Capítulo 9
Hacía una hora desde que Aaron había visto a Sarah en el tejado, pero a Rachel le parecía que había pasado un año. La fiesta se había interrumpido, y todo el mundo estaba fuera, en el césped.
Rachel miró por la ventana del pajar y vio las siluetas de Kent y a Jennie recortadas en la luz de la puerta trasera de la casa, donde estaban en pie como centinelas. Jennie se había llevado a los cuatro niños a su casa y desde allí había llamado al comisario, y después a Kent y a Marci. Rachel oyó a Kent contarle a su madre que, aunque había protestado, Marci se había quedado en la casa de al lado con los niños. No era que Marci pensara que su marido y su suegra no podrían soportar la tragedia de otra chica joven en aquel establo, había admitido él. Marci quería ver a su padre, el comisario, en acción.
Tim Burnett, el antiguo y apreciado comisario de Clearview había llegado en un coche patrulla, con las luces encendidas, y había traído a Eben. El comisario se había puesto al mano de la organización. Había dirigido a los curiosos que estaban aparcados por la cuneta de la carretera hasta detrás de la cinta policial que había extendido su ayudante. En la muchedumbre, Rachel habló brevemente con Linc McGowan, que le dijo que pasaba por allí en aquel momento. Ella también vio a los dos hombres paramilitares que la habían acosado en la carretera. Intentó no prestarles atención, pero por dentro se le encogió el estómago. Ya sabían dónde vivía.
El comisario Burnett había llamado a los bomberos y les había ordenado que extendieran sus lonas de rescate a ambos lados del establo por si acaso podían ponerse bajo Sarah e interrumpir su caída. Había llegado también una ambulancia de urgencias desde Bowling Green. Las sirenas de los vehículos oficiales atrajeron a más espectadores de las granjas colindantes y del pueblo.
Todo aquello le recordaba a Rachel la noche en que había muerto Sam. Entonces, el comisario Burnett y el obispo Eben también habían estado en total desacuerdo sobre el modo de proceder.
Eben quería que se marcharan la multitud y la policía para poder ordenarle a Sarah que bajara, pero el comisario no le había permitido acercarse a la distancia necesaria como para hablar con ella. En vez de eso, Burnett, un veterano de su trabajo con el rostro curtido como el cuero viejo, iba a valerse de Jacob Esh como intermediario entre la angustiada muchacha y él, mientras llegaba un negociador especializado en intentos de suicidio, que ya estaba de camino desde Toledo.
Jacob bajó de la cúpula al piso de arriba, donde Eben y Rachel estaban esperando con el comisario. Estremecido, casi como si se esperara que iba a recibir un golpe, Jacob dijo:
—No quiere hablar con usted, obispo Eben.
—¿No quiere hablar con su propio padre? —explotó Eben—. Claro que va a hablar conmigo. Va a bajar aquí ahora mismo para que yo averigüe qué es lo que la ha poseído —dijo. Tenía un tono de voz tan severo como el de siempre, pero Rachel sabía que estaba frenético.
El comisario elevó las manos para acallar el estallido de Eben.
—¿Qué más ha dicho, hijo? —le preguntó a Jacob.
—Dice —continuó el muchacho, frunciendo el ceño a la vez que hablaba—, que no quiere hablar ni siquiera conmigo. Sólo quiere hablar con Sam Rachel.
Pese a las airadas protestas de Eben, Rachel dijo que subiría al tejado con Sarah.
—La pasarela de la cúpula —dijo Jacob— es muy inestable.
—La señora Mast pesa menos que tú —le dijo el comisario a Jacob.
Rachel se dio cuenta de que estaba llorando. El comisario le dio un pañuelo, y ella asintió para darle las gracias. Después se secó los ojos y las mejillas y se limpió la nariz. Por algún motivo, parecía que Eben estaba incluso más enfadado que antes.
—Iba a hacer que repararan esa pasarela muy pronto —admitió Rachel—, pero sé dónde tengo que pisar. Tendré cuidado.
