Capítulo 11
Al día siguiente, Mitch estaba sentado en su furgoneta, en Clearview, frente a la comisaría del pueblo. No tenía nada que ver con el ayuntamiento, donde su abuelo había matado a un hombre, pero desde siempre, Mitch había sentido una desconfianza y un odio instintivos por el estado y las fuerzas de seguridad. Claro que tres años en la prisión estatal de Marion tampoco habían ayudado mucho. Pero, por Rachel y por la situación que estaba atravesando, él le iba a pedir al comisario que le dejara leer el informe sobre la muerte de Sam Mast.
Entró en el pequeño edificio y le estrechó la mano al comisario Tim Burnett, que era la única persona que había en toda la comisaría en aquel momento. Los otros dos escritorios estaban vacíos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Burnett amablemente—. ¿Quieres saber quién es el dueño de algún otro establo?
—No, señor, aunque estoy trabajando en las reparaciones del establo de los Mast, en Ravine, desde donde estuvo a punto de saltar esa chica amish. Espero que pueda hacernos un favor a la señora Mast y a mí. Ella me ha pedido que lea el informe de la muerte de su marido.
—¿De veras? ¿El hecho de que casi se produjera otra tragedia ha hecho que piense en la suya? —le preguntó Burnett.
—Creo que con el tiempo, se le han aclarado las ideas.
—Vaya. Los amish son la razón por la que cerré tan rápidamente este caso —le dijo el comisario, indicándole a Mitch que podía sentarse en uno de los escritorios mientras él abría uno de los cajones de su archivador y sacaba una carpeta—. La llegada de la comunidad amish fue muy beneficiosa para algunos de los negocios del pueblo en los que ellos compran. Así que no quería irritarles con una investigación minuciosa cuando sus líderes me dijeron que no lo hiciera, por eso de no cuestionar a Dios. Y, de todas formas, ellos no iban a presentar una querella.
—Pero ¿investigó el caso?
—Un poco, sí. En realidad, más de lo que ellos piensan. Pero ese establo, tal y como tú debes saber, está bastante desvencijado, y ese gancho pudo haberse caído del techo debido a la tormenta que se avecinaba —le dijo el comisario, mientras le daba la carpeta de cartón que contenía el informe—. Eché un buen vistazo y no encontré ninguna prueba de que hubiera sido un crimen, y como ya te he dicho, los amish son un grupo beneficioso para el pueblo. Dile a la señora Mast que si quiere reabrir oficialmente el caso, tiene que venir aquí ella misma. Y dile que ella tendrá que hablar con el obispo Yoder y con ese otro diácono… ah, Simeon Lapp, si se oponen.
—Parece que entiende bien a los amish, comisario —le dijo Mitch, agradecido por que el hombre cooperara, cuando sólo se esperaba negativas y discusiones.
—En realidad, no mucho. Es difícil comprender a gente que sólo escolariza a los niños hasta el octavo curso, que no paga impuestos y que no reconoce la autoridad legal. Pero todo eso lo negociaron con el gobierno, así que yo no seré quien lo juzgue. Además, posiblemente la muerte de Sam Mast fue un accidente. Aquella noche tuvimos muchas llamadas de emergencia debido a la tormenta.
—Estoy seguro de que se siente un poco atrapado entre los amish y algunos otros por aquí, como esos guerreros paramilitares del límite del condado —Mitch estuvo a punto de decirle que habían acosado a Rachel, pero decidió no remover más las aguas.
Burnett soltó un resoplido.
—Sí. Es el extremo opuesto del espectro de la violencia. Esos tipos creen que se están preparando para una guerra cuando los ordenadores se paren con el nuevo milenio. Mira —añadió él, señalando su monitor—. Yo ya lo he resuelto. He apagado la maldita máquina. Pero, sí, algunos no piensan que los amish sean tan pintorescos y agradables.
—Esperemos que los amish consigan ganárselos —dijo Mitch, mientras abría la carpeta.
—Sí —respondió Burnett—. Parece que una de ellas ya lo ha conseguido contigo.
