Capítulo 21
Rachel cayó de rodillas junto a Mitch en el suelo del establo, junto a la tumba.
—Mira, hay puntas de flecha esparcidas —susurró él—. Quizá sea un viejo entierro indio.
—Entonces, el pelo tendría que ser más oscuro —señaló Rachel—. Lo más probable es que sea Varina Wharton. No lo toques otra vez. Voy por un farol.
—¿Quién es Varina Wharton? ¿Te refieres a aquella mujer peregrina de la que McGowan hablaba en su artículo?
—Exacto. La viuda que supuestamente se enamoró de una especie de vagabundo y se fue con él. Pero quizá no fuera eso lo que ocurrió. Espera un minuto.
Rachel salió un momento a vigilar a los gemelos. Los dos estaban todavía trabajando. Ella encendió el farol con la mano temblorosa, se arrodilló junto a Mitch y elevó la luz sobre la tumba.
—¿Ves esos trozos de un vestido anticuado, o algo que parece un delantal bajo la colcha podrida que sirve de mortaja? —le preguntó Mitch, señalándoselos.
Rachel se inclinó y vio varias capas de tela blanca sobre el pelo del esqueleto. Tomó aire bruscamente mientras Mitch le quitaba el farol de la mano.
—¿Qué? —le preguntó él, apartando la vista de su horrendo descubrimiento.
—La mujer de Eben Yoder tenía el pelo largo, y de ese color. Y nosotros, los amish, enterramos a las mujeres casadas con el traje de novia, la capa y el delantal blancos.
—Pero tú me habías dicho que se escapó.
—Eso es lo que Eben le ha dicho a todo el mundo.
—Y… ¿no puede ser Laura Morgan?
—Su madre está convencida de que todavía vive. Además, el asesino habría cometido una estupidez al enterrarla aquí, donde todo el mundo la estaba buscando. Los Bricker vivían aquí entonces, y nosotros vivíamos aquí cuando la mujer de Eben se marchó. Esto tiene que ser una tumba del tiempo de los peregrinos, pero ¿por qué bajo el suelo de un establo?
—No está debajo de los cimientos, así que no puede ser que el establo se construyera sobre su tumba.
Rachel asintió.
—Por mucho que deteste tener que decir esto otra vez —murmuró Mitch—, debemos llamar al comisario Burnett. He dejado el teléfono en mi casa, así que tendremos que ir a por él. No os voy a dejar aquí. Voy a tapar esto de nuevo. Tú ve a decirles a los niños que hemos encontrado el cuerpo del día.
Rachel, que todavía no había salido por completo del estupor, protestó.
—Eso no tiene gracia. He estado intentando protegerlos, ocultarles todas estas cosas tan terribles. No les he dicho lo de Linc, y no voy a decirles esto tampoco.
—Y probablemente, tampoco les habrás contado lo de la expulsión temporal, ¿verdad? Quizá no deberías ocultarles tantas cosas, aunque sean terribles —le dijo él mientras comenzaba a poner tablones sobre la apertura de la tumba.
—Mitch, ¡ni siquiera tienen cinco años!
—Lo sé, pero también sé lo mal que me sentí cuando yo era niño y la gente susurraba a mi alrededor, y yo sabía que algo marchaba mal y pensaba que era por mi culpa.
Rachel recordó que Kent le había dicho algo muy parecido cuando salía de casa de su madre, la noche anterior. Con todas las conversaciones y la culpabilidad de la familia sobre la desaparición de Laura, él había acabado por sentir que era culpa suya, y aquello le seguía produciendo amargura. Sin embargo, ella estaba decidida a proteger a sus gemelos a cualquier precio, se prometió mientras corría hacia Aaron y Andy.
Mitch la siguió afuera y cerró las puertas del establo, la delantera y la trasera. Corrió tras ella con las llaves en la mano mientras ella cerraba la casa y les explicaba a los niños que tenían que llevar juntos la furgoneta recién arreglada de Mitch al pueblo.
—Ahora que ya está arreglada y no tiene que llevarse el coche de Gabe a todas partes, vamos a ver cómo funciona —les dijo sin hacer caso de la mirada de advertencia que le lanzaba Mitch por su última mentira.
—¿Espero aquí con los niños, o esperas tú? —le preguntó Rachel a Mitch mientras aparcaban frente a la comisaría. Ella nunca había llegado tan rápidamente al pueblo.
—Será mejor que entremos los dos —dijo Mitch, y apagó el motor.
—Entonces, todo el mundo fuera —ordenó Rachel—. No quiero dejarlos solos.
—Después de mi difícil infancia y de los años que pasé en la cárcel —continuó él, haciendo caso omiso de la afilada mirada que le lanzó Rachel para que se callara—, no me hace nada feliz ver a la policía dos días seguidos.