En silencio, pero furioso, Eben tomó la manta que ella tenía sobre los hombros como si le estuviera sosteniendo el abrigo. Rachel recordó, mientras subía por la pequeña escalera de la cúpula, que Mitch había hecho que le prometiera que no subiría allí hasta que él la reparara. Rachel pensó que, definitivamente, iba a pedirle que lo hiciera, quizá al mismo día siguiente, en cuanto Sarah estuviera a salvo.
Rachel se subió a la estrecha pasarela y se asomó por la ventana de la cúpula al tejado, por donde debía de haber salido Sarah.
—Sarah, estoy aquí —le dijo suavemente—. ¿Querías decirme algo antes, y yo no te he escuchado?
Sarah no respondió al principio, y después preguntó:
—¿Estás sola?
—Puedes estar segura. Estos tablones no aguantarían a más de uno.
—Más de uno —repitió la chica débilmente. Sarah estaba sentada a horcajadas sobre la arista del tejado, con la espalda apoyada contra la cúpula—. Yo he caminado por esos tablones, y soy más que uno —dijo, y alzó la cabeza para mirar a Rachel en la oscuridad.
—¿Qué? —preguntó Rachel. Y entonces, lo supo. Había estado tan ocupada, tan obsesionada, que no había visto ni oído a su amiga—. Estás embarazada —susurró.
—Sí. Una rumspringa alocada, ¿no te parece?
—¿Lo sabe Jacob? Estoy segura de que tu padre no.
—Jacob… todavía no. ¿Y el obispo? —Sarah soltó una carcajada nerviosa—. Ya me habría tirado desde el tejado de nuestro establo si lo supiera.
Rachel se asomó aún más y se inclinó hacia su amiga.
—No pienses eso, Sarah. Estas cosas ocurren algunas veces entre nuestra gente. Lo único que ocurre es que se adelanta la boda. ¿Te acuerdas de Leah Yoder, en casa…? Y ella es tu prima menor. La gente frunció el ceño, pero todo el mundo se lo perdonó.
—No intentes convencerme, Rach. Leah no es la misma persona que yo. Lo que han hecho Jacob y la hija del obispo que tiene una madre pecadora, incluso antes de estar prometidos, ¡está mal!
—Pero ocurre —insistió Rachel para intentar calmarla—. Como otras cosas en la vida. Un bebé es una bendición. Sarah, no es el fin del mundo si tú no quieres que lo sea. La solución no es suicidarte y matar también a ese bebé que depende de ti y que no merece morir sin haber tenido la oportunidad de nacer…
Rachel se interrumpió. Quizá hablar con dureza no fuera lo más acertado.
—También es el bebé de Jacob —añadió Rachel con la voz más suave—. Así que él también tiene algo que decir en esto, y él te quiere.
—Sí, pero yo también pensaba que, a su manera, mi madre quería a mi padre. Yo entiendo por qué tú no quieres ser mi madrastra, pero deseaba que lo fueras. Entonces, podría dejar de echar de menos a Mamm, quererla y odiarla al mismo tiempo por marcharse. Esa nota que nos dejó, que le dejó a papá… Sólo la leí una vez antes de que él la rompiera, pero era tan rara… parecía que no era suya…
—¿Por qué no me das la mano y te pones de pie muy despacio, para que las dos podamos hablar dentro? —le sugirió Rachel.
Sarah no se movió. Rachel cambió el peso de pierna para descansar la espalda, y los tablones crujieron bajo ella.
—No quiero estar muerta de miedo, Rach, no como debió de haber estado Mamm —le dijo su amiga.
—Entonces, entra aquí y cuida de Jacob y de ese bebé —le dijo Rachel—. Y muévete muy despacio, hasta que yo pueda agarrarte.
En cuanto Sarah se puso en pie y se acercó a la cúpula, Rachel estiró los brazos para asirla por la cintura. Sí, estaba ligeramente hinchada por el embarazo. Qué idiota y egoísta había sido, se dijo Rachel, tan atrapada en sus propios terrores que ni siquiera se había dado cuenta. Tenía que comenzar a mirar todas las cosas y a todo el mundo más de cerca.
