Capítulo 3

—Ya os he dicho más de una vez que Daadi no va a volver —les dijo Rachel a los gemelos mientras los acostaba.

Habían charlado sin parar sobre la presencia de Sam en el establo, y le habían hecho preguntas a Rachel para las que no tenía respuesta. En aquel momento, se sentó en la cama de Aaron y respiró profundamente.

—Todos queremos que Daadi vuelva —intentó explicarles—, pero no puede. La vida y la muerte no funcionan de esa manera. No es que él no quiera estar con nosotros y…

—Cuidarnos —intervino Andy.

—Sí, pero cuando muere alguien, si van al cielo, como Daadi, allí son felices, y saben que Dios cuidará de su familia, y que volverá a verlos algún día.

—¿Cuándo? —preguntó Aaron con los ojos muy abiertos, con el pelo rojo extendido por la almohada como si estuviera hecha de rayos de sol.

—Cuando nosotros también vayamos al cielo.

—¿Y cuándo será eso? —insistió él.

Ella quería decirle que dejara de hacer preguntas, pero Aaron, raramente preguntaba cosas. El silencio de Aaron comparado con la forma de controlar de Andy, era la forma por la que los distinguía la gente. Últimamente, también se había hecho evidente que Andy era diestro y Aaron zurdo. El hecho de que los rizos de la parte trasera de la cabeza les crecieran en direcciones opuestas era demasiado sutil para los que no eran de casa. Para Rachel, no eran completamente idénticos. Andy era el cabecilla dominante, y Aaron era más callado, calmado y sensible.

—Recordad lo que os ha dicho Maam —continuó ella, animosamente—. La mayoría de la gente no muere hasta que es vieja, así que no quiero que os preocupéis por que pueda pasaros a vosotros algo como lo que le ocurrió a Daadi.

—Pues yo nunca voy a volver a andar por debajo de ese gancho —dijo Andy, y se cruzó de brazos por encima del embozo de la manta, aunque aquella noche hacía frío en la habitación.

Rachel se mordió el labio. De ninguna manera iba a entrar en una conversación acerca de los que también eran sus mayores miedos y dudas. Era evidente que Sam estaba en mitad de la tarea de desenganchar a los percherones cuando, de repente, había enviado a Andy a la casa, y después había caminado bajo el gancho del heno, que estaba en medio del establo suspendido de la polea. El informe del comisario decía que el viento, las vigas debilitadas del techo y el peso del gancho de metal, que no estaba bien asegurado en el riel oxidado del techo, habían sido las causas de la tragedia. Sin embargo, eran los amish los que habían insistido en que se cerrara el caso.

Rachel les dio un beso a los niños en la frente y se levantó. No podía soportar recordar la visión de Sam tal y como lo había encontrado, ni tampoco el dudar de la sabiduría de Eben y de los hermanos amish al no querer que los gentiles comenzaran la investigación de un accidente que era la voluntad de Dios. Y ella no iba a llorar frente a los gemelos.

—Que el Señor os guarde y os bendiga a los dos esta noche.

Después de recitar la versión de la despedida nocturna de su madre, Rachel salió de la habitación y dejó la puerta abierta para que entrara el calor de la estufa de gas natural que había en el salón, en el piso de abajo. En los hogares amish, incluso en los que habían sido reformados, no había calefacción central. Entonces recordó que la abertura del suelo que había en la habitación de los niños, por la cual podía entrar calor, posiblemente estaría bloqueada por sus zapatos y su ropa. Algunas veces, sin darse cuenta de que aquello hacía que la habitación estuviera más fría por las noches, los gemelos dejaban sus cosas encima de la abertura, para que estuvieran calientes por la mañana.

Rachel dejó el farol en el último de los escalones y subió de nuevo, de puntillas. Junto a la ventana había dos pequeñas formas, mirando hacia el establo.

Eran casi las nueve cuando Rachel, finalmente, consiguió que los gemelos se quedaran dormidos. Sin embargo, sabía que ella no conseguiría conciliar el sueño, y no estaba dispuesta a perder el tiempo acostada si no podía dormir. Decidió bajar a la cocina a hacer la colada. No había peligro de que el ruido de su vieja lavadora, accionada por un motor de gas que le había instalado Sam, despertara a los niños. Dormían como muertos.

