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Le había dado a Mariano una memoria USB con las fotos. La otra, la de mis anotaciones en el portátil y el borrador del artículo, la llevaba en el bolsillo del pantalón. Me senté en mi mesa y enseguida comprendí que tenía pocas ganas de ponerme a escribir. Mi cabeza estaba en todas partes menos allí. Por lo general suelo trabajar en casa, es más cómodo, me concentro mejor. Pero hay que guardar las apariencias. Ser el hijo de la dueña y directora no es fácil. Para no parecer un protegido y que se me considere uno más del equipo, aunque mi trabajo sea de campo, no de redacción, tengo esa mesa, como cualquier otro. Y se me exige más. No basta con ser bueno: he de ser brillante. A mí me va la marcha, pero a veces cansa.

Había echado un vistazo a los periódicos antes de salir de casa. Nada nuevo. Ahora estaba consultando en Internet si había algo de última hora. Lo mismo. Repetían los datos del día anterior, y llenaban ya páginas y más páginas con especulaciones de todo tipo. Los fans la defendían. Los que aprovechaban cualquier resquicio para hacer leña de los árboles caídos entraban a degüello. No hay nada más apetitoso para el morbo que una diosa de la belleza golpeada por el destino, bien sea por su culpa o por el azar.

La venganza de los mediocres, los feos, los vacíos de corazón…

Salí de Internet y empecé a releer mis anotaciones. Mi madre tenía razón: había párrafos ya válidos para mi artículo. Necesitaba la entrada y el final. El interior casi estaba hecho. Y por mucho cuidado que tuviera, el tema se salía, resultaba demoledor, así que las agencias se molestarían bastante, inevitablemente. ¿Cómo no mencionar que la «caza» de jóvenes modelos en África, o en otras partes pobres del planeta, era el moderno tráfico de esclavos del siglo XXI?

Las agencias.

Alejandra era una de las estrellas de Top Uno.

No tenía a nadie cerca, o pendiente de mí, así que cogí el teléfono y llamé a Elsa para pedirle que me comunicara con la agencia. Colgué y esperé. Un minuto. Cuando sonó la señal retomé el auricular y supe que después de aquello ya no habría vuelta atrás.

Iba a sumergirme de lleno en la pendiente del caso.

Y peor si era cuesta arriba, me costaría más.

Aunque todas las pendientes llevan al infierno.

—Buenos días. Con Máxima, por favor.

—La señora Máxima está reunida y me temo que hoy…

—Dígale que es de Zonas Interiores.

—Un momento.

Aunque la llamasen de todos los periódicos, de todas las revistas, de todos los programas de TV o radio, Zonas Interiores era diferente, así que solía ser una llave capaz de abrir cualquier puerta. Máxima Álvarez Neekhardt lo sabía. Éramos, además de amigos, buenos clientes suyos. Hacíamos no pocas campañas propias. Y cuidábamos con guante de seda a sus chicas y a la propia agencia.

La voz de la mujer que, a su vez, había sido una de las más famosas top models hacía treinta años, llegó hasta mí a través del hilo telefónico.

—¿Sí?

—Soy Jon Boix —le dije—. ¿Cómo estás, Máxima?

Escuché un suspiro prolongado, no de hastío o de enfado por mi llamada, sino de cansancio.

—No muy bien —me confesó—. Estoy consternada y afectada. ¿Y tú?

—Yo, incrédulo. Llegué anoche de África, así que todo esto me ha pillado de improviso.

—Ya.

No parecía muy proclive a la charla. La imaginé en su despacho, como mi madre. Otra diosa. Cincuenta años, todavía muy bella, con mucho estilo, y mimando y protegiendo a sus chicas. Era dura, pero también tierna. Y honrada. Una rara cualidad en su mundillo.

—¿Sabes algo, aparte de lo que dicen los periódicos?

—No, lo siento.

—Te lo pregunto como amigo, no como periodista.

—Lo sé, cariño. Lo sé —su voz se dulcificó—. Pero la tienen metida ahí, en comisaría, y no ha habido forma de hacer nada —noté su estremecimiento al preguntarme—: ¿Te imaginas a Alexia encerrada?

—Escucha —pasé de su comentario—, hace mucho que no la veo, que no sé nada de ella salvo lo que aparece en televisión o en las revistas. Ni siquiera sé que hay de verdad o de mentira en todo ello. Sólo me preocupa saber…

—Mucho es mentira, Jon, o está exagerado, deformado —me interrumpió—. Pero por desgracia la base es real. Hace ya demasiado que se pasó al lado peligroso, el fácil. Desde la muerte de su madre. Eso la privó de su único nexo con la realidad. Se encerró en su cápsula y… adiós.

—No puede ser tan sencillo.

