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Eran las siete en punto cuando Guibrando llamó a la puerta de Giuseppe. Cosa rarísima, el viejo había contactado con él en su lugar de trabajo justo en mitad de la tarde. Había llamado a Kowalski y había pedido hablar con Guibrando. La voz de un Félix más contrariado que nunca prorrumpió en la radio del casco, pese a que no le gustaba nada que se perturbase al personal en pleno curro. «Viñol, teléfono.»

Este había cogido el auricular que le tendía el gordo, preguntándose quién podía llamarlo allí.

—¿Puedes pasarte después del trabajo?

—Sí. ¿Por qué?

La única respuesta de Giuseppe fue lanzarle un «Ya verás» lapidario por el cable del auricular antes de cortar la comunicación. Por la tarde, Giuseppe siguió prolongando el suspense todo el tiempo que duró el aperitivo. Sin embargo, era evidente a los ojos de Guibrando que el viejo rebosaba impaciencia. Movía nerviosamente las ruedas de su silla adelante y atrás, picoteaba torpemente puñaditos de pistachos y de cacahuetes, se retorcía sin parar en su carrito. No aguantando ya más, Guibrando terminó por plantear la cuestión que le quemaba en los labios desde su llegada:

—Giuseppe, no me habrás hecho venir hasta aquí únicamente para beber un vaso de moscato, ¿no?

—Que sepas que no he parado desde que te fuiste, chaval.

Su mirada chispeaba de malicia. Dio una vuelta sobre sí mismo e invitó a Guibrando a que siguiera las ruedas de su silla de ídem hasta el dormitorio que le hacía también las veces de oficina. Reinaba en el cuarto un alegre desbarajuste. La frágil escribanía había desaparecido bajo varias pilas de documentos. El ordenador y la impresora estaban puestos en el suelo para liberar espacio. La propia cama medicalizada no se había librado del tsunami y se hallaba literalmente forrada de hojas sueltas. Clavado a la altura de la silla de ruedas, un gran mapa de París y de la región parisiense ocupaba buena parte de la pared. Había en él anotaciones manuscritas. Había asimismo varios círculos de rotulador rojo hechos con trazo grueso. En otros sitios se habían tachado otros redondeles idénticos. Ciertos nombres de ciudades estaban subrayados; otros, borrados. Pósits atiborrados de esa letra indescifrable tipo pata de mosca de la que solo Giuseppe tenía el secreto florecían por aquí y por allá, repartidos por las cuatro esquinas de la capital y su extrarradio. El mapa era un rosario de tachaduras, reescrituras y encoladuras. La habitación tenía la apariencia de un Cuartel General militar en tiempo de guerra.

—Pero ¿qué es todo este mogollón, Giuseppe?

—¡Ah, esto! No se puede decir que se haya hecho solo, ¿verdad? Dos días enteros me llevó hacer el inventario y otros tantos clasificar y ajustar los datos. No ha sido fácil pero estoy satisfecho de mí mismo. Lo he acabado esta mañana.

—Pero ¿acabado el qué, Giuseppe?

—Pues a tu Julie. ¿Quieres encontrarla o no quieres encontrarla? Lo he leído todo tres veces para estar seguro de no pasar por alto ningún detalle. Pero los indicios son muy escasos. Avara en detalles, la mocita. En los setenta y dos documentos, ni una sola vez cita su apellido ni la ciudad donde curra. Una verdadera proeza de autor. Pero, bueno, hace falta algo más para desanimar a Giuseppe.

Puso una hoja suelta en las manos de Guibrando y añadió:

—He partido de esto. Sabemos que se llama Julie, que trabaja como chica de los lavabos, que tiene veintiocho años y que una vez al año, en el equinoccio de primavera, la señorita hace recuento de sus azulejos, cuyo número asciende a 14.717. Pero sobre todo me han llamado la atención los indicios número 4, 9 y 11, los más importantes: sus aseos se encuentran en un centro comercial. Ese centro tiene una superficie de cien mil metros cuadrados y se construyó hace al menos treinta años, por el decir de la grieta.

Guibrando contempló incrédulo la corta lista que tenía ante sus ojos. Los indicios número 4, 9 y 11 estaban subrayados en verde. Giuseppe le expuso a continuación la metodología empleada para llegar a la enorme y abigarrada ensalada chincheteada en la pared. Vía internet, había hecho el inventario completo de todos los grandes centros comerciales de París y de la Île-de-France, que constituía una lista de dieciocho centros, principalmente dentro del primer círculo. Enseguida pasó a cribar uno a uno esos centros en función de la fecha de su edificación, con vistas a eliminar los más recientes. Fueron así descartados de la selección Le Millénaire, en Aubervilliers, Val d’Europe, en Marne-la-Vallée, y Carré Sénart, en Lieusaint, víctimas los tres de su juventud. Una segunda pasada por el tamiz, esta vez con el criterio de la extensión de la superficie, redujo la lista finalmente a ocho. Y Giuseppe le citó con orgullo el nombre de los afortunados elegidos, indicándole su emplazamiento en el mapa con ayuda de una regla a la vez que enunciaba su pedigrí: «O’Parinor, en Aulnay, 1974, 90.000 m2. Ya lo sé, no son cien mil, pero, en fin, también lo he puesto en la lista. Rosny 2, 1973, 106.000 m2. Créteil Soleil, 1974, 124.000 m2. Belle Épine, en Thiais, 1971, 140.000 m2, quizá un poco grande. Évry 2, 1975, exactamente 100.000 m2. Vélizy 2, construido en 1972, 98.000 m2. Parly 2, en Chesnay, 1969, 90.000 m2. Como el de Aulnay, un poco justo, pero puede valer. Y el último, Les Quatre Temps, en La Défense, 1981, 110.000 m2. Todos están bien provistos de aseos públicos, pero en cambio no he podido confirmar la presencia o no de personal a su cargo. Esa información no figura en ninguna parte, ni que fuera tabú».

Guibrando estaba impresionado por la eficacia de su viejo amigo. Examinó los pequeños círculos rojos; si se les unía dibujaban una magnífica elipse que iba de Aulnay al noreste hasta Nanterre al oeste, eludiendo el sur de la capital. Solo Évry quedaba fuera de esa curva imaginaria y se hallaba aislado en la parte baja del mapa. Cuando Guibrando dejó caer que Julie muy bien podía trabajar en un centro situado en la provincia, Giuseppe se acaloró: «Vamos a ver, ese pendrive no lo has encontrado en el TGV París-Burdeos, ni en el de París-Lyon, sino en el RER, así que me parece que es más que probable que tu Julie no quite las raspas de otros cagaderos que de los de por aquí, digo yo. Y si yo fuera tú, empezaría mis pesquisas por O’Parinor y Rosny 2, que son los más próximos».

Pasaron el resto de la velada delante de un plato italiano elaborado minuciosamente por Giuseppe tal como lo había visto en la tele. Cuando iba a marcharse, Guibrando le prometió a su amigo mantenerlo informado del progreso de sus investigaciones. Regresó a su estudio con la valiosa lista cuidadosamente guardada en el bolsillo de su chaqueta. Y mientras Rouget VI sorbía uno tras otro los granitos que flotaban por la superficie de su pecera, Guibrando le citó el nombre de los ocho centros, ocho estaciones de vía crucis en las que depositaba todas sus esperanzas.