Sacudió la cabeza al darse cuenta de la expresión que había utilizado, aunque sólo fuera mentalmente. Había comenzado a entender mucho mejor por qué Jennie y Kent no querían hablar ni pensar en que habían perdido a Laura. Rachel había oído decir que, al menos, el comisario había investigado mucho para encontrar a la niña desaparecida, aunque finalmente no había podido resolver el caso. Los gentiles, sin duda, exigían investigaciones y no las atajaban.

—Pero debemos aceptar las cosas —se dijo—. Aceptarlas y continuar.

Cuando Eben se convirtió en el obispo de la comunidad, justo después de que su mujer hubiera abandonado a su familia, meses antes de que Sam hubiera muerto, había dado un sermón entero sobre aquel tema.

—Aceptar la voluntad de Dios —susurró Rachel al recordar el mensaje—. La caída de un gorrión es voluntad de Dios, aunque nosotros no entendamos nuestras propias caídas ni queramos aceptarlas.

Rachel suspiró y puso dos enormes ollas de agua a calentar. Después comenzó a separar la ropa para meterla en la lavadora. Mientras hacía la primera colada, se puso a colocar todos los tarros de conservas que tenía en las estanterías de la cocina. Después, sacó la ropa con el mango de una escoba y la echó en un barreño de agua limpia para aclararla. La dejaría allí hasta el día siguiente. Debía de haberse hecho tarde, pensó, así que quizá debiera acostarse e intentar dormir algo.

Antes de salir de la cocina, apartó la cortina de la ventana y miró hacia fuera. El establo tenía un aspecto oscuro y amenazante a la fría luz de la luna, y proyectaba su sombra sobre la casa. Y entonces, Rachel escuchó un ruido. ¿Un crujido? ¿Un golpe?

Se le puso la carne de gallina, y aunque siguió mirando, no vio nada. Sin embargo, ella había oído un golpe, seguido del sonido de unos pasos, y no desde la habitación de los niños.

Rachel recorrió toda la casa apresuradamente, mirando por las ventanas a la noche oscura, y dándose cuenta de por qué los hogares ingleses tenían luces externas. Mientras iba de una ventana a otra, alguien llamó a la puerta. Una sombra oscura se movió desde el porche a una de las ventanas y miró hacia dentro, con las dos manos elevadas hasta la cara. La figura llevaba pantalones y un abrigo, como los hombres amish. No llevaba sombrero, pero tenía el pelo cortado a la altura del cuello, como Sam…

Atrapada en aquella pesadilla, Rachel tuvo ganas de gritar, de huir, pero tenía la sensación de que los pies se le habían vuelto de plomo. La figura dio un golpe en el cristal y le hizo un gesto para que se acercara a la puerta. Aquella cara…

Era Jennie, con su nuevo traje de pantalón azul marino. Debía de haber aparcado en el camino de gravilla. Aquel golpe había sido la puerta de su coche, y los pasos eran los suyos mientras recorría el porche.

Rachel descorrió el cerrojo de la puerta y abrió.

—He visto tu luz encendida, y sé que es demasiado tarde como para que estés despierta —le dijo Jennie.

Con el corazón todavía acelerado, Rachel la miró y consiguió decir:

—Es sólo que nunca viene nadie por la puerta delantera. Me has dado un susto.

—Lo siento, pero ¿estás bien? Sé que te acuestas temprano, y al ver tu luz encendida cuando pasaba en coche, me pregunté si alguno de los niños se habría puesto enfermo. O tú —añadió, observando el rostro de Rachel—. Sé que hoy has debido estar disgustada.

—No, no, estoy bien —dijo Rachel. Se apartó y le cedió el paso a su amiga. Después, la condujo por la casa oscura hasta la cocina. Rachel tomó el farol del cuarto de la colada y lo puso sobre la mesa—. ¿Te apetece un café, o un chocolate caliente?

