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El emperador debió de estar muy ocupado preparando los juegos que iban a señalar el milenio de la fundación de Roma, cuya celebración estaba prevista para la primavera, por lo que no pude entrevistarme con él personalmente. Pero no perdí el tiempo. Insistí acudiendo una y otra vez al Palatino para hablar con sus secretarios y conseguí que el funcionario encargado de las solicitudes de audiencia me recibiera. Llevé conmigo una extensa carta donde explicaba detalladamente la manera en que se había desenvuelto mi embajada ante el rey Sapor: los peligros arrostrados en mi estancia allí y las desventuras que había sufrido por defender una causa difícil y engorrosa, que era la de convencer a los persas de lo beneficioso de mantener la paz con Roma. Le expliqué a aquel funcionario lo importante que era para mí que el emperador me recibiera, puesto que quería explicarle mi apreciación personal de la situación en Ctesifonte. Me escuchó atentamente y me aseguró que transmitiría a Filipo cuanto le había expresado, despidiéndome a continuación con la promesa de que pronto tendría noticias suyas.

Al cabo de una semana me mandaron acudir al Palatino. Me pasé la noche en vela pensando en qué le diría y pulí mi discurso con la intención de impresionarle para sacar de la situación el mayor provecho posible. Pero una vez más me vi desilusionado. El emperador no me recibió.

Fue nuevamente el funcionario quien me atendió en su despacho. Sobre el escritorio se amontonaban los documentos oficiales, y desde el principio tuve la impresión de que me recibía solo por compromiso, de pasada y con prisas. Era un hombre menudo y de facciones sonrosadas, con una risita nerviosa y desagradable siempre dibujada en el rostro. Como la vez anterior, justificó a Filipo asegurando que se encontraba abrumado con múltiples ocupaciones, pero me garantizó que de ninguna manera había querido olvidarse de mí. Comentó elogiosamente mi actuación en Persia y me transmitió el agradecimiento y la estima del emperador. Luego llamó a un contable, que apareció con una pesada bolsa de cuero. Sin abrirla, se limitó a empujarla hasta ponerla delante de mí. Sin dejar de sonreír, me dijo que era el equivalente a quinientos mil sestercios, en áureos y denarios de plata, lo cual era una cantidad más que suficiente para recompensar el servicio prestado. Asimismo, me insinuó que lo más conveniente para mí era irme de Roma, a mi tierra o a cualquier otra parte, lejos del complicado mundo de la política que solo podría perjudicar a un joven como yo, inteligente y lleno de sana ingenuidad.

Me quedé desconcertado. En la época a la que me refiero, aquella cantidad era exorbitante. Sin embargo, nunca pensé que Filipo fuera a quitarme de en medio de esa manera.

—¿Él ha leído mi carta? —pregunté con voz entrecortada.

—Sí, claro —respondió el funcionario con fingida seguridad.

—Entonces —murmuré—, se habrá dado cuenta de lo que yo quería explicarle: que Sapor es de temperamento indoblegable y que nuestra paz provisional con él puede sucumbir en cualquier momento…

—Bien, bien —dijo poniéndose en pie—, eso a ti no debe ya preocuparte… Será mejor que te olvides de ello y que emprendas una nueva vida.

Recogí mi bolsa y salí de allí sumido en un deprimente estado, mezcla de humillación y desconcierto. Verdaderamente, no sabía qué hacer a partir de aquel momento. Supongo que cualquier otro se encontraría satisfecho con tal cantidad de dinero, pero no era eso lo que yo había buscado. No es que tuviera grandes pretensiones en el campo de la política o de la administración, pero iba a cumplir veintiséis años, y no es esa edad para sentirse como un jubilado y retornar a la tierra de uno con el aguinaldo para echar raíces y no volver a moverse de por vida.

Decidí pues permanecer en Roma de momento, esperando por lo menos disfrutar de las magnas celebraciones que se avecinaban, pero sin perder de vista la idea de que un día u otro tendría que pensar en retornar a Lusitania.

Durante aquel tiempo no tuve otra cosa mejor que hacer que deambular por Roma. Sin ocupación ni destino, me uní a la masa de gente ociosa que iba de los mercados, a las termas y de las termas, a las tabernas. Había un grupo de militares jóvenes, en situación semejante a la mía y me incorporé alegremente a su rutina de diversión: comer, beber y buscar mujeres. Pero pronto empecé a sentir hastío de aquella insaciable ansia de probar el vino de todas las bodegas y las muchachas de todos los tugurios.

Una de aquellas tardes, al salir de las termas, me disculpé ante ellos diciéndoles que no me encontraba bien. Se encogieron de hombros y se despidieron sonrientes, con la mirada llena del deseo de no desperdiciar ni un momento de diversión. Y yo puse rumbo a la posada dispuesto a cenar algo ligero y acostarme lo antes posible.