Mientras él torcía la esquina del edificio con los niños de la mano, Rachel lo miró con los ojos entrecerrados. Se había dado cuenta de que había desafiado a propósito el modo en que ella dirigía a sus hijos. Y, como si fueran una familia, entraron juntos en la comisaría.
En pocos minutos, le explicaron al comisario que habían encontrado un cuerpo enterrado bajo los tablones del suelo del establo. Mitch le describió el esqueleto, diciéndole que parecía una tumba peregrina o india, que el cuerpo parecía muy antiguo y que aún conservaba algo de pelo largo, liso y castaño.
El comisario avisó rápidamente a un equipo de policía forense de Toledo para que se dirigieran a la granja de Rachel, y después, todos se fueron hacia allí.
El sol había ascendido un poco más en el cielo, y sus rayos entraban por la puerta del pajar, en el segundo piso, iluminando todas las motas de polvo que danzaban en el ambiente.
—Vamos, destápelo —le dijo el comisario a Mitch, cuando estuvieron ante la tumba—. Establo histórico, esqueleto histórico, estoy seguro. Después de que los policías científicos hayan echado un vistazo y el esqueleto esté en manos del forense, avisaremos a un antropólogo universitario para que lo examine.
Mitch destapó rápidamente la tumba. Sin embargo, no había nada, salvo un pedazo de tela blanca y una punta de flecha medio arrancada.
Rachel jadeó. Mitch soltó un juramento.
—Estaba aquí —dijeron al unísono. Rachel lo señaló, y Mitch se inclinó para meter la cabeza por la apertura, hasta que el comisario tiró de él hacia arriba.
Rachel cayó de rodillas junto al agujero vacío, y se desmayó, no por el horror de que los huesos hubieran desaparecido, sino por saber que alguien todavía estaba vigilando aquel establo cerrado. Y a ella.
Pese a las protestas de Mitch y de Rachel, que intentaron convencer al comisario de que aquél era el establo de trabajo de una granja, Burnett hizo que los ayudantes lo precintaran con cinta policial con la leyenda Prohibido el paso, y les aseguró que iba a investigar aquello hasta el final, pese a lo que pudieran pensar los amish. También les dijo que iba a dejar allí de guardia, día y noche, a los ayudantes, por turnos, para que nadie retrasara la investigación y Rachel pudiera recuperar el establo cuanto antes. Rachel había sacado a Bett y a Nann y los estaba atando a uno de los postes del porche. Mitch se acercó a ella. Las caras de los gemelos estaban apretadas contra la pantalla de la puerta de la cocina, tras ella. Ella siguió mirando a algún punto entre los niños y Mitch.
—Entiendo cómo te sientes —le dijo Mitch, apretando y soltando los puños mientras hablaba—. Esto es exactamente lo que ocurrió con la granja de mis abuelos cuando el estado tomó el control y nos echaron, cuando no tenían derecho a hacerlo.
—De nuevo, quiero agradecerte tu ayuda y tu apoyo, pero no quiero que te veas atrapado en todo esto, más de lo que ya estás. Veo que no tengo más remedio que cooperar.
—Está bien —respondió Mitch sin dejar de mirarla a los ojos—. Con la condición de que no pierda mi oportunidad de ayudarte en todo esto.
Ella miró a los niños. Sabía que estaban hablando en su idioma.
—Tengo que entrar y decirles alguna cosa sobre todo esto —dijo.
Mitch la tomó por la muñeca cuando ella se daba la vuelta. Su mano era increíblemente fuerte.
—¿Y si confías en ellos y les dices la verdad, por una vez? —le preguntó—. No puedes seguir protegiéndolos así. Créeme, no va a funcionar. ¿Por qué no cierras la casa por el momento, traes a los caballos, incluso a los percherones, si puedes recuperarlos, a mi casa? Yo puedo trasladarme a la oficina y así tendréis la casa para vosotros solos.
—No hay necesidad —respondió Rachel, y se soltó de su mano—. Ésta es mi casa, y ya es hora de que alguien sepa que no voy a huir, pase lo que pase.
Pero aquella noche, Rachel se arrepintió de no haber huido. Cuando los periodistas de Bowling Green y de Toledo llamaron a su puerta, ella les dijo que no concedía entrevistas. La gente desfilaba por la carretera con los coches, y algunos aparcaron en la cuneta e incluso bloquearon el camino de gravilla, hasta que el ayudante Jaye, a quien había dejado de guardia el comisario, los obligó a marcharse y extendió más cinta policial por el camino. Si el ayudante no hubiera estado allí, Rachel no tenía duda de que la gente se habría colado en el establo. No sabía cómo, pero aunque las noticias no hubieran salido aún en el periódico, sí habían sido emitidas por la radio y la televisión local.
Rachel estaba muy preocupada por lo que la pobre Jennie habría oído decir de aquel cuerpo. De nuevo, lamentó no tener teléfono.