—No, gracias. He ido a Country Kitchen a cenar con mis compañeros del coro, después del ensayo. Bueno, dime, ¿estás bien?

—Sí, es sólo que no podía dormir —respondió Rachel. No sabía si decirle que el sombrero de Sam había reaparecido, porque no quería que su amiga pensara que estaba loca.

—En realidad —dijo Jennie, mientras se sentaba—, también me moría de curiosidad por que me hablaras de la visita de Eben y de tu hombre misterioso.

—No es mi hombre —protestó Rachel, y se dio cuenta de que la voz le había sonado estridente—. Ninguno de los dos lo es, y quiero que las cosas sigan así.

—¿Sabes? Por mucho que a los demás les parezca que estás destinada a casarte con Eben Yoder, yo estoy de tu parte —le aseguró Jennie, y le cubrió la muñeca con la mano.

—Tú eres la única. Las cosas se van a poner difíciles para mí cuando se sepa en la iglesia que no voy a casarme con él.

—¿Te rechazarán?

—No, no es eso, pero ya sabes lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros en esta pequeña comunidad. Es cooperación, no la vieja competición norteamericana. De todas formas, algunas veces estoy convencida de que casi podría llevar la granja sin ayuda si no estuviera tan mal visto que una mujer haga el trabajo duro, el trabajo de los hombres. Y si tuviera mi tiro de trabajo todo el tiempo.

—En otras palabras, la discriminación sexual está viva y coleando también en la comunidad amish —refunfuñó Jennie.

—No, no es eso. Todo el mundo hace su papel, cumple con su función como parte de un todo. Pero, pase lo que pase, no quiero dejar esta granja. Quiero quedarme por mis hijos, porque era el sueño de Sam, y estoy segura de que podré conseguirlo si me dejan, y si tú sigues ayudándome con los niños hasta que empiecen el colegio, el año que viene. Después, cuando crezcan un poco, podrán ayudarme con la granja.

—Si os fuerais, yo os echaría mucho de menos —dijo Jennie—. Pero también entendería que quisieras cambiarte a una casa más grande como la de Eben, y empezar de nuevo.

Rachel tiró de la mano para zafarse de la de Jennie.

—Creía que lo entendías. Yo ya tuve un nuevo comienzo en mi vida, y sucedió cuando vine a vivir aquí.

—Está bien, está bien —le dijo Jennie conciliadoramente—. Lo entiendo. Pero entonces, aparece ese hombre que ha venido a ver el establo. Creo que he leído algo de eso en el periódico. Es un tipo que desmantela establos, y seguro que le saca todo lo que puede a la gente —añadió, frunciendo el ceño—. No quiero perder a mi mejor amiga, a mi vecina y a sus gemelos, a los que quiero como a mis nietos. Al menos, sé que tú nunca le venderías el establo, sobre todo después de que Sam…

—Claro que no, pero Mitch Randall me ofreció un buen dinero.

—¿De veras?

—Veinticinco mil dólares. Y me sugirió que hiciera algunas reparaciones en las vigas, en el suelo…

—Que probablemente te descontará del precio que te dijo. Mira —le dijo Jennie, que estaba más enfadada a cada segundo que pasaba—. Yo sé otro modo de proteger el establo de tipos como ése. Hay gente sin escrúpulos que busca viejos establos, los despedaza y vende la madera.

—Yo no he dicho que Mitch Randall no tuviera escrúpulos —protestó Rachel, asombrada al darse cuenta de que ella también se había enfadado—. Sólo que fue un poco insistente, y muy interesante… y muy interesado, quiero decir.

—Astuto, diría yo. Pero estaba pensando —intervino Jennie— en que podrías preservar el establo de otra manera. De una manera que mantendría alejados a los intrusos.

—¿Cómo?

—Conozco a un señor llamado Lincoln McGowan que va a mi iglesia. La gente lo llama Linc. Es profesor en una universidad del sur de Ohio, pero está de año sabático. Hace mucho era el profesor de historia del instituto de Clearview. Su madre está en el asilo del pueblo, y él la lleva a la iglesia todos los domingos. Ha empezado a cantar en el coro, y tiene una hermosa voz de barítono.

