Capítulo 13

—¡Por fin has vuelto! —exclamó Maggie.

Rose entró en el piso con sigilo. Había tenido un día horrible. Había estado trece horas trabajando, la puerta del despacho de Jim no se había abierto en toda la jornada, y no estaba de humor para las tonterías de Maggie.

Todas las luces del pequeño salón del piso estaban encendidas, olía como si algo se estuviese quemando en la cocina, y Maggie, vestida con unos arrugados pantalones cortos de pijama rojos y una camiseta en la que ponía «GATITA SEXY» con letras plateadas, estaba sentada en el sofá haciendo zapping. En el centro de la mesa había un bol de requemadas palomitas de maíz hechas en el microondas junto a un tazón de maíz congelado recalentado, dos troncos de apio y un tarro de mantequilla de cacahuete. Esto, en el mundo de Maggie, pasaba por una comida equilibrada.

—¿Qué tal va la búsqueda de trabajo? —le preguntó Rose, mientras colgaba su abrigo y se iba hacia el dormitorio, sobre cuya cama estaba volcado el contenido de su armario al completo—. ¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado?

Maggie cayó pesadamente encima del montón de ropa.

—He decidió que había que arreglarte el armario.

Rose miró fijamente la confusión de blusas y chaquetas y pantalones, ahora tan desordenados como el equipaje de Maggie en el salón.

—¿Por qué haces esto? —repuso Rose—. ¡No toques mis cosas!

—Rose, intento ayudarte —se justificó Maggie, aparentemente ofendida—. He pensado que, con lo generosa que has sido conmigo, es lo mínimo que puedo hacer por ti. —Clavó la vista en el suelo—. Siento haberte hecho enfadar —se disculpó—. Sólo quería ayudarte.

Rose abrió la boca, pero volvió a cerrarla de nuevo. Esto formaba parte del don especial que tenía su hermana: justo cuando estabas a punto de matarla, de tirarla por la ventana o de pedirle que te devolviera el dinero, la ropa y los zapatos, te decía algo que te llegaba al corazón directo como una flecha.

—Está bien —murmuró—. Cuando acabes, ponlo todo en su sitio.

—Se supone que cada seis meses hay que revisar el armario entero —apuntó Maggie—. Lo he leído en Vogue. Y está claro que vas atrasada. He encontrado unos tejanos desgastados —añadió con un estremecimiento—. Pero no te preocupes. Los he tirado.

—Tendrías que habérselo dado a los pobres.

—Que uno sea pobre —declaró Maggie— no significa que tenga que llevar ropa anticuada. —Le acercó a su hermana el tazón con maíz—. ¿Quieres?

Rose cogió una cuchara y se sirvió.

—¿Y cómo sabes lo que me pongo y lo que no?

Maggie se encogió de hombros.

—Bueno, algunas cosas resultan obvias. Como esos pantalones de la talla cuarenta y dos de Ann Taylor.

Rose sabía cuáles eran. Los había comprado en rebajas y se había metido en ellos una vez hacía cuatro años después de una semana sin tomar nada más que café negro y las barritas adelgazantes Slim-Fast. Desde entonces habían estado colgados en su armario, como un reproche silencioso, un recordatorio de lo que podía lograr si se esforzaba y dejaba de comer patatas fritas, pizza y… en fin, casi todo lo que le gustaba.

—Quédatelos —le ofreció.

—Me van enormes, pero a lo mejor podría hacer que me los arreglaran —repuso Maggie dirigiendo otra vez su atención a la televisión.

—¿Cuándo lo guardarás todo? —quiso saber Rose, que se imaginó intentando dormir encima del desorden de ropa amontonada.

—¡Chsss! —exclamó Maggie, y levantó un dedo para señalar la pequeña pantalla, donde una placa de hierro sobre ruedas pintada de rojo amenazaba a un objeto azulado de cuyo centro salía una cuchilla rotatoria.

—¿Qué es esto?

—¡Una tele! —repuso Maggie mientras estiraba una pierna y la giraba hacia un lado y otro, inspeccionando su pantorrilla—. Es una caja con imágenes, y las imágenes cuentan historias estupendas.

Rose pensó en coger su monedero. «Mira, un talón —le diría, sujetando el objeto en cuestión lejos de las zarpas de su hermana—. Es dinero y se gana trabajando.» Maggie tomó un sorbo de la botella abierta de champán que tenía al lado. Rose abrió la boca para preguntarle de dónde la había sacado, pero entonces cayó en la cuenta de que era una botella que alguien le había dado cuando entró en el cuerpo de abogados y que desde entonces había estado descansando en un rincón de su nevera.

—¿Qué tal está el champán? —le preguntó.

Maggie tomó otro trago.

—Delicioso —contestó—. Y, ahora, presta atención. Mira y aprende. Este programa se llama Robots de combate, y estos chicos construyen robots…

—Bonito entretenimiento —comentó Rose, que siempre que podía intentaba alentar a Maggie a buscarse hombres decentes.

Maggie hizo un gesto de indiferencia con la mano.

