CAPITULO III
Douglas Benson, el sheriff, echó a andar por la acera y sus tacones resonaron rítmicamente en el entarimado.
A sus espaldas oyó otros pasos y no le hizo falta volver la cabeza para saber que Andrew le seguía.
El hombrón se puso a su altura y a los pocos momentos de caminar juntos, Benson escupió hacia el polvo.
—¡Maldito seas, Andrew! —dijo—. ¡Habla de una vez!
—¿Qué quiere que diga, sheriff? A usted le corresponde la iniciativa.
Benson compuso una mueca y se mordió con fuerza el labio inferior.
—Ese condenado tipo de Kearney me va a buscar complicaciones por lo de Dudley.
Andrew permaneció cabizbajo sin dejar de andar junto al sheriff.
—¿Tiene alguna idea? —preguntó.
Benson tardó irnos instantes en responder.
—Daría la mitad de mi cuerpo porque Kearney se largase de la ciudad.
Andrew sonrió.
—Creo que es un tipo como otro cualquiera.
—Ya has visto cómo tira con la pistola —gruñó Benson—. Hemos tenido una suerte loca al presenciar el encuentro con aquella gentuza. Es la única manera de saber cómo las gasta ese Kearney. Te juro que ni se me había ocurrido que resultara un tipo así de diestro.
—A mí no me da miedo.
Los dos hombres permanecieron silenciosos hasta llegar a la esquina.
—No te da miedo, ¿eh?
—Ninguno, sheriff. Siempre que sepa ponerme a cubierto de sus pistolas.
—Habla claro, hijo.
Andrew se apretó el puño derecho con la mano izquierda. Era un ejercicio que le endurecía los músculos y lo tenía como un hábito.
—Se me estaba ocurriendo que Kearney no sería nadie sin los revólveres. ¿Sabe, sheriff?
—No sé nada de nada.
Andrew sonrió al proseguir.
—Está claro como el agua, sheriff. Esa gente acostumbrada a las armas no sabe hacer nada sin ellas. El día que se tropiezan con un tipo de mis agallas y tienen que hacerle frente con los puños, allí se terminó el gun-man. Acaban por los suelos y se puede hacer con ellos lo que quiera. Recuerdo a un tipo de Breckel que le di una buena paliza y desde entonces se dedicó al corretaje de granos y conservas. Era un tipo famoso con el revólver, pero le di una buena tunda y lo amansé para siempre. Ahora me da las gracias cada vez que me ve. Dice que su vida ha cambiado mucho y que prospera.
—Tienes unos sesos de recién nacido, Andrew.
El gigante miró al sheriff con una sonrisa burlona.
—Eso es lo que cree la gente, pero tengo cacumen, sheriff. Y ha llegado la hora de demostrarle que puedo tomar parte activa cuando hay tipos que saben manejar las armas.
Benson observó un lagarto que les miraba descaradamente tras una piedra. Se desposeyó del sombrero y, al movimiento brusco, el animal desapareció por una grieta.
—Quieres darle una paliza a ese individuo, ¿eh, Andrew?
—Yo soy el único que no le tiene miedo —repitió Andrew, rascándose la patilla izquierda— La verdad es que lo haría sin ningún interés. Desde que lo vi llegar, se me comen las ganas de tumbarlo a puñetazo limpio.
—Te lo vi en la mirada. Pero no creo que sea prudente. Te haría pasar a primer término en este desdichado asunto.
Andrew rió la candidez de Benson.
—Tengo mis modos de hacerlo. Me las pinto solo para provocar una cuestión personal cuando tengo ganas de gresca. Ya verá cómo se lo dejo a punto de comer.
El sheriff juntó las espesas cejas, lo que denotaba que le daba vueltas a la idea en la cabeza.
—Bien, puedes hacer lo que mejor te parezca. Pero ya sabes; es cosa personal. Y ándate con cuidado. Me parece que es un tipo duro de roer.
Andrew rióse en la misma cara de Benson.
—¿Ve esta cicatriz que me pone tan feo, sheriff?
Benson gruñó:
—Ya me lo has contado cien veces. Fue una mula que te coceó en las narices.
—Exacto, sheriff —corroboró Andrew— Cuando me dio en plena cara ni perdí el sentido. Tiene que nacer el hombre que pegue tan fuerte como aquella condenada mula.