El expediente policial comenzaba con un detallado informe manuscrito, por Dios, sobre el estado de la escena del crimen. Mitch también intentó leer la entrevista que el comisario había mantenido con Rachel dos días después del funeral de Sam Mast, cuando quién sabía todo lo que se le habría olvidado, o lo que le habían prohibido decir. Sin embargo, Mitch se dio cuenta de que coincidía con lo que le había contado en el establo. Era evidente que nadie había pensando en hablar con los gemelos, o nadie se lo había permitido, y él no iba a señalárselo al comisario en aquel momento.
El informe del forense era breve. El médico había querido realizar una autopsia, pero los amish no se lo habían permitido. Habían enviado el cuerpo a embalsamar y habían celebrado un funeral privado en su casa. Samuel Mast había muerto a causa de una fractura craneal bajo el peso del gancho y de las heridas internas que le habían provocado sus dientes al atravesarle el cuerpo. El forense sí había podido determinar, además, que la muerte había sido instantánea.
El informe se completaba con recortes de periódicos de Ohio. Salvo por los titulares y las entradillas, eran artículos idénticos, sin duda, prestados de un periódico a otro por Internet.
Cuando terminó de leer el expediente, Mitch miró al comisario y a su hija Marci, que había llegado a visitar a su padre.
—Discúlpeme, comisario —le dijo—, ¿Los amish no pidieron por escrito, formalmente, que cesara la investigación?
—No, de ninguna manera —respondió Burnett—. Su palabra es suficiente, y la mía también.
—Bueno —dijo Mitch, mientras metía todos los papeles de nuevo en la carpeta y la cerraba—. Le agradezco mucho su ayuda, comisario.
—¿Es el informe sobre la chica que estuvo a punto de saltar? —le preguntó Marci.
—No —respondió su padre—. Es el viejo caso del establo de los Mast. La muerte del granjero, no la desaparición de Laura.
Mitch se levantó y se dirigió a Marci.
—Es cierto —le dijo—. Laura Morgan habría sido tu cuñada.
—La conocí en el instituto, pero me casé con Kent después de que ella muriera. Ojalá papá pudiera seguir buscándola, aunque sólo fuera en su tiempo libre y aunque ella desapareciera hace tantos años. Seguramente Kent me mataría por decir esto, porque su madre se angustiaría mucho de nuevo, pero hay muchos casos sin resolver que finalmente consiguen cerrarse.
—Te has aprendido toda la terminología, ¿no, cariño? —le preguntó Burnett con orgullo—. Marci siempre está pendiente de mi trabajo, diciéndome lo que tengo que hacer —le dijo a Mitch, y sonrió cuando su hija le dio un suave puñetazo en el hombro.
—No me he leído todos esos libros de Nancy Drew para nada, y además, también he visto la serie completa de Remington Steele en la televisión —dijo Marci.
—Sí, bueno, pero la vida real no es como la retratan en la televisión, hija. No hubo rastro de Laura Morgan, ni llamaron pidiendo un rescate, e investigamos a todo el mundo que tuviera que ver algo con ella, a todos los chicos y los profesores del instituto… y sus padres no me presionaron para que dejara la investigación como hicieron los amish con la muerte de Sam Mast. Así que deberías dejar a tu padre que maneje las cosas por aquí.
Marci le dio un beso en la mejilla a Burnett, y Mitch abrió la puerta de la comisaría y la sostuvo para que ella pasara.
—Gracias de nuevo, comisario —le dijo a Burnett desde la acera. Después comenzó a caminar con Marci—. He conocido a tus niños. Y también conozco a tu marido. Es muy amable, siempre me da buenos consejos con la madera en su almacén.
—Pero no le digas que estoy presionando a papá para que reabra el caso de su hermana —le pidió ella—. Por fin, él ha dejado que descanse en paz, no como su madre, aunque su padre nunca lo menciona… bueno, todos ellos intentan evitar el tema. Además, si tú no se lo dices, nadie se enterará de que tú también estás jugando a ser detective. Sobre todo, la gente de negro —le dijo significativamente.
Marci Morgan se despidió y se alejó.
Mitch se dio cuenta de que, en cierto modo, acababan de amenazarlo.
Mientras acostaba a los gemelos, Rachel les preguntó con tacto si recordaban algo de lo que había ocurrido la noche en que había muerto su Daadi. Sin embargo, Aaron se limitó a decir que quería que volviera, y Andy se negó a hablar. Rodó por la cama y les dio la espalda a su madre y a su hermano.