Rachel la escuchaba con atención, asintiendo, aunque no sabía con seguridad adonde se dirigía.

—Pero lo más importante es que Linc ha llevado a cabo algunos proyectos con el Departamento de Conservación Histórica de Ohio, y podríamos preguntarle si tu granero cumple los requisitos para recibir el certificado de edificio protegido. Una vez que lo tuviera, nadie podría intentar comprártelo. Ellos preservan las cosas tal y como son, pero por supuesto, te permitirían hacer las reparaciones necesarias para que tú continuaras trabajando en él.

—Pero eso atraería a muchos visitantes, ¿no? Una de las razones por las que nos marchamos de Maplecreek fue que los turistas nos acosaban. Algunas veces, parecía que éramos animales del zoológico, aunque también tengo que decir que algunos hermanos sacaban provecho de los dólares de los turistas.

Jennie sacudió la cabeza.

—Aparte de Linc, probablemente vendría a visitarlo un comité, pero después de eso, registrarían el edificio y quedaría protegido. Ninguno queremos que venga gente a fisgonear por aquí. La gente de protección del patrimonio no están interesados en el aspecto comercial de los edificios, como Mitch Randall.

—No sé. Tendría que pedir permiso —le dijo Rachel—. Al menos, los amish sí creen en la conservación de las cosas antiguas, y en el vive y deja vivir. El comité de conservación tendría que entender que los establos amish son más fábricas que museos —dijo, y se dio cuenta de que acababa de citar a Mitch.

Rachel dejó escapar un suspiro tan grande que pareció que se desinflaba, pero el hecho de tener a Jennie allí también la animaba. Una de las cosas que más echaba de menos al haber perdido a Sam era tenerlo para hacer planes con él y poder consultarle cuando había algún problema, incluso cuando, a veces, discutían por los niños.

—No puedo responderte por ahora, pero te doy las gracias por ser una amiga —dijo Rachel, parpadeando para que no se le cayeran las lágrimas. De repente, se sintió agotada.

—Sólo una amiga gentil —dijo Jennie con una mirada adusta, encogiéndose de hombros.

La subasta del sábado por la mañana fue incómoda. Eben actuaba como si ya fueran una familia, les daba órdenes a los niños y se pegaba a las faldas de Rachel como un abrojo, cuando lo normal entre los amish era que las mujeres y los hombres fueran cada uno por su lado. Los hombres se ponían a la cola para recoger el número de la subasta, o a mirar la maquinaria antigua de la granja, y las mujeres se reunían alrededor de los muebles y los cacharros de cocina.

Eben envió a su yerno, Jacob Esh, a recoger el número, y siguió escoltando a Rachel a todas partes. Ella se sentía como si estuviera en exposición, como si fuera alguna cosa que Eben quisiera comprar. Muchos de los amish los miraban, y algunas de las mujeres le guiñaban el ojo sabiamente a Rachel, o asentían. Rachel aún no había tenido tiempo de explicarle a Sarah, la hija de veintidós años de Eben, que la quería mucho y que quería ayudarla a preparar su boda, pero que no tenía intención de casarse con su padre. Era imposible estar a solas con alguien que no fuera Eben.

La situación empeoró cuando los niños se soltaron de las manos de Eben y fueron a darle un abrazo a Jennie y a Kent, y a charlar en inglés con sus amiguitos Jeff y Mike.

—Linc McGowan está aquí, y quiero que lo conozcas —le dijo Jennie.

—Quizá en otro momento —respondió Rachel, sacudiendo la cabeza. Jennie asintió rápidamente. Era obvio que se había dado cuenta de que no era el momento oportuno. Se inclinó a hablar con los gemelos y los envió de vuelta con su madre.

Eben parecía un profeta del Viejo Testamento preparado para anunciar el fin del mundo. Rachel estaba segura de que las cosas no podían ir peor, pero entonces vio a Mitch Randall no muy lejos. Estaba al otro lado de la valla, cerca de unas puertas y una barandilla de madera tallada, y Rachel se dio cuenta de que la había estado observando.