Benson palmeó la espalda del hombrón.
—No fanfarronees conmigo. Ya sé que vales. Ahora, lo mejor será que nos separemos. No me extrañaría nada que el fulano nos estuviera vigilando desde la ventana del hotel.
—Hasta luego, sheriff.
Los dos hombres se separaron y siguieron distintos caminos, sin advertir la presencia de un sujeto de unos cincuenta años que dormitaba agazapado en el suelo, detrás de un tonel viejo.
El individuo se apartó bruscamente el sombrero de la cara y se enderezó poniéndose en pie.
Luego echó a andar vivamente por el mismo camino que habían traído Benson y Andrew y, al llegar a la altura del local de la cantina, atravesó la calzada para dirigirse al hotel.
El empleado hizo una agria mueca al verlo.
—¿Qué diablos buscas aquí, Ronald?
El viejo rascó la pelambrera que le cubría la cara e hizo un ruido como el de la lija aplicada a la madera.
—Necesito hablar con el forastero. Tengo una cita con él.
El tipo del mostrador de visitas se deslizó por detrás de la tabla y salió empuñando un palo.
—¡Cochino embustero, borracho! —exclamé—. ¡Vete antes de que llame al sheriff!
Ronald vio el palo, se mordisqueó el colgante labio inferior y empezó a dar media vuelta.
Entonces una voz bien timbrada surgió de lo alto de la escalera.
—¿Me buscaba a mí, Ronald?
El aludido y el empleado del hotel levantaron las cabezas.
—¿Es usted Matt Kearney? —preguntó el viejo.
—¿Qué desea de mí?
Ronald titubeó unos segundos.
—Me gustaría charlar un rato con usted.
Kearney asintió al tiempo que bajaba.
Ronald hizo una mueca al empleado y éste retrocedió. Luego el viejo se anticipó a la llegada del joven alto y esperó en la calle.
—¿Conque usted es el tipo de San Antonio? —gruñó Ronald, mientras se hacía cargo de la planta del forastero.
—Sí. Supongo que usted es el que me envió la carta del difunto Dudley.
—Acertó, señor Kearney, y por lo que ha resultado de todo, maldita la falta que ha hecho.
Kearney no respondió a las palabras del viejo.
Se encaminaron como por tácito acuerdo hacia la cantina. Ronald parecía conocer el camino. Sin mirar, agregó:
—He estado intentando acercarme a usted desde que apareció esta tarde, pero la verdad es que no me han dejado. Usted ha tenido los minutos muy ocupados.
—Es cierto, Ronald —murmuró Matt mientras andaban.
—Bien, creo que le gustará saber todo lo sucedido de cabo a rabo.
—Lo conozco a través de la carta de Dudley, pero es bueno tener la impresión de un testigo de los sucesos.
Ronald miró a ambos lados de la calle y se dejó caer en el bordillo de la acera.
—Siéntese aquí, muchacho —palmeó a su lado el entarimado—. Este es el mejor lugar para hablar sin testigos.
Kearney observó al viejo y se acomodó a su lado.
—Estoy seguro de que si llega a venir antes de la ejecución, usted los habría convencido a todos. Dudley era inocente por todos los poros.
—Estoy seguro.
El viejo lo miró con los ojos acuosos.
—Me he enterado de la carta que iba entre líneas
—dijo—. La escrita con zumo de limón. Ese pobre Dudley era un zorro, pero de nada le ha valido. La mala suerte, digo yo.
—¿Qué pasó? —indagó el joven, disponiéndose a liar un cigarrillo.
Ronald Dean escupió con fuerza hacia la calzada y allí levantó un diminuto volcán de polvo.
Kearney respetó las meditaciones del anciano y vio que sacaba un pringoso mazo de naipes y con el canto se rascaba pensativamente detrás de la oreja.
—La verdad es que todo señalaba a Dudley como el asesino. Claro está, yo soy de los que con sólo el trato sé si un tipo es un asesino o no.
—Continúe —dijo Kearney.
El viejo levantó la cabeza.
—En lo que se refiere a Dudley, estoy convencido de que se ha cometido una injusticia poniéndole la corbata de cáñamo —extendió un trío de naipes en el entarimado mientras trataba de reanudar el hilo del relato—. Me lo han confirmado los naipes. Nunca fallan.
