CAPÍTULO VI

 

Santiago llevaba consigo veinte hombres.

Teresa cabalgaba al lado de Vargas, quien constantemente la estaba vigilando.

Enrique habló a Burt:

—Todavía no le he dado las gracias por lo que hizo, Carroll.

—No tuvo importancia.

—La tuvo para mí. Si no hubiese dicho que me tenía contratado, Santiago habría ordenado que me degollasen. No imaginaba que se había vuelto así.

—A todos les pasa, cuando llegan al poder. Cambian para empeorar.

—No me fío de él.

—Yo tampoco, pero es de la única forma que llegaremos a Jaime Ríos y a Paco Valero.

El sol ya se estaba ocultando cuando llegaron a una hacienda. Se veían campos con maíz y una casa al fondo.

—¡Muchachos! —exclamó Santiago—. Quiero que rodeéis la casa. Que no escape nadie. Jaime Ríos está dentro.

Los bandidos de Santiago se distribuyeron para cumplir las órdenes de su jefe.

—Vargas —dijo Santiago—, quédate con la chica.

—Sí, mi general.

—Carroll, ven conmigo.

Burt cabalgó al lado de Santiago, en dirección a la casa.

De repente, se encontraron con una escena imprevista. Dos hombres estaban muertos en el suelo, llenos de agujeros de bala.

Santiago tiró de las bridas y sacó el revólver.

Carroll desenfundó también.

—Maldita sea, ¿qué significa esto? —exclamó Santiago.

—Alguien se nos adelantó.

—¿Quién?

—No lo sé. ¿Es alguno Jaime Ríos?

Santiago observó los dos cadáveres.

—No, no es ninguno de ellos —contestó, al fin.

Se levantó en la silla y miró el terreno que circundaba a la casa. Sus hambres estaban inmóviles, en los caballos, con las armas listas para entrar en acción.

—Entremos en la casa —dijo Burt.

—Nos pueden estar esperando.

—No lo creo. Han tenido tiempo para  disparar sobre nosotros y no lo han hecho. —Burt saltó de la montura.

Santiago lo imitó.

Los dos se encaminaren a la casa, revólver en mano, pero caminaban despacio observando las ventanas, las esquinas, el estable que estaba a la derecha.

La puerta de la casa estaba abierta y Burt asomó la cabeza por el hueco.

—¿Hay alguien ahí?

No le contestó nadie.

Volvió la cabeza hacia Santiago.

—¿Quién vivía en esta hacienda?

—Raúl Navarro, un anciano... Era un buen hombre, Ayudaba a todo el mundo. Por eso lo hemos respetado siempre. Pero ahora llegó un hijo de perra que no lo respetó.

Santiago entró en la casa.

—¡Raúl! —gritó.

Tampoco le contestaron.

Burt se dirigió hacia el establo, y al llegar allí se detuvo al descubrir a un anciano que estaba en el suelo, degollado.

Vio otro muerto, un tipo que habían colgado de los pies desde el techo, y que tenía el torso desnudo, con marcas de haber sido atormentado.

Santiago apareció por detrás de Burt.

—Maldita sea. —Señaló al anciano degollado—: Ese es Raúl.

—Y supongo que el otro es Jaime RÍOS.

Santiago se acercó al hombre que colgaba del techo y se dobló para verle bien la cara. Al levantarse, dijo:

—Acertaste, Carroll. Es Jaime Ríos. ¿Qué puerco hizo esto?

—Tengo una sospecha.

—Suéltala, Carroll. Dime quién pudo hacer esto...

—No tengo seguridad, te he dicho que sólo es una sospecha.

—Habla, quiero su nombre.

—El sargento Torres, de Concepción.

—¿También está metido en el asunto?

—Tuve que informarle. Te conté lo que pasó con Luis Márquez.

—Está claro. El sargento Torres ahorcó a Luis Márquez después de que le sacó la información. Y ese sucio sargento se llegó aquí antes que nosotros, y organizó esta carnicería.

