Las ninfas de Charlie

Mientras la de por sí exhibicionista Gente Dorada irrumpía en los estruendosos años veinte a un ritmo frenético, había entre ella una pequeña y solitaria figura dedicada al cine como arte. Este hombre era británico, y británico seguiría siendo.

Charles Spencer Chaplin asistía a los festejos que daban los demás —los de disfraces, no los "escandalosos"— pero nadie recordaba que él hubiese ofrecido uno jamás.

Este obsesivo del trabajo bien hecho prefirió erigir su propio estudio en un terreno que había adquirido en la esquina del Sunset Boulevard con La Brea, y se pasaba meses enteros perfeccionando las tomas de sus películas. Chaplin no solía ir en pos del escándalo; era éste quien lo buscaba. A partir de su meteórico ascenso a la fama había sido objeto de todo tipo de especulaciones en la colonia fílmica. Algunas de ellas estaban relacionadas con su probada avaricia, pero el tema más popular para el cotilleo era el gancho que este hombrecillo tenía con las mujeres. Su nombre había estado vinculado a los de Edna Purviance, Lila Lee, Josephine Dunn, Anna Q. Nilson, Thelma Morgan Converse, May Collins, Claire Windsor, Clare Sheridan y Pola Negri.

Una ninfa relevante en la vida de Charlie fue una de las mujeres más ricas del mundo; la primera corista buscadora de oro procedente del elenco Ziegfeld, Peggy Hopkins Joyce. Se había instalado confortablemente en Hollywood con tres millones de dólares en su cuenta corriente (procedentes de las asignaciones de sus cinco maridos) en el año 1922, repleto de escándalos, sólo para comprobar por sí misma si la tan mentada ciudad del pecado hacía honor a su reputación.

Peggy se plantó en Hollywood con un elegante vestido negro y un generoso muestrario de esmeraldas y diamantes; cierto joven acababa de suicidarse en París por su amor. El luto de ella se limitó únicamente al guardarropa y muy pronto se encontró cenando con Charlie, tête à tête. Su forma de presentarse tuvo el mismo candor que el de una corista: ¿"Es cierto, Charlie, lo que afirman todas las chicas, que estás mejor dotado que un semental"?.

La gran rubia y el pequeño cómico se apresuraron a gozar de un veraneo anticipado en la Isla Catalina. Como coartada para este idilio, Chaplin aprovechó para localizar los exteriores de Napoleón, su proyecto más inminente.

Peggy y Charlie encontraron una discreta ensenada en la parte más solitaria de la isla, desde donde podían hacer excursiones y practicar el nudismo sin ser observados; al menos eso imaginaban. La presencia de las dos celebridades en la islita no había pasado sin embargo inadvertida, y algunos de los más curiosos nativos de Catalina escalaron las montañas que dominaban la bahía equipados con potentes binoculares. Al poco tiempo, las cabras salvajes oriundas de Catalina eran apodadas "Charlies".

En el transcurso de su breve, pero intensa amistad, Peggy obsequió a Charlie con el relato de su vida de "buscadora de oro". El hizo buen uso de estas anécdotas, y algunos incidentes de la temprana carrera de la Hopkins-Joyce le aportaron la necesaria inspiración para su film Una mujer de París.

Las "mujercitas" en la carrera hollywoodense de Charlie establecieron su reputación como "gallo de corral". La primera ninfa fue la rubia y menuda Mildred Harris, que sólo contaba catorce años cuando encontró a Charlie en una inocente fiesta playera en Santa Mónica. Cuando Chaplin la pidió en matrimonio, ella tenía solamente dieciséis años. Charlie había sido debidamente informado de su estado de embarazo, y el casamiento parecía ser la forma más deportiva de encarar la cosa.

Sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas tras la ceremonia, cuando el jefazo de un Estudio recién surgido, un ex-chatarrero llamado Louis Mayer, ofreció a Mildred un contrato. Ella lo firmó. Mildred poseía un rostro agradable, pero no era actriz. Sin embargo a Mayer le pareció rentable lanzarla como "señora de Charlie Chaplin".

Este contrato disgustó a Chaplin, que no había sido consultado. Mayer anunció a bombo y platillo que el primer vehículo estelar para Mrs. Chaplin (Mildred Harris) sería una saga sobre incompatibilidades domésticas titulada El sexo débil.

Como pareja artística, Charlie, de veintinueve años, y Mildred, de dieciséis, no funcionaron demasiado bien.

Chaplin le confió a Fairbanks que su jovencísima esposa no era precisamente un peso pesado mental. Una ráfaga de tragedia se filtró cuando Mildred escapó de la muerte por pelos al dar a luz; el bebé, un niño, resultó un ente deforme que sólo sobrevivió tres días. Fue enterrado en el Hollywood Memorial Park bajo una losa en la que se leía "El Ratoncito" y sobre cuyo dibujo el especialista había fijado una encantadora sonrisa. La criatura no había sonreído jamás.

Al lanzar Mayer una campaña de publicidad basada en la "famosa esposa del comediante", el matrimonio Charlie-Mildred hizo aguas y comenzaron a recriminarse mutuamente (ella le acusaba de crueldad, él alegaba infidelidad) en todos los titulares de la nación. Chaplin era lo bastante discreto como para atraer la atención sobre sus fugas del lecho conyugal —a menudo solía pasar la noche en compañía de Nazimova, la "Mujer de los Mil Caprichos" de la Metro. Charlie estaba indignado con la desaprensiva explotación de su nombre para promocionar las películas de Mildred, la segunda de las cuales no era más que una barata imitación de Mary Pickford titulada Polly, la del País de las Tormentas. Dado el carácter y el temperamento de Charlie, era evidente que la chispa no tardaría en saltar. El 8 de abril de 1920 tuvo lugar un encuentro fortuito en el atestado comedor del concurrido Hotel Alexandria. Sentados en mesas diferentes pero una en frente de la otra, Chaplin acusó a Mayer de envalentonar a Mildred respecto de los preliminares del divorcio. Cuando Mayer se levantó para dirigirse majestuosamente hacia el vestíbulo, Chaplin le siguió. Mayer se volvió y le gritó "¡Pervertido asqueroso!".

Chaplin le retó a que se despojase de sus gafas, a lo que Mayer respondió quitándoselas con su mano izquierda y noqueando a Charlie con la derecha. Un atento Jack Pickford levantó a Charlie del macetón con palmera en donde había aterrizado y se lo llevó chorreando sangre. Mayer, que en sus difíciles años de chatarrero de New Brunswick había aprendido a sacudirse a sus adversarios, le miró desdeñoso al verle partir: "Sólo hice lo que cualquier hombre hubiera hecho".