Pero no pude dormir casi nada. Era algo que me sucedía siempre después de varios días dedicado a los placeres de los sentidos: me invadía una gran vaciedad y mi alma se poblaba de tenebrosas imágenes. Intenté sosegarme pero no lo conseguí. Me veía asomado a un oscuro y frío abismo, sintiendo un vértigo mortal. Después se apoderó de mí una especie de añoranza de algo indeterminado, una nostalgia hueca. Busqué entre los recuerdos de las personas que había amado, pero no era a ellos a quienes echaba en falta. Solo puedo explicar aquello, que ya me había sucedido alguna otra vez, como una lejanía infinita; la soledad y la separación en el confín de algo inexplicable.

Antes del amanecer, cuando rendido de dar vueltas buscando el sueño que no llegaba iba por fin a caer en sus brazos, unas voces en la calle espantaron definitivamente a Morfeo. Entonces decidí levantarme para pasear y refrescarme con el agua de alguna fuente, pues el sudor de la desasosegada noche estaba pegado a mi cuerpo.

Al salir, la brisa de la madrugada terminó de despejarme. Era esa hora de la última oscuridad, en la que los borrachos se cruzan con los que buscan, sobrios, ganarle tiempo al día. Chirriaban las ruedas de los carromatos de abastecimiento y los pasos decididos sonaban sobre las losas, mientras algunos se tambaleaban o se detenían para orinar o vomitar en las esquinas. Me alejé por las calles en penumbra, donde los pájaros medio dormidos comenzaban a lanzar sus llamadas.

Me detuve en algún lugar de la ladera del Quirinal y contemplé la ciudad amaneciendo. El cielo era violáceo en el horizonte y miles de hilillos de humo se elevaban desde las chimeneas. Las arboledas somnolientas y los grandes edificios se recortaban oscuros aún. Reinaba un gran silencio y pensé que en aquellas horas Roma pertenecía a los dioses. Entonces sentí la necesidad de recorrer el Foro antes de que la gente empezara a adueñarse de las calles. Descendí hasta la vía Sacra y caminé por ella casi en solitario, cruzándome tan solo con algún sacerdote que acudía apresurado al primer culto. Pasé junto al templo de César divinizado y entré en la basílica Julia un momento, para salir después y detenerme frente al impresionante arco de Séptimo Severo, erigido en honor de este emperador y de sus dos hijos Caracalla y Geta, para celebrar las victorias de los ejércitos romanos sobre los partos. Finalmente, caminé con decisión y pasé sin detenerme por cierto número de monumentos honoríficos, que comenzaban a desplegar su esplendor iluminados por los primeros rayos del sol recién amanecido: estatuas ecuestres y diversas columnas conmemorativas. En el ángulo noroeste, me dejé llevar por mis pasos que me llevaron al arco de Triunfo de Tiberio, erigido por este para conmemorar la recuperación de los estandartes perdidos en Germania cuando la catástrofe de Varo. Y me sorprendí a mí mismo introduciéndome en el laberinto de callejuelas que formaban el barrio donde se encontraba el templo de Salus, cuyos muros aparecieron de repente ante mí al torcer una esquina. Entonces quise engañarme diciéndome que no era justo pasar por allí sin entrar y presentarme ante los dioses a cuyo servicio estuve durante un año de mi vida; aunque no eran las imágenes de aquellos dioses lo que acudía a mi mente, sino el recuerdo de la joven sacerdotisa Salus. Me di cuenta de que, a pesar del tiempo transcurrido, sus ojos profundos seguían grabados en algún lugar de mi espíritu.

Fui bordeando los altos paredones, hasta que llegué ante la reja de entrada al recinto. El corazón me latía fuertemente. Tiré de la argolla y la campana sonó al otro lado con el tintineo que me resultó tan familiar como el aroma del mirto que escapaba del jardín. Aguardé un momento, impacientándome, y escuchando en mi interior al temor de que Salus no me hubiera perdonado por dejar el templo. Pero insistí con la campanilla, pues el deseo de volver a verla fue más fuerte que aquella incertidumbre.

Al cabo apareció un criado, distinto al que yo conocía, que sonrió ampliamente cuando hice el saludo ritual que recordaba bien y que le hizo suponer que yo era un iniciado.

—Perdona si te he hecho esperar, señor —dijo—, pero me encontraba en el otro lado del huerto.

Me indicó con un gesto que pasara y se puso delante de mí para que le siguiera por entre la vegetación que se extendía alrededor del templo. Las enredaderas estaban verdes y había grandes flores amarillas en las calabaceras. Me estremecí al pasar junto a la vieja acacia bajo cuya sombra solíamos sentarnos Salus y yo a conversar.

Al llegar ante las gradas que ascendían hasta la puerta principal del santuario, el criado me preguntó:

—¿Vienes a dejar una ofrenda o deseas solicitar un oráculo?

—Me gustaría ver a la joven del templo —respondí.

—Ah, comprendo. Entonces puedes aguardar dentro —sugirió—. Iré a buscarla.