—Tendrás que sentarte en el alféizar —le dijo Rachel.
Sarah siguió sus indicaciones y entró en la cúpula, primero una pierna y después la otra. Como si todo el mundo hubiera estado conteniendo el aliento en el piso de abajo, un aplauso subió hasta sus oídos. Rachel y Sarah se quedaron dentro de la cúpula, abrazándose durante un momento sobre los tablones temblorosos.
—Siento que esto siga siendo tan peligroso, incluso dentro de la cúpula, Sarah —le susurró Rachel, mientras la tomaba de la mano para guiarla hacia abajo—. Este establo necesita que lo arreglen, pero bueno, todos lo necesitamos.
El comisario Burnett se apresuró a bajar desde el pajar, antes que los demás, para enviar a todo el mundo a casa antes de sacar a Sarah. Rachel oyó los motores de los coches y los relinchos de los caballos. Casi todo el mundo se marchó, salvo los niños de Maplecreek, que iban a quedarse a dormir en casa de Rachel. El comisario volvió muy rápidamente e insistió en que Sarah debía ir al hospital para que la examinaran. Y quería que le prometieran que iría a ver a un psicólogo.
—Mi hija no necesita nada de eso —declaró Eben—. Va a dormir en su propia cama esta noche, y no en un ataúd, gracias a Dios.
—Y gracias a Jacob y a la señora Mast —añadió el comisario mientras salía del establo, sacudiendo la cabeza.
Rachel lo había visto haciendo lo mismo cuando Eben y los diáconos le habían dicho que la muerte de Sam era voluntad de Dios y que ellos no querían a ningún investigador fisgoneando en el establo. En aquel momento, Eben estaba junto a Jacob y Sarah, que estaba sentada en una bala de paja, entre los restos del baile.
—Padre —le dijo Sarah a Eben con una voz asombrosamente firme, mientras lo miraba—. Quiero hablar con Jacob a solas.
—Está bien —respondió Eben, dejándolos a todos sorprendidos.
Acompañó a Rachel fuera del establo y ambos caminaron hasta el lateral del edificio.
—¿Qué te dijo ahí arriba? —le preguntó él—. ¿Por qué ha hecho eso, por qué ha seguido los pasos de su madre y nos ha avergonzado a todos?
—Tiene que contártelo ella misma —respondió Rachel.
—Entonces, habla tú conmigo. No quería decir nada que le causara un disgusto a ella, ni a ti, estos últimos días —dijo Eben. Era difícil de creer, pensó Rachel, pero tenía un tono de voz casi de disculpa—. Ya ves lo mucho que te necesita Sarah —continuó él—. Y yo también.
Rachel se quedó mirándolo, atónita, en las sombras. Aquéllos eran un tono y una táctica completamente distintos de los que ella se había esperado.
—Creía —le dijo—, que tenías la misión de demostrarme lo mucho que yo te necesitaba a ti, Eben.
—¿Qué quieres decir?
—Para empezar, me dijiste que Dan y Ben me ayudarían a plantar el campo de cebada, y después no cumpliste tu palabra, y además te llevaste a mis caballos. Eben, deja que te diga qué es lo que más me molesta de tus proposiciones de matrimonio indirectas. Tu primera esposa se rebeló contra el hecho de tener que mudarse aquí y huyó, y ahora tú estás intentando cortejar a otra esposa que no traspase tus límites.
Él se quedó estupefacto, y le apretó la mano con tanta fuerza que ella hizo un gesto de dolor.
—Entre tú y yo las cosas no serían así —le dijo él, casi tartamudeando de ansiedad—. Ya he aprendido a tratar eso.
Rachel decidió lanzarle otro argumento. Era consciente de que debía tener más prudencia, pero estaba exhausta, y aún muy enfadada con aquel hombre, que Dios la perdonara.
—¿Cómo es que estás tan seguro de que Eben Mary está realmente muerta y de que, por lo tanto, tú puedes volver a casarte? —le preguntó—. ¿Y si ella vuelve algún día?