Rachel les acarició las cabecitas durante unos instantes y después, con un beso para cada uno, salió de la habitación.
Se quedó en el pasillo, apoyada contra la pared, esperando para comprobar si ellos se levantaban a mirar por la ventana hacia el establo, como ella sabía que hacían otras noches. Nada. No se oía ningún sonido, salvo los que producía la vieja casa. Se estaba volviendo loca, pensó, por sospechar de sus propios hijos.
De puntillas, bajó las escaleras. Era aquella investigación repentina sobre la muerte de Sam lo que la había alterado. El martes por la tarde, Mitch había interrumpido los trabajos de reparación del suelo de la cúpula y los dos habían hecho una prueba de cómo caía el gancho del heno, haciendo que se precipitara sobre un espantapájaros que habían colocado en el suelo. Pasar por aquello había sido un gran esfuerzo por su parte. Habían hecho tres pruebas, y los dientes del pesado gancho nunca se habían abierto por sí mismos al caer sobre el espantapájaros. La cuarta vez, desde el pajar, Mitch lo había abierto tirando de una cuerda, y había golpeado el suelo con el mismo sonido, exactamente, igual que había hecho cuando había aplastado a Sam.
Rachel estaba sentada con una taza de chocolate en la mesa de la cocina, temblando, intentando calmarse. Bajo ningún concepto pensaba interrogar a sus hijos de nuevo. Agarró con fuerza la taza al oír el pitido del primer tren nocturno, que pasaba por la vía, más allá de la leñera y el bosquecillo, y de los campos de cultivo. Cada vez que pasaba el tren, Rachel recordaba las ocasiones en que Sam llevaba a los niños a verlo pasar, en contra de sus deseos.
Con un suspiro, se levantó de la mesa y puso la taza en el fregadero. Decidió irse a la cama para intentar conciliar el sueño, pero justo cuando el tren pitaba de nuevo, Rachel miró por la ventana hacia las vías que no podía ver desde allí, y soltó un jadeo. Junto al establo se distinguía la silueta de un hombre.
Se apartó de la ventana y fue corriendo hacia la puerta trasera para mirar por el cristal. Sí, era un hombre, pero no estaba intentando esconderse ni huir. Estaba de pie junto a la puerta del establo, que estaba cerrada. Él levantó la mano hasta el cerrojo.
A ella se le aceleró el corazón y se le humedecieron las palmas de las manos. Las rodillas le flaquearon. Si no fuera por el hecho de que alguien ya había molestado a sus caballos, se habría quedado escondida en la casa, pero tenía que hacer algo para ahuyentar a aquel intruso. ¿Y si era el mismo que se había llevado al tiro al campo de cebada y los había hecho correr?
Rachel tomó un escobón, y después pensó que el bate de béisbol de los niños sería más fácil de manejar. Que Dios la perdonara. A ella la habían criado rechazando la violencia, pero tenía que hacer algo para que aquel hombre se marchara. Por segunda vez en su vida, lamentó no tener teléfono en casa para poder llamar pidiendo ayuda.
Para no delatarse, dejó el farol dentro de la casa, abrió la puerta trasera y asomó la cabeza. Salió, pero no se alejó mucho de la puerta por si acaso necesitaba entrar rápidamente de nuevo. Levantó el bate, y dijo:
—¿Quién es usted? ¡El establo se queda cerrado por las noches!
—¿Señora Mast? —preguntó una voz desconocida para ella—. Soy Mike Morgan, señora. No quería asustarla. Sé que estoy en propiedad privada, pero tenía que venir.
El ex marido de Jennie. Rachel lo había visto varias veces en el pueblo con su nueva mujer, pero nunca había hablado con él. Trabajaba en la planta de producción de Jeep en Toledo, de capataz, así que durante los días de la semana no estaba mucho en el pueblo. En aquel momento, Rachel se dio cuenta de que había aparcado el coche al final del camino de gravilla.
—Me ha asustado de veras —le dijo, mientras él se acercaba lentamente. Tenía una bolsa pequeña en las manos.