Matt ladeó la cabeza observándolo con curiosidad.
—Usted cree en eso, ¿eh?
Dean lo miró con cierto pesar.
—No hay verdad más grande en el mundo. Las cartas también me dijeron hasta el día que moriría Dudley.
El joven optó por guardar silencio en espera de la continuación.
Dean levantó la cabeza de nuevo, pero arregló una carta junto a otra.
—¡Infiernos! ¿Qué se puede esperar de la ley cuando han sorprendido a un tipo con el revólver en la mano todavía caliente y a la víctima patas arriba. Eso es lo que pasó. El sheriff y un par de testigos oyeron unos disparos en la oficina del agente de ganado. Subieron y se encontraron con el cuadro.
—¿Cuál fue la actitud de Dudley?
—Se dejó atrapar sin resistencia. Luego explicó que había ido a ver a Hermann Wolf para pedirle un préstamo, pero antes de que pudiera contestarle, alguien disparó desde el corredor y la bala entró en la espalda de Wolf. Dudley disparó a su vez contra el agresor. Pero todo eso fue considerado como una puerca mentira de Dudley para salvar el cuello. Lo demás ya lo puede adivinar.
—No es necesario que continúe.
Ronald alineó seis cartas y las consultó sin interés. Recogió todas en un brusco movimiento y barajó.
Dejó el mazo con rabia sobre las tablas, y Kearney cortó sin concederle importancia. El viejo recogió las cartas y con un movimiento mecánico las volvió a alinear.
—Usted es un tipo de acción, Kearney. Estoy seguro de que habría levantado la liebre si hubiese estado aquí antes de la ejecución, pero la gente se dio prisa en acelerar la muerte de Dudley en cuanto se enteró de que el reo tenía a Matt Kearney, al as del revólver, como amigo de la infancia. Ya sabe que el sheriff husmeó la carta antes de que llegara a mis manos para depositarla en el correo.
—Pase todo eso por alto.
—Mi opinión es que alguien se quiere aprovechar de la suerte de Dudley para encubrir su propio crimen. Esto no es una tontería. Tiene más miga de lo que parece... ¡Infiernos! —exclamó Dean al observar la hilera de naipes—. ¡Mala combinación...!
Matt levantóse el ala del sombrero.
—¿Qué ve, abuelo? —se mordisqueó el labio inferior.
—¡Que me emplumen si no va a tener líos de los gordos!
—Póngase en comunicación con el destino —dijo Matt, por seguirle la corriente.
—¡Una mujer...!
Kearney señaló las cartas.
—Ve una mujer, ¿eh?
—Sensacional... Pero va a tener que luchar por culpa de ella... Me lo dice este as de bastos. No sé por qué, pero con estas cartas mexicanas veo mejor las cosas que con las otras. Cuando sale el as de bastos en esta combinación, ya puede jurar que la mujer es pura dinamita.
—Soy un incrédulo, abuelo. No puedo remediarlo.
—Mire alrededor a ver si ve alguna buena hembra.
Kearney contempló la calle y vio a Margaret que viajaba sobre un carruaje de cuatro ruedas. A su lado, en el pescante, un individuo de porte grave se inclinaba sobre ella cambiando unas palabras.
—Acertó, viejo —dijo Kearney—. Allí hay una mujer con la que he tenido una escaramuza no hace mucho rato.
El viejo volvió el cuello en redondo.
—No es esa mujer. Las cartas presentan una rubia. Una rubia.
Kearney miró por encima de la cabeza del anciano y entornó la mirada al enfocar sus pupilas de nuevo en él.
—No me diga, Dean. Usted había visto a aquella rubia que se acerca taconeando por la parte opuesta de este mismo entarimado. También se gasta sus truecos, ¿eh?
Ronald achicó los ojos para mirar al punto indicado por el joven.
—¡Le juro que no la había visto! —exclamó— ¿Se da cuenta? Esa chica va a venir directamente hacia nosotros. ¡Y apuesto lo que quiera a que en cuanto lo vea a usted le echa el ojo en seguida! ¡Es la pólvora de Only City!
—¿La chica de la cantina que anima el ambiente?