Él exhaló un suspiro de alivio y volvió a sorprenderla.
—Vaya, ¿es eso lo que te preocupa? —Eben sacudió la cabeza con vehemencia—. Ya sabes que pedí que la declararan fallecida.
—En la Iglesia —replicó Rachel—, pero no hiciste que el comisario la buscara, y ella no ha sido declarada fallecida legalmente.
—¿Legalmente? ¿El comisario? ¿Acaso crees que el gobierno de los gentiles o un comisario tiene poder o autoridad sobre nosotros?
—¿Por qué estás tan seguro de que ella ha muerto? —insistió Rachel sin responder a su pregunta.
—Lo sé. ¡De lo contrario, habría vuelto ya! —rugió él—. No tiene cómo ganarse la vida. Al menos, se habría puesto en contacto conmigo y con los niños. De ninguna manera podría haber estado ausente durante tres años si no estuviera muerta. Rachel, si te parece que he sido indirecto, u obstinado, o poco atento, perdóname, y empecemos de nuevo con un cortejo de verdad.
Al notar que él le apretaba con ambas manos la suya, ella se quedó asombrada por haberle permitido que se la sostuviera durante tanto tiempo. Tiró del brazo y sacudió la cabeza para aclararse la mente, pero él entendió que se estaba negando.
—No digas que no —insistió Eben, suplicante—. Nuestra unión resolvería todos tus problemas. Los niños y tú vendríais a vivir conmigo mientras Dan encuentra una esposa y trabaja en esta granja y…
—¡Yo estoy trabajando en esta granja! —exclamó ella—. Ni Dan, ni los hijos de mi cuñado, ni siquiera un hermano como Sim Lapp, que se sacrificó para salvarla para mí después de que muriera Sam.
—¡Y tú me hablas de que actúo de una manera extraña con respecto al hecho de haber perdido a Eben Mary! —le dijo él, señalándola con el dedo índice—. Sam está muerto con toda seguridad, pero tú te comportas como si tuvieras un hombre escondido por aquí.
En aquel momento, ella tuvo la certeza de que era Eben el que había encontrado la forma de meterse en su establo, alterar los sombreros y utilizar a los caballos para aterrorizarla.
—Quizá mi unión contigo resolviera mis problemas financieros, pero crearía problemas personales —le respondió Rachel con la voz helada—. Eben, quiero informarte de que he decidido que un constructor gentil haga las reparaciones del establo, a cambio de que pueda utilizar fotografías del establo en sus anuncios.
—¡No se pueden usar imágenes grabadas!
—Antes, en casa, ya lo han hecho. En los anuncios, el constructor no dirá dónde está el establo, ni quién es su propietaria. Y voy a solicitar que el estado lo registre como bien histórico. Es mi establo, un establo amish, pero también es parte de Estados Unidos, un país que ha sido muy bueno para los amish.
Rachel esperó a que él asimilara todo lo que le había dicho. Mientras, pensaba que, si él podía aceptar que ella tenía opiniones propias y que podía tomar decisiones por sí misma, quizá se hubiera equivocado al juzgarlo.
—Te has convertido en una gentil —declaró Eben, y escupió al suelo, a los pies de Rachel. Los ojos le ardían en la oscuridad—. Confías en el comisario, permites que se use en un anuncio el establo donde murió Sam, y donde ha estado a punto de morir Sarah, y permites también que lo registre el estado. Por no mencionar que has hecho caso omiso de mi advertencia previa sobre el hecho de que una mujer mundana cuide a los gemelos durante el día. Y un constructor inglés… ¿te refieres al hombre de la subasta?
Rachel lo miró largamente, intentando percibir alguna señal de que estuviera tan desesperado como para intentar asustarla para que dejara la granja y el establo. Podría disculparse en aquel momento, decir que estaba soportando mucha tensión, retirar todo lo que acababa de decir. Pero aquella rumspringa que estaba sintiendo le corría por las venas.
—Sí —respondió, alzando la barbilla—. Ése es el hombre, y eso es lo que pienso hacer.