—¡Lo es! ¿Acaso piensas que no hice, que no hago lo que está en mi mano por ella? El desamparo de la soledad es muy duro, tú la conoces, y conoces a muchas modelos. Su punto de equilibrio es muy frágil. Yo intenté hacer de madre y fracasé, porque no puedo ser su jefa y además reñirla y quererla. Le dije que las drogas, los escándalos sentimentales, ser pasto del morbo humano no la ayudaría, al contrario. Le dije que ésa era la peor de las famas, porque es destructora. Una espiral de la que casi nunca se sale. Pero no me hizo caso. No me lo ha hecho en estas últimas semanas, meses… Y ahora esto —reapareció su lado profesional—. ¿Sabes la de contratos que me están cancelando hoy? Eso es mucho dinero, pero no se trata del dinero, sino del síntoma. Cuesta mucho forjar una carrera, y muy poco destruirla.

—¿Cuando has hablado con ella, qué te ha dicho?

—Siempre dice que no me preocupe, que lo tiene todo controlado —soltó un bufido—. Controlado. Es lo que dicen todos, ¿no? Cuando a alguien se le escapa la vida de las manos se dice que lo tiene controlado —su voz se revistió de amargura—. Jon, cielo, lleva tiempo buscando algo, pero ni ella misma sabe qué es. Cuando pienso en vosotros, al comienzo… ¿Por qué no te fuiste con ella entonces? ¿Por qué?

¿Por qué?

—Ya lo sabes —suspiré.

Una estrella emergente, dispuesta a comerse el mundo, y un periodista ávido de vida, dispuesto a hacer de ese mundo su casa.

¿Puede el amor devorar los sueños de dos personas?

—Si hablas con ella dile que haré lo posible por ayudarla —inicié la retirada.

—Y si lo consigues tú, dile que aquí la apoyamos.

Es curioso: en ningún momento nos habíamos preguntado si creíamos que ella había cometido ese crimen.

Tampoco lo hicimos en ese instante.

—Gracias por hablar conmigo, Máxima.

—Gracias a ti, Jon. Cuídate mucho. Y dale un beso a tu madre de mi parte.

Máxima Álvarez Neekhardt no tenía hijos.

Colgué el teléfono y tardé dos o tres minutos en centrar la vista en la pantalla de mi ordenador, donde el texto de mi reportaje sobre las agencias de modelos que iban a la búsqueda de nuevos rostros a los lugares más insospechados seguía esperando.

¿Quién marcaba las tendencias? ¿Quién decidía de pronto que el próximo año volverían los pantalones acampanados o que se impondrían los zapatos de puntera plana? ¿Quién descubría que las rubias ucranianas eran maravillosas, las más hermosas del momento? ¿Y quién ponía de moda a las asiáticas o la necesidad de las modelos de piel de ébano para las pasarelas del futuro?

¿No había bastantes chicas en el mundo occidental, incluso asiáticas o negras, soñando con ser modelos, que tenían que irse a buscarlas a Somalia o Etiopía, sólo porque allí se decía que vivían las chicas más bellas y de cuerpos más perfectos del planeta?

El mundo devoraba modelos como si fuesen palomitas de maíz en el cine. Cada año surgía la necesidad de encontrar caras nuevas, más y más objetos de culto animado. En el fondo era un universo cruel, porque con la aparición de decenas, centenares de nuevas modelos, otras tantas se veían obligadas a dejarlo, a colgar los hábitos, a malvivir, pasar a la oscuridad del erotismo o intentar la caza de un hombre maduro que las convirtiese en dignas estatuas. Algunas eran inteligentes, llegado el momento ponían negocios con el dinero ahorrado, o se casaban y mantenían una vida estable, o hacían lo imposible por mantener el equilibrio mental que representa ser una «vieja» a los treinta años. La mejor edad para cualquier mujer, y la frontera del retiro para las modelos. Detrás de cada una había una historia.

Y muchas daban para una novela.

Yo acababa de estar en esos países, siguiendo la estela de los cazatalentos y las agencias que iban por los pueblos reuniendo a las jovencitas para proponerles un sueño fácilmente convertible en pesadilla. Quería escribir sobre la soledad de esas niñas arrancadas de sus hogares, con permiso de sus padres, que veían en ello una oportunidad, y llevadas a París, Milán o Nueva York. Noventa y siete de cada cien regresaban o fracasaban. Las segundas quizá ya no quisieran volver a sus casas. Las que sí lo hacían se enfrentaban a otra clase de problemas. ¿Qué habían hecho en el extranjero? ¿Aún eran puras? El sueño se terminaba también así para las familias. Y ya nada era igual en sus vidas. En cuanto a las que sí conseguían posar para buenos fotógrafos o desfilar en una pasarela, la gran pregunta acababa siendo al final si había valido la pena, si habían sido más felices siendo modelos, casi todas del montón, porque no nos engañemos: tops sólo hay un puñado.

No podía escribir aquel artículo en mis condiciones.

No estaba centrado.

Un reportaje es investigación más escritura. Talento para ver y habilidad para contarlo. Yo soy bueno en las dos cosas, lo sé, pero cualquiera necesita su propio equilibrio para dar lo mejor de sí mismo.

Me levanté con la excusa de que me hacía falta un café sabiendo que en realidad lo que hacía era huir.

Aunque no podía escapar de Alejandra.

Seguía en mi mente.

Y cada vez, como aguijones punzantes, los recuerdos volvían a mí.

El reportaje, hacía tres años, en su pueblo, con su gente…