—¡Son una verdadera pasada! Construyen los robots, los robots luchan entre sí y al ganador le dan… algo. No sé muy bien qué. Mira, mira, ése es mi favorito —dijo, señalando lo que parecía un camión de la basura en miniatura con una púa soldada en el centro—. Se llama Philiminator —añadió.

—¿Cómo? —se extrañó Rose.

—El tipo que lo hizo se llama Phil, por eso la máquina se llama así. —Efectivamente, la cámara se dirigió hacia un tipo pálido y larguirucho que llevaba una gorra de béisbol en la que ponía «Philiminator»—. Ha ganado tres asaltos —explicó Maggie mientras un segundo robot aparecía en escena. Éste era de color verde chillón y parecía un potente atrapapolvo.

«Grendel», anunció el presentador.

—Vale —dijo Maggie—, tú vas con Grendel.

—¿Por qué? —inquirió Rose, pero el juego ya había empezado. Los dos robots comenzaron a perseguirse, moviéndose a toda velocidad por el suelo de cemento como pequeños perros rabiosos.

—¡Vamos, Philiminator! —gritó Maggie, que agitó la botella de champán con efusividad. Miró a su hermana.

—¡Eso es, Grendel! —exclamó Rose. El robot de Maggie se acercó como una bala. La púa que tenía en el centro subió y subió, y cayó como una guillotina, hiriendo de pleno a Grendel; Maggie palmoteo y siguió animando.

—¡Guau! ¡Casi! —chilló.

Los robots se movieron para volverse a quedar frente a frente.

—¡Vamos, Philiminator! ¡MACHÁCALO! —gritó Maggie.

Rose rompió a reír cuando una púa empezó a girar en una de las ruedas delanteras de Grendel.

—¡Oh, vigila que voy…!

Ahora Grendel se acercó a su contrincante. Philiminator levantó su púa y golpeó a Grendel en el centro.

—¡Sí! —se alegró Maggie.

Ahora los dos robots estaban bloqueados, unidos por las púas. Grendel giró a un lado y después al otro, pero no podía liberarse.

—Venga… Venga… —murmuró Rose.

La rueda de Grendel dio vueltas, saltaban chispas del suelo. Philiminator levantó su púa para asestarle a Grendel un golpe mortal, pero éste huyó.

—¡VAMOS, GRENDEL! —gritó Rose poniéndose de pie—. ¡Sí, sí! —Maggie se enfurruñó mientras Grendel arremetía contra su contrincante, metiendo la púa por debajo del alto Philiminator y lanzándolo por los aires, de manera que cayó boca arriba.

—¡Nooo! —protestó Maggie mientras el robot de Rose atropellaba al suyo una y dos veces hasta que no quedó más que una amasijo de piezas rotas y aplastadas.

—¡Oh, sí! ¡OH, SÍ! —replicó Rose, que agitó un puño en el aire—. ¡Ahora empezamos a entendernos! —gritó, hablando como había oído que hablaban los tipos de la fila de atrás en los partidos de los Eagles después de un touchdown especialmente decisivo. Entonces se volvió hacia su hermana, convencida de que Maggie se estaría riendo de ella para mostrar con descaro lo patética que le resultaba su emoción. Pero Maggie no se reía. Maggie, con las mejillas sonrosadas, le sonreía con la mano extendida como diciendo «choca esos cinco», y se rió cuando le ofreció a su hermana la botella de champán. Rose titubeó, pero tomó un sorbo.

—¿Quieres que pidamos una pizza? —propuso Rose. Podía visualizar el resto de la noche: pizza en pijama y palomitas recién hechas, las dos juntas en el sofá debajo de una manta, viendo la tele.

Entonces sí que Maggie sonrió burlonamente… pero sólo un poco. Su voz fue casi amable:

—Ahora estás disfrutando realmente, ¿verdad? —le preguntó—. Deberías salir más.

—Salgo lo suficiente —repuso Rose—. Eres tú la que deberías estar más en casa.

—Paso mucho tiempo en casa —dijo Maggie, levantándose con garbo. Se fue hasta el dormitorio y volvió al cabo de unos minutos enfundada en unos tejanos desgastados, ceñidos y bajos de cintura, un top rojo que dejaba un hombro y un brazo completamente al descubierto, y las botas de cowboy con jalapeños de Rose. Las botas de cowboy rojas de piel labradas a mano que se había comprado un fin de semana en Nuevo México, adonde Rose había ido en cierta ocasión para asistir a un seminario que trataba sobre leyes de seguros—. No te importa, ¿verdad? —le preguntó Maggie mientras cogía el bolso y las llaves—. Las he visto en tu armario. ¡Parecían tan solas!

—¡Ya! —exclamó Rose. Miró fijamente a su hermana y se preguntó qué debía de sentirse al ir por la vida siendo tan delgada y tan guapa; cómo sería que los hombres la miraran a una con aprobación incondicional y la más absoluta de las lujurias—. Pásatelo bien.

—Siempre lo hago —repuso Maggie, y salió con paso decidido por la puerta, dejando a Rose con las palomitas, el champán sin efervescencia y el desorden de ropa esparcida por la cama. Ella devolvió la televisión a su habitual silencio y se dispuso a ordenar el desastre.