—Canta de primera —el viejo se levantó de un salto—. ¡Nita de mi alma! ¡Precisamente estábamos hablando de ti!
Una mujer de abundantes curvas y pelo rubio se aproximó contoneándose mientras los largos tacones de sus zapatos dorados repiqueteaban en la acera.
Los ojos de Ronald bailaban dentro de las órbitas.
—Oye, Nita; ¿no te ha dicho nadie hoy que pareces un pastel de manzana?
La exuberante rubia sonrió con unos dientes grandes, blancos y fuertes.
—Hola, pequeñajo —saludó con una voz musical, y a continuación levantó el sombrero de Ronald y le palmeó la calva, lo que hizo entrar en tembleque a Dean.
La chica no apartó la mirada del forastero, quien se había incorporado a su vez.
—Usted debe de ser el chico que todo lo puede, ¿eh? Le aseguro que he venido por este lado del pueblo sólo por ver la planta que tiene.
Ronald se dejó caer en el suelo completamente vencido.
—Es el destino, las cartas no fallan —gimió para sí en voz alta.
Kearney se descubrió ante la mujer.
—Si lo llego a saber, no le hubiera tolerado ese recorrido —dijo.
Ronald rió cascadamente.
—¡Quiere decir que te hubiera salido al paso! —de pronto adoptó un gesto compungido—. Oye, Nita; ¿cuándo seré el hombre de tus sueños? Si vieras cómo me consumo hora a hora tirando las cartas para ver si salimos en el solitario los dos juntos.
La hembra echó hacia atrás la cabeza riendo.
Luego guiñó un ojo al vejete y le volvió a palmear la calva.
—Prueba a hacer trampa.
Ronald y ella soltaron sendas carcajadas.
Nita miró al joven, con ojos de caramelo.
—Ya verá qué bien canto. Supongo que vendrá por la cantina esta noche.
Kearney parpadeó un par de veces y la volvió a contemplar en toda su medida.
—No fallaré.
Ella empezó a separarse de los dos hombres.
—En su honor, voy a estrenar una pieza que titulo Sólo faltan dos ojales.
Nita comenzó a andar, y los dos hombres la siguieron con la mirada. De pronto la chica metió el tacón entre dos tablones defectuosos, hizo un quiebro con la cintura y emitió un grito.
Matt saltó hacia ella y la tomó en el aire, siendo necesario para ello que el joven aunara todas las fuerzas disponibles. Pesaba lo suyo. Ella hizo un gesto de dolor y luego sonrió.
—Creo que me he torcido el tobillo. ¿Puede pasarme a la otra acera? Vivo allí.
Matt atravesó con su rubia carga la calzada cuando el vehículo de Margaret y su acompañante volvía a pasar por el lugar.
Margaret dijo en voz suficientemente alta para que fuera oída por el forastero:
—¿Se da cuenta, señor Larsen? Hay ciertos espectáculos que deberían ser prohibidos por las autoridades.
Matt pudo distinguir en los ojos de la muchacha un brillo mal contenido de indignación.
Reanudó el camino con la dama en brazos y al llegar al otro lado, ella susurró en su oído.
—Déjeme en el suelo, valiente. Me gustaría ver si hago pinitos.
—¡Suelte a esa mujer, pistolero! —bramó Andrew, con los brazos arqueados y el rostro demudado por la indignación.
Matt la apretó con más fuerza entre sus brazos, consciente de que aquel ejercicio era excelente para los músculos.
—¿Qué mosca te ha picado, Andrew? —dijo la rubia por el sesgo de la boca roja.
—¡Le estoy hablando a ese bergante, Nita! ¡No te metas en esto!
—¡Si estoy arriba, hijo! —rió la hembra empezando a divertirse.
—¡Suéltela de una vez! —Andrew era la imagen de la furia—. ¡Vamos, déjela en el suelo!
El vehículo de Margaret se había detenido estratégicamente en una esquina desde donde sus ocupantes se hacían cargo de la escena.
El viejo Ronald señalaba el mazo de naipes para que Matt se diera cuenta de que el desastre se avecinaba, empero el joven pareció no enterarse.
—¿Qué tiene que ver ese hombre contigo, Nita? —preguntó Matt.