—Entonces, apártate de mi Sarah hasta que tengas permiso para hacer otra cosa. Como tu obispo, debo advertirte de que estás en peligro de expulsión por semejante actitud y comportamiento. Hablaré de esto con los diáconos y te informaré de lo que decidamos. Y recuerda, Sam Rachel Mast, que el orgullo precede a las caídas, y un espíritu altivo conduce a la destrucción.
Poco después de que Rachel hubiera dado de desayunar y hubiera despedido a los chicos de Maplecreek, que se habían quedado a pasar la noche en su casa, alguien llamó a la puerta trasera de la cocina. Rachel abrió y se encontró allí a Mitch Randall, con el periódico en la mano.
—¿Lo han publicado? —preguntó ella mientras se secaba las manos en el delantal.
Él asintió.
—Gracias a Dios que la chica está bien.
Rachel se apartó para dejarlo pasar sin decir nada. Aún estaba tan enfadada con Eben que no le importó estar a solas con él tan temprano. Los gemelos habían pasado la noche en casa de Jennie y continuaban allí.
—¿Te importaría leerme el artículo mientras preparo algo para los dos? —le pidió, mientras tomaba dos huevos más de la despensa—. He estado dando de desayunar a los invitados y estaba a punto de prepararme unas salchichas y huevos revueltos. Lo haré por el tacto —añadió con una risita nerviosa—, porque no encuentro mis gafas por ninguna parte. Sólo he sabido que eras tú el que estabas en la puerta por tu voz…
Su propia voz se quebró, y ella tuvo que carraspear. Mientras rompía los huevos en un cuenco, Mitch se acercó tras ella y le puso las manos en los hombros para hacer que girara lentamente hacia él.
—Mitch, no puedo —protestó Rachel débilmente, y entonces se dio cuenta, demasiado tarde, que había pensado que él iba a besarla.
—No he dicho ni hecho nada, todavía. Sólo quiero enseñarte mis gafas, y explicarte por qué no las pierdo.
—¿Tú llevas gafas? —le preguntó ella, aliviada por hablar de algo prosaico—. Ah, te refieres a esas gafas que flotan en los ojos.
—Lentes de contacto. Mira a la luz de la ventana —le dijo él, y se inclinó ligeramente hacia ella.
Rachel sabía que era una treta para calmarla, para acercarse a ella, pero no le importó. Ladeó la cabeza para que sus narices no chocaran y elevó la cara hacia la suya. Entonces, vio unos discos diminutos y transparentes que flotaban en sus ojos marrón oscuro.
—No me había dado cuenta —susurró.
—Nunca te habías acercado lo suficiente. Estoy seguro de que son mundanas y están prohibidas, pero deberías probar las lentillas.
—No puedo. No quiero.
—Lo entiendo. Pero puedes cambiar de opinión. Yo admiro tu mente, Rachel. También.
Ella asintió como una boba. Él no la atrajo hacia su cuerpo, pero parecía que la estaba sosteniendo, o quizá a ambos. No se estaban tocando, salvo el hecho de que él tuviera las manos sobre sus hombros, pero Rachel se sentía como si estuvieran pegados el uno al otro.
—Te das cuenta de que esto no es una buena idea —le dijo ella en un susurro—. Nuestra… cercanía es imposible.
—Es evidente que no. Sólo es imposible que estemos los dos aquí, tan contenidos.
—¿Esa mirada y esta sensación son algo contenidos?
Él se rió y, para alivio y pena de Rachel, la soltó. Ella pensó que iba a abrazarla, pero pasó a su lado, tomó el cuenco y comenzó a batir los huevos con el tenedor.
—Vete a buscar las gafas mientras yo preparo el desayuno —le dijo—. Vamos a ir al establo para que te enseñe exactamente lo que quiero hacer con la cúpula, para empezar. Después hablaremos de los demás planes.
Rachel se fue apresuradamente hacia el salón, y allí se detuvo. ¿Otros planes? Y los hombres no preparaban el desayuno. Aquel inglés se estaba haciendo cargo de su cocina, por no mencionar también de su establo y de su vida.