Después de la cena, Rachel dejó a Andy y a Aaron que jugaran en el salón, cosa que nunca permitía. Les dijo que se había publicado un artículo en el periódico sobre el establo porque habían encontrado algunas puntas de flecha indias y todo el mundo quería verlas.
—¿Por qué? —preguntó Andy—. Por aquí, mucha gente tiene puntas de flecha. Gabe nos ha enseñado varias. Y en la casa del señor Randall también había una colección. Jennie también tiene, e incluso el obispo Yoder se las encuentra arando.
A Rachel le costó admitir el hecho de que quizá Mitch tuviera razón en lo de que no debía sobreproteger a los niños. No les estaba mintiendo, exactamente, pero tampoco había confiado en ellos ni les había dicho la verdad.
—Además de las puntas de flecha —intentó explicar—, también hay algunos huesos antiguos, probablemente indios.
—¿De veras? ¿Y por qué no podemos verlos? —preguntó Aaron.
—Cuando fuimos a ver al comisario, alguien se los llevó.
En la catarata de palabras inventadas que pasó entre ellos, la única palabra que ella entendió fue Daadi.
—Bueno, ya está bien —les reprendió en alemán—. Os he dicho que si hablabais así de nuevo, tendrías que dormir en habitaciones separadas esta noche. Vamos a acostaros.
No había oscurecido todavía, y había gente fisgoneando fuera. Rachel oía las voces. Una vez, le pareció oír una calesa pasar al trote, pero sabía que los amish la habían abandonado a su suerte.
Después de acostar a los niños, bajó a la cocina para asegurarse de que la puerta trasera estaba bien cerrada. Lo estaba, y seguía llevando las llaves al cuello. Al mirar a través de la ventana de la cocina, vio una nota pegada al cristal. Quizá el ayudante había querido decirle dónde se había ido, porque no lo veía desde allí. La última vez que había encontrado una nota en su porche, era de Mitch, así que quizá fuera suya. Abrió la puerta, tomó la nota y volvió a cerrar. Después desplegó el papel.
Quien siembra vientos, recoge tempestades.
Arrepiéntete, ven a mí, y yo te salvaré.
No estaba firmada, y estaba escrita con mayúsculas de imprenta para evitar que se supiera quién la había escrito. Sin embargo, ella pensó que la nota era de Eben. Arrugó el papel y lo tiró a la basura, y después corrió escaleras arriba al oír un ruido ensordecedor que hizo vibrar la casa desde los cimientos al tejado.
Andy y Aaron ya estaban con la nariz pegada a los cristales de su habitación. Incluso antes de llegar a ellos, Rachel vio un haz de luz cegadora que atravesaba la casa desde el exterior.
Rachel se arrojó a por los niños y tiró de ellos hacia abajo. Los tres se acurrucaron entre las dos camas, de rodillas. La luz pasó por la habitación, que al instante quedó a oscuras de nuevo. Ella apretó a los gemelos contra su cuerpo, imaginándose el rugido del tren y las luces de la locomotora que había estado a punto de devorarlos. Entonces, la luz volvió a pasar por la habitación, como si se moviera en círculos, y ella supo de qué se trataba.
—¡Es uno de esos aviones! —les gritó a los niños—. Con las hélices planas. ¡Un helicóptero!
—¡Un helicóptero! —gritó Andy, y después le dijo a Aaron—: De dom mamm gettun foba.
Sin hacer caso de aquello, los dejó mirando por encima de un colchón y recorrió las habitaciones del segundo piso. Desde la ventana nueva del cuarto de invitados, vio a Nann y a Bett corriendo asustados por el patio, y entonces, al darse cuenta de que las puertas del establo estaban cerradas, volvieron atrás y se quedaron acurrucados junto a la calesa.
Por la ventana lateral del dormitorio vio el avión, que parecía una langosta enorme. Estaba aterrizando en su campo de calabazas. Decidió que ya no le importaba que fuera un helicóptero de la policía o uno de televisión. Corrió hacia el cuarto de los niños.
—Tomad algo de ropa —les dijo—, y metedla en las fundas de las almohadas. Nos vamos a escapar para dar un paseo nocturno, ¿de acuerdo? Daos prisa.
Mientras un equipo de televisión, con una cámara encendida que un reportero llevaba al hombro, llamaba a su puerta delantera, Rachel y los gemelos salían por la trasera. Ella los metió en la calesa, y después, frenéticamente, enganchó a Bett y a Nann. Cuando la calesa se acercaba a la cinta amarilla que atravesaba el camino de gravilla, los caballos ya iban a un paso tan bueno que la rompieron.
Sin hacer caso de los gritos de sus invasores, Rachel y los niños llegaron a la cabina de teléfono de la gasolinera antes de que Rachel viera al helicóptero en el cielo de nuevo, probablemente, intentando seguirlos. Dio las gracias porque la cabina tuviera luz, porque tenía que leer la guía para encontrar el número que ella quería, y que sólo había marcado otras veces en sueños.