Mitch se volvió hacia las puertas de madera para que no pareciera que había estado mirando a Rachel Mast, pero sabía que ella lo había visto. Él la había visto llegar a ella, con un hombre fornido de pelo rubio, en una gran calesa, así que Mitch se preguntó si estaría comprometida o incluso si se habría casado de nuevo. O quizá fuera su hermano. No importaba. Aquél no era asunto suyo.

Él odiaba las subastas de las granjas, y al mismo tiempo le encantaban. Para él significaban la ruina de otra familia granjera, algo que conocía muy bien, pero al mismo tiempo, necesitaba rescatar lo que pudiera. Para empezar, aquellas puertas se podían restaurar. Pero mientras observaba el precioso roble labrado del que estaban hechas, vio otra puerta, una que su abuelo había cerrado en las narices de un hombre hacía veinticinco años, cuando Mitch tenía sólo ocho.

—¿Qué ha dicho esta vez? —le preguntó la abuela de Mitch. Había estado en la esquina del salón, agarrando por los hombros a su nieto para que no pudiera correr a estar con su abuelo.

—Me ha llamado viejo estúpido y me ha insultado. Tenía un papel, un aviso de expropiación —había murmurado el abuelo—. Me ha dicho que si el estado o el país quieren este lugar, no tenemos derechos, y que hará que me arresten. De todas formas, no pienso firmar.

—¿Qué significa eso? —había preguntado Mitch, con un nudo en el estómago.

Sus abuelos debían de haberle ocultado aquello, debían de haber pensado que no podía ayudar. Llevaban semanas susurrando, y él pensaba que había hecho algo malo. Mitch recordaba la cara cruel de aquel hombre, su enemigo, pero se convirtió en la de su propio padre, que lo había abandonado allí.

—Significa que puede venir al estado y hacer una carretera por las tierras de un hombre y destrozarle la vida —había tronado el abuelo. Mitch notó que su abuela le apretaba los hombros al oír jurar a su abuelo, ¿o era que se estaba estremeciendo?

—Russ, ¿dónde vas? —gritó ella, y corrió tras él a la habitación donde el abuelo guardaba todas sus cosas—. ¿Qué vas a hacer con eso?

—Voy a hacer justicia de la única forma que un hombre puede hacerlo, voy a maldecir sus papeles y sus abogados, tal y como él me ha maldecido a mí. No voy a hacer esto por nosotros, Ellen, ni siquiera por Mitch. Es por los otros granjeros, esos a los que los chicos de ciudad creen que pueden pisar a su antojo.

—¡No te lleves el rifle al pueblo!

Sonó un portazo, y después, sollozos. Cuando el abuelo salió de la habitación con el rifle, miró a Mitch, y Mitch se dio cuenta de que había estado llorando. Y también escuchaba el llanto de la abuela.

—Incluso cuando no hay nada que un hombre pueda hacer, hijo, tiene que hacer algo. Nunca lo olvides —le dijo su abuelo. Después salió por la puerta trasera y se fue hacia el pueblo en la furgoneta.

Desde aquel horrible día en adelante, sobre todo durante el juicio de su abuelo y la enfermedad final de su abuela, Mitch había sentido sobre los hombros la carga de la pérdida y el miedo a perder más, a perderlo todo. Primero, su madre en aquel accidente de tráfico, después el abandono de su padre, y por último aquello…

Le dio un puñetazo a la puerta, y el ruido hizo que volviera a la realidad. Se obligó a mirar a la otra gente, a los que estaban allí en aquel momento. Todos estaban preparados para devorar los tesoros de otra familia. Al menos, los amish, los menonitas y la gente a la que ellos llamaban ingleses estaban allí para comprar las cosas de otro granjero que no lo había conseguido. Los Blake, los dueños de aquella granja, se habían ido más silenciosamente que sus abuelos. Una apoplejía había dejado paralizado al granjero y lo había sentenciado a convalecer en un centro especializado hasta su muerte, y la hija iba a llevarse a su madre a vivir con ella cerca de Chicago, pese a que la mujer no quería.