—¡Nita es mi chica! —exclamó Andrew—. ¿Lo oye, bastardo? ¡Mi novia!
La hembra se desprendió de los brazos de Matt y enfrentóse con el gigantón.
—¿Quién es tu chica, mastuerzo? ¡Si sólo de verte me dan retortijones!
Andrew tuvo que entrecerrar los ojos porque la respuesta de la hembra estuvo a punto de hacérselos salir de las órbitas.
Se acercó con rápidos pasos felinos y le dio un revés.
—¡Aquí tienes la medicina!
Nita pegó un chillido algo más alto de lo conveniente.
—Una vez marqué a una mexicana, llamada Elisa, que me dijo algo parecido —exclamó el grandullón—. Cada vez que niega que fue mi chica la obligo a que muestre las señales en público.
—Usted es un puerco recubierto de tiña, Andrew —replicó Matt, inhalando aire como si la situación empezara a molestarle. Esa fue la conclusión que sacaron todos.
Andrew apartó a la mujer con el dorso del antebrazo y dio unos pasos mostrando una sonrisa capaz de helar el sol del desierto de Mojave.
—¿Quiere repetirme eso, pistolero? Es la primera vez que me lo oigo decir y todavía no me ha encajado en la cabeza.
—He dicho que usted, Andrew Logan, es un puerco tiñoso; pero apuesto a que a estas horas los cerdos de los corrales están empezando a protestar.
Andrew se aproximó poniendo de manifiesto los músculos de los brazos.
—Espero que no dirá esto porque lleva colgando un par de “Colt”.
—Le juro que si los uso será únicamente para matar los gordos parásitos que le desprenda —replicó Matt.
La gente que presenciaba la escena estaba con la boca abierta.
—De acuerdo —sonrió Andrew y tiró un izquierdazo de pega al rostro de Matt, pero éste hurtó el cuerpo al presentir la derecha del gigantón, que subía rauda en busca de su estómago.
—¡No se escurra! —chilló Andrew, dando la vuelta.
Matt comprendió que intentar blocar uno de aquellos puños de Andrew era un suicidio más seguro que un tiro en la sien. Aguardó al gigante, y cuando éste embistió, aprovechó un agujero en la guardia y le soltó un disparo en el bajo vientre. Andrew abrió los ojos, se encogió un poco, y rabioso por la fea jugada, acometió con los dos puños en un juego de golpes cortos que obligaron a Matt a batirse en retirada.
De pronto pudo sacar la derecha por arriba y percutió en seco sobre el filo de la ceja de Andrew. El gigante apenas notó el dolor, obstinado en aquel uno-dos cuyo fin era dejar al forastero para la puntilla final.
Matt lo aguantó como pudo, consciente de que Andrew era duro como el pedernal, y de pronto le tiró una izquierda alta que golpeó nuevamente la ceja de Andrew.
La sangre cayó sobre el ojo del gigante. Matt pudo insistir en el martilleo de la ceja, pero se abstuvo. Ya le había dado lo suficiente, pensó, y en ese momento, Andrew lo cazó con la izquierda en el mentón, un poco d^ lado.
El impacto fue bastante para que Matt saliera de estampida y aplastara un sillón de mimbre que reposaba en la acera.
Andrew era un desagradecido y olvidó lo de la ceja, embistiendo antes de que Matt tuviera tiempo de reponerse y allí, sobre los restos del sillón, intentó clavarlo en el piso de un mazazo con las manos entrelazadas. Antes de que Andrew lograra sus propósitos, Matt salió de entre las astillas como un muñeco de la caja de sorpresas y logró hacer blanco en la mandíbula de Andrew con un gancho de derecha.
El tipo que marcaba a las mujeres se irguió involuntariamente y cayó a la calzada.
Matt lo persiguió y cuando se incorporaba, le estrelló los nudillos en el pómulo izquierdo, con lo que Andrew se quedó al descubierto. A partir de entonces, Matt se dedicó a hacerle recorrer la calle con el solo impulso de los puños y poco después el hombrón se derrumbó sin poder tenerse sobre las piernas.
Matt acabó de arrancarse la mitad de la manga izquierda y se dirigió con paso vacilante hacia la cera, en medio de un silencio impresionante, mientras Andrew permanecía inmóvil en el polvo.