera. Pero el napolitano no los escuchaba y no detuvo ni un instante su intercambio de golpes con Joan. Entonces uno de los soldados le clavó una lanza por la espalda, en la zona lumbar, y Lucca soltó un gemido al tiempo que descubría su guardia. Joan aprovechó la ocasión para asestarle un gran tajo en el cuello que le hizo caer sobre cubierta. Tumbado boca arriba, mirando al cielo, Ricardo Lucca quiso entregar cuanto antes su alma al Señor, para que dejara de dolerle, y en unos instantes la vida se le fue junto con la sangre que manchaba las maderas.
El joven tuvo la impresión de que en ningún momento el marido de su amada dejó de mirarle a los ojos. Y que continuaba haciéndolo ya muerto, tendido sobre un charco carmesí. Jamás en el resto de su existencia olvidaría aquella mirada. Se despertaría en las noches viéndola y preguntándose todo lo que aquellos ojos le decían en la vida y en la muerte. Lucca no murió defendiendo sus tesoros de oro y plata, sino en una lucha desesperada por negar que había perdido lo que más quería. El amor de Anna.
Joan se sentía confuso; una avalancha de sentimientos le desbordaba. No hubo nobleza alguna en la forma en que mató a Lucca y ni siquiera le detuvo el hecho de que estuviera herido, de que ya no fuera peligroso. Era culpable de un crimen y comprendió que ya se sentía culpable de asesinar a Lucca antes de matarle físicamente. Quería hacerlo, no se detuvo hasta lograrlo y consumó su crimen sin importarle la legitimidad o decencia de los medios.
El napolitano había muerto como un valiente, pero traspasó la puerta de la vida llevándose de esta el dolor más terrible. ¿Por qué tuvo que decirle que Anna le engañó? Aquello era lo que más le costaría perdonarse, si algún día Joan podía concederse el perdón.