Aun así, Mitch lo entendía y lo aceptaba, incluso se ganaba la vida, en parte, con aquel tipo de cambios. Sin embargo, no le gustaba el hecho de borrar el pasado. Aunque la mayor parte de las granjas que sobrevivían crecían más y más, usaban los que Mitch llamaba cultivos basados en la química. Una de las muchas razones por las que admiraba a los amish era que ellos sólo utilizaban fertilizantes naturales para sus cultivos, y aún así, conseguían cosechas más grandes que las de las granjas modernas.

Los sentimientos de Mitch por los amish en general eran una de las razones por las que él quería ayudar a la joven viuda, si todavía era viuda. Intentaba convencerse de que no era nada personal.

La subasta comenzó con la venta de las pequeñas cosas domésticas y continuó con el mobiliario, entre el cual había algunas antigüedades. Mitch pujó por la barandilla y la adquirió para un establo que estaba convirtiendo en casa en Wood County.

Después, sintió una oleada de entusiasmo entre los amish cuando comenzó a subastarse la maquinaria vieja y oxidada. La presión de la muchedumbre lo empujaba hacia Rachel, que estaba junto al hombre rubio y a una joven pareja. Cuando estuvo muy cerca, a sólo una persona de ella, oyó que estaban hablando en alemán entre ellos, así que no entendió nada de lo que decían.

Entonces se dio cuenta de que habían comenzado a subastar las tres puertas de madera de roble.

—Cincuenta dólares por el lote —dijo él, levantando la paleta de madera con su número.

—Cincuenta dólares por estas preciosas puertas antiguas del número veintisiete —dijo el subastador con su interminable cantinela—. ¿He oído cincuenta y cinco?

Para sorpresa de Mitch, el hombre que estaba con Rachel, dijo:

—Cincuenta y cinco.

Entre los dos, rápidamente elevaron la puja hasta setenta y cinco. Mitch estaba empezando a perder la pista porque Rachel, que evidentemente había reconocido su voz, le estaba lanzando rápidas miradas de reojo. Ella tenía que volver la cabeza entera a causa del borde de la capota. Parecía que estaba inquieta por algo. Él se preguntó si aquellas puertas serían para su vieja casa.

Valían más de cien dólares, y él era muy competitivo, pero por alguna razón, Mitch lo dejó. El hombre amish las consiguió por ochenta y cinco dólares, y se alejó de Rachel para acercarse al subastador con el dinero. Entonces, entre la gente, Mitch se dio cuenta de que Rachel tenía a cada mano a un niño pelirrojo. Los dos pequeños iban vestidos exactamente igual, y eran idénticos. Probablemente, no tenían más de cinco años, la edad a la que su padre lo había dejado con sus abuelos y no había vuelto más.

Rachel se volvió hacia él en aquella ocasión, y Mitch se hundió en sus ojos verdes mientras ella le hablaba en inglés.

—Son para una casa nueva. Su hija se casa este verano —le explicó, y señaló con la cabeza a la mujer joven que había seguido al hombre—. Le agradezco que no haya elevado el precio.

Mitch se sintió tremendamente aliviado. No parecía que ella estuviera casada con el tipo.

—No tiene que agradecérmelo —respondió él—. Son unas buenas puertas. De nada. Acerca de las fotografías de su establo… ¿podría ir…?

—¡Sam Rachel! —una voz estentórea los interrumpió—. Trae a los niños, y entre todos nos llevaremos las puertas.

—Si no pueden meterlas a la calesa y necesitan que se las lleve… —comenzó a decir Mitch, dirigiéndose todavía a Rachel. Obviamente, el hombre lo oyó. Y, como quisiera desafiar a Mitch para que dijera algo más, le lanzó una mirada asesina. Después asintió a modo de saludo. Mitch asintió también, estiradamente.

—No, gracias —dijo Rachel, mientras tiraba de los niños—. No necesitamos ayuda del exterior.

Mitch la miró mientras se perdía entre el mar de capotas negras y sombreros de ala ancha. Había entendido claramente el mensaje, pero ella era una de las mujeres más fascinantes a las que había conocido, y quería ver aquel establo más personalmente.