Subí los escalones y en la puerta me alcanzó el aire espeso y caliente, hecho de la mezcla del olor dulzón de las flores y el humo del aceite quemado en las lamparillas. Cuando mi vista se hizo a la penumbra interior, aparecieron frente a mí las estatuas de los dos jóvenes dioses del templo, situados a ambos lados de la gran ara central, resplandeciendo y rebosantes de vigor y salud, para expresar así el sentido último de aquel culto que invocaba a la eterna juventud como signo de divinidad.

Un montón de recuerdos se agolparon en mi mente. Paseé mi mirada por la nave y comprobé que todo seguía igual: los exvotos colgados en las paredes —manos, piernas, cabezas y troncos de cera ofrecidos en agradecimiento por la sanación de alguna enfermedad—; vasijas, cabelleras, joyas, armas; y, en un rincón próximo al dios, el maniquí desnudo que un día sostuvo la armadura que sustraje para mí antes de embarcarme hacia Antioquía.

Mientras estaba contemplando todo aquello, empezó a sonar la fístula ritual que anunciaba la presencia de la sacerdotisa. El rostro de Salus vino entonces a mi memoria, evocado por aquella dulce música que el esclavo entonaba siempre que ella y yo acudíamos al interior del templo para atender a los fieles. Me volví, y vi entrar a contraluz la esbelta silueta revestida de fino lino que venía hacia mí con un delicado contoneo, siguiendo los pasos solemnes de la danza de entrada. El cabello estaba suelto, sedoso, agitado levemente por el movimiento; pero aún no podía ver su rostro, pues el resplandor de la puerta me deslumbraba. Sabía que aquella entrada insinuante se demoraba, con la finalidad de excitar el deseo en el fiel, que debía permanecer impasible a los pies de la estatua, hasta que la muchacha estuviera a su altura.

Por fin llegó junto a mí, se detuvo, extendió los brazos e hizo la pregunta:

—¿Qué mal turba tu alma? ¿Qué esperas de la diosa? ¿Por qué sufres?

Aquella no era la voz de Salus, y el rostro que mis ojos se encontraron cuando le llegó la luz tampoco era el suyo. Se trataba de una muchacha diferente, casi tan hermosa como ella, pero me sentí defraudado; y la joven, preparada como estaba para adivinar los sentimientos, advirtió mi estupor y me preguntó con dulzura:

—¿Qué te sucede? ¿No te resulto agradable?

—Oh, no —balbucí—, no se trata de eso… Esperaba encontrar aquí a otra persona.

—Ah, ¿querías estar con el muchacho? Me pareció que el criado había dicho que solicitaste a la joven.

—No, no se trata del muchacho. Quería ver a la anterior joven, a Salus. ¿No está aquí?

—Lo siento —respondió con dulzura—, ella ya no es la joven del templo. Se ve, amigo, que hace tiempo que no frecuentas el culto, ya que ella dejó el santuario hace dos años.

—He estado lejos de Roma. Pero, dime, ¿puedes indicarme dónde podré encontrarla?

—Querido amigo —dijo poniéndose más seria—, para implorar el auxilio de la diosa no tienes que acudir a ninguna persona en concreto. Los hombres y las mujeres pasamos; los dioses son eternos. Si lo que buscas es la compañía humana, te has equivocado de lugar…

—Bueno, bueno, no hace falta que me expliques todo eso —le repliqué—; lo conozco muy bien. Te ruego que me digas dónde está Salus; es muy importante para mí encontrarla.

—¿No sabes que tengo prohibido dar esa información? Cuando los jóvenes dejan el templo cambian de vida y no es bueno que los fieles los perturben. Esto es solo un servicio transitorio.

—¡Está bien! —me impacienté—. ¿Quieres dejar de darme lecciones? Conozco muy bien todo eso. Ya te lo he dicho. ¡Por favor! ¿Dónde está ella? ¿Se encuentra bien o le ha sucedido algo?

La vi mirar hacia el esclavo y hacer un esfuerzo para mantenerse serena. Yo conocía bien el mecanismo, puesto que fui adiestrado y sabía que nunca debían mostrarse los propios sentimientos. Cuando algún fiel se propasaba o resultaba impertinente, los esclavos guardianes se ocupaban de él. Por eso, el criado salió y fue en busca de su compañero. Al momento, aparecieron los dos y se pusieron junto a la joven.

—¿No me lo vas a decir? —insistí.

—No —respondió ella con firmeza.

—Muy bien —dije—. Entonces te revelaré quién soy yo. Soy Félix, el anterior muchacho del templo. ¿No oíste hablar de mí?

Ella se sobresaltó y dio un salto hacia atrás. Después me miró horrorizada y les gritó a los esclavos.

—¡Echadlo! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!

Los esclavos eran muy fuertes. Me asieron violentamente y comenzaron a arrastrarme hacia la puerta, pero conseguí zafarme de ellos y dije:

—¡Basta! Me iré por mi propio pie.

Salí de allí asqueado y confuso, como lo hiciera en otro tiempo cuando descubrí con repugnancia lo que se traía entre manos ese culto, y me juré no volver jamás a poner mis pies en aquel templo.