Burt señaló a Jaime Ríos.

—Si acertamos, el sargento Torres debe saber, por Ríos, el lugar donde se esconde Valero.

—Seguro.

—¿Lo sabes tú?

—No, no lo sé.

—¿Dónde puede estar Paco Valero? Esa es la pregunta que tienes que contestar, Santiago.

—¡Y yo qué sé!

—Tú formabas parte de sil pandilla. Debes conocer sus escondites.

—Conozco los escondites de que se servía Valero cuando yo formaba parte de su pandilla, pero él ya los abandonó porque los conocía demasiada gente. No, no podía correr ningún riesgo, porque yo me convertí en rival suyo, ¿lo comprendes, Carroll?

—Sí, lo comprendo, pero quizá encuentres una pista si la buscas.

Santiago se pellizcó la oreja, pensativo. Paseó de un lado a otro, cuidando de no pisar el cadáver del anciano. Se detuvo de pronto, y dijo:

—Podría ser.

—¿Cuál es la pista?

—Como siempre. Una mujer.

—¿Qué mujer?

—Una compatriota tuya... Estuvo cantando en El Paso. Allí la conoció Valero. Luego ella se vino a nuestro país porque se casó con un rico hacendado, Carlos García... Yo sé que Valero nunca pudo olvidar a Janet Wilson. Ese era su nombre, Janet Wilson. Valero tuvo muchas mujeres, pero ninguna de ellas logró borrar de su cabeza a Janet... ¿No te parece lógico que, ahora que tiene cien mil dólares en oro, se haya ido en busca de tu compatriota?

—No está mal pensado.

—Iremos allí.

—¿Dónde está la hacienda de Carlos García?

—Bastante lejos. A tres días de aquí.

—Está bien. Dile a tus hombres que den sepultura a los muertos, y proseguiremos nuestro camino.

 

* * *

 

Habían cabalgado durante toda la noche y parte de la mañana. Llegaron a la aldea llamada Rincones, cuando el sol empezaba a apretar fuerte.

—Nos detendremos hasta el atardecer —dijo Santiago cuando todavía estaban en las afueras de la aldea.

Un grupo de hombres apareció entre las casas y se dirigió hacia ellos.

Eran seis y algunos traían cerdos entre los brazos.

—¿Qué es eso? —preguntó Burt a Enrique.

—El alcalde y sus ayudantes. Están muertos de miedo. Han debido saber que nos acercábamos y vienen a ofrecer sus presentes a Santiago Pérez.

El falso general se irguió en la silla y se atusó el bigote.

El alcalde, con los otros cinco ciudadanos, se detuvieron ante él. El más pequeño de ellos era el alcalde, quien se quitó el sombrero y dijo:

—A descubrirse.

Los otros cinco también se quitaron el sombrero y algunos lo hicieron torpemente, por lo que se les cayó al suelo.

—Como alcalde de esta ciudad —empezó a decir la primera autoridad de Rincones y se interrumpió, tosiendo—, le doy la bienvenida, don Santiago, y le deseo la mayor felicidad del mundo, a usted, a todas sus mujeres y a todos los hijos que haya podido tener con ellas.

—Tu nombre.

—¿Cómo dice?

—¡Quiero tu nombre!

—Palmiro, don Santiago. Para servir a Dios y a usted.

—¿Palmiro qué más?

—Palmiro Cabra.

—Pues menuda faena te hicieron tus padres...

El alcalde rió.

—Que gracioso es usted, don Santiago.

Los hombres que acompañaban a Palmiro Cabra también rieron, aunque se notó que lo hacían forzadamente.

—Alcalde —dijo Santiago—, yo no me río.

Instantáneamente, Palmiro Cabra dejó de reír y como sus compañeros no interrumpieron sus risas, gritó:

—¡Todo el mundo serio!