—Ya me doy cuenta —respondió el señor Morgan, señalando el bate de béisbol que ella todavía tenía alzado en el aire—. Lo siento. No le pedí permiso porque no quería que le dijera a Jennie que había estado en su casa. Cuando leí lo que pasó con esa chica la otra noche… por fin reuní el valor necesario para venir aquí, donde Laura fue vista por última vez.
—¿No había vuelto aquí desde entonces?
—No. Este lugar me tiene obsesionado. Pero ahora, tenía que venir y enfrentarme a ello.
Rachel asintió. Sentía lástima por él. Incluso a oscuras estaba claro que Mike Morgan era un hombre muy guapo, pero con una expresión muy triste. Rachel había oído decir en la ciudad que Jennie todavía estaba enamorada de él, pero ella nunca se lo había contado. Nunca había hablado de aquel hombre, de igual forma que no hablaba de su hija, como si él también hubiera desaparecido. Sin embargo, Rachel sabía que Kent y su familia veían a Mike, y el hijo pequeño de Marci y Kent llevaba el mismo nombre que su abuelo.
—Si quiere, puedo traerle un farol para que entre al establo.
—No sé —dijo él—. Ya que he conseguido venir hasta aquí… claro, señora, se lo agradecería mucho.
Rachel le entregó el farol en la puerta trasera de casa y esperó allí hasta que él hubo entrado al establo. Dejó las puertas entreabiertas, y ella vio cómo se movía la luz en el interior por las grietas de los tablones de la pared. Mike Morgan cruzó la zona de trillado y se detuvo en el lado derecho del establo, junto a los compartimientos de los percherones. La luz no se movió durante un largo rato, y ella se preguntó si, como otros visitantes, él se habría quedado asombrado, admirando la altura y la fuerza de los caballos.
Por fin, Mike Morgan salió. Seguía llevando la bolsa, pero apretada en el puño.
—Hoy habría cumplido veintisiete años —susurró—. He dejado unas rosas dentro, en memoria de Laura. Espero que no le importe.
—Claro que no, señor Morgan. Y no le diré a Jennie que ha venido usted.
—Gracias de nuevo —le dijo él, y se marchó.
A la mañana siguiente, cuando Linc McGowan llegó y le pidió que si podía visitar el establo de nuevo, Rachel temió que le preguntara quién había dejado allí aquellas rosas. Pero se dio cuenta de que Mike Morgan había dejado el ramo demasiado cerca del compartimiento de Cream, y el caballo se las había comido, con espinas y todo. Sólo habían sobrevivido un tallo desnudo y un pétalo.
—Durante la investigación que he hecho sobre su establo, he recopilado una información fascinante —le dijo McGowan.
—¿Le importaría que les diera de comer y de beber a los caballos mientras habla? —le preguntó ella.
—Claro que no, adelante —respondió él, y cuidadosamente, se sentó sobre una bala de paja—. De todas formas, he preparado una copia de la documentación para usted. Empezaré con la familia de peregrinos que fue propietaria de la granja en primer lugar. ¿Me escucha?
—Sí, profesor —dijo ella, y asintió.
—Bien. El censo de mil ochocientos cuarenta dice que el granjero, Thomas Wharton, hacía algunos trabajos de herrería durante los meses de invierno. Un día, mientras ponía unas herraduras nuevas, el caballo le dio una coz en la cabeza y murió.
—¿En este establo? —preguntó Rachel, alterada. El agua del cubo que llevaba se le derramó, y caló la paja que había en el suelo. Bett relinchó y sacudió la cabeza. Rachel se apoyó en la pared del compartimiento, sujetando el cubo.
—Eso fue lo que me temí al principio. Empecé a pensar que este lugar tenía algún tipo de maldición —dijo Linc en tono petulante, complacido de tener toda su atención—. Pero la muerte de Wharton ocurrió en la herrería de Clearview, que después de muchos años, en mil novecientos veintiocho, se convirtió en la primera gasolinera de la zona. Pero eso es adelantarse mucho.
Gracias a Dios, pensó Rachel, que nadie más había muerto allí. No quería oír decir que aquel lugar estaba maldito. No lo estaba, salvo, quizá, en los corazones de Mike y Jennie Morgan.
—Y aquí viene la parte que realmente tiene que ver con usted —le dijo él, mientras Rachel volvía al trabajo—. La viuda, una tal Varina Wharton, llevó la granja sola durante varios años, hasta que se fugó para casarse con un hombre del pueblo llamado Stephen Keller, que era considerado un vago por los vecinos.
—¿Una viuda? —repitió Rachel—. Probablemente, el señor Keller tenía ganas de conocer mundo, y ella lo quería lo suficiente como para marcharse con él. Pero ¿por qué dejaría esta granja tan bonita? Supongo que querría el dinero. ¿Se la vendió a los antepasados de los Bricker?
—Sí y no. La señora Wharton debió de marcharse sin vender la granja, así que finalmente la heredaron unos parientes lejanos suyos, los Bricker. De todas formas, los detalles están explicados en la documentación, pero deje que le explique unas cuantas cosas más…
Él siguió hablando como si ella fuera la más ávida de sus estudiantes. Sí, ella tenía cierta relación con una viuda que había dirigido la granja por sí misma y que había querido lo suficiente a un hombre como para arriesgarse a cambiar su vida. Pero ¿huir y dejar todo aquello por lo que había luchado tanto? Rachel se preguntó si la viuda Wharton había tenido hijos a los que cuidar y se había sentido sola y asustada. Pero, seguramente, se habría casado con Stephen Keller porque él le llenaba el corazón y le calentaba la sangre, y no porque era lo más inteligente que podía hacer, y posiblemente lo único.
—Bueno, y ahora iré a lo más oportuno, teniendo en cuenta que se acerca Halloween —continuó él—. Hay viejas supersticiones asombrosas, tantas como para llenar un buen artículo para las revistas de historia locales, o incluso para publicar en un periódico.
—Si lo escribe, no mencione a qué establo se refiere —le pidió Rachel, mientras iba a sacar más agua para los caballos. Si McGowan seguía con su discurso mientras ella no lo oía, mejor aún. Sin embargo, él esperó a que ella se acercara de nuevo.
—Sólo dos cosas interesantes —añadió, golpeando sus apuntes con el dedo índice—. Hay muy pocos establos pintados, pero el suyo está pintado con una pintura roja casera. La receta: óxido de hierro, leche, zumo de lima y aceite de linaza. Algunas veces contenía también pegamento hecho de las deposiciones de las vacas. Pero ahora viene lo más interesante: también añadían sangre animal para intensificar el color. Parece algo como un antiguo sacrificio ritual, ¿verdad?
—¿Sabe? —dijo Rachel con un nudo en el estómago—. Creo que, a estas horas tan tempranas de la mañana, preferiría leer esto en vez de escucharlo.
—Sólo una cosa más. Sé que sus parientes amish holandeses de Pensilvania dibujan símbolos para protegerse de las brujas en sus establos.
—Si cree que esos símbolos son para protegerse del mal, está varios cientos de años retrasado —le interrumpió Rachel, dejando el cubo de agua en el suelo con cierta brusquedad. Quería que Linc McGowan se marchara—. Esos símbolos ya no son más que adornos de decoración, señor McGowan. Y los amish de Ohio no los usamos.
—Escúcheme —le dijo él en un tono de voz condescendiente—. He leído que, según el folclore alemán, el marco blanco que se pintaba alrededor de la puerta y de las ventanas del establo servía para mantener al diablo alejado. Y debe usted saber que, junto con esta pintura mezclada con sangre que se utilizó para pintar su establo, algún alma que murió hace mucho tiempo pintó los marcos de color negro. Yo, por supuesto, no creo en las maldiciones, pero si creyera, este establo sería el primer candidato a tener una.
Aquella tontería inquietante sobre su establo no fue lo único que le dejó Linc McGowan cuando se marchó, orgulloso de sus investigaciones. Rachel miró la carpeta de la información que le había dado, y notó que había otros papeles enganchados con un clip.
Eran un par de artículos de periódico. El primero era sobre un constructor que remodelaba establos antiguos sin respetar su naturaleza histórica y su pasado, y lo había escrito el mismo McGowan. Bueno, pensó Rachel. Al fin y al cabo, ella misma le había pedido aquel artículo sobre Mitch.
Pero el otro, el que ella no le había pedido, se titulaba: Condenado un hombre a tres años de cárcel por propinar una brutal paliza al cliente de un bar, en Toledo.