Entonces, sus conciudadanos quedaron con la cara de palo.

Uno de los pequeños cerdos se puso a chillar y el ciudadano que lo llevaba en brazos trató de calmarlo, pero lo hizo torpemente, apretándolo contra sí, con lo creí el lechín chilló más.

—Eh, tú —le dijo Santiago Pérez—, ¿quieres cerrar la boca?

El hombre que tenía el cerdo chillón bailoteó, nervioso. Por suerte para él, el animal dejó de armar ruido.

—Alcalde —dijo Santiago cuando se hubo hecho el silencio—, vamos a pasar la noche en tu pueblo.

Palmiro Cabra se quedó como si lo hubieran metido en cemento.

—Yo pensé que iban a proseguir el camino y por eso le trajimos nuestros presentes.

—Tú no puedes pensar nada, Cabra —le dijo Santiago.

Y ahora fueron los hombres de Santiago los que rieron aquel chiste de su jefe.

 

* * *

 

Santiago, Burt Carroll y Teresa se habían quedado en casa del alcalde.

Santiago tenía a su servicio a media docena de hombres, centinelas que debían custodiarlo a él, o servidores de sus caprichos.

Habían cenado con el alcalde y la esposa de éste, una mujer que pesaba ciento diez kilos. Dos criadas habían servido los mejores manjares de que disponía la despensa de la primera autoridad municipal.

Santiago había bebido mucho durante el transcurso de la cena. Contó chistes, muchos de ellos soeces, y a cada momento, una de las criadas tenía que llenar su copa.

Burt Carroll estaba preocupado por la suerte de Teresa. La miraba de vez en cuando.

A los postres, Santiago dijo:

—Estás más hermosa que nunca, Teresa.

Burt habló rápidamente:

—Yo diría que no se encuentra bien... Teresa no debe estar acostumbrada a cabalgar en la forma que lo hemos hecho.

Los ojos de la bella joven se encontraron con los de Burt, y éste esperó que ella comprendiese que trataba de ayudarla.

—Sí, tienes razón, Burt —repuso ella—. Estoy muy cansada. Tengo una fuerte jaqueca. Será mejor que me retire. Necesito descansar. ¿Cuál es mi habitación, señor alcalde?

—Ana la acompañará.

Ana era una de las criadas y Teresa fue con ella hacia la escalera que conducía a las habitaciones del piso superior.

Burt vio cómo los ojos de Santiago seguían a la joven Teresa hasta que ésta desapareció. Había un brillo especial en aquellos ojos, un brillo que Burt conocía bien.

—Santiago —le dijo—, ¿qué te parece una partida de póquer?

—¿Una partida de póquer?

—Si no sabes jugar, yo te enseñaré.

—Claro que sé jugar al póquer. Me enseñó un compatriota tuyo, hace muchos años. Pero esta noche sería a la última cosa que jugaría... No, Burt, no te quiero como rival. Prefiero otro —al decir estas palabras, Santiago desvió la mirada hacia la escalera.

Burt ya no tuvo duda de que Santiago quería satisfacer su amor por Teresa.

Trajeron el café. La alcaldesa se retiró de la reunión, diciendo que se encontraba cansada. Santiago dijo:

—Alcalde, acompaña a tu mujer.

Palmiro les deseó buenas noches y también se fue.

De esa forma, quedaron a solas en* la mesa Santiago y Burt.

Encendieron cigarrillos y Santiago bostezó y dijo:

—Tengo ganas de dormir.

—Yo no.

—¿Te quedas?

—Sí, me quedaré un rato.

Santiago se levantó y subió la escalera. En la parte de arriba estaban dos de sus hombres que, a una señal, lo siguieron hasta la mejor habitación de la casa, el dormitorio de los esposos Cabra, que éstos le habían cedido.

—Vargas —dijo Santiago.

—A la orden, mi general.

—Tráeme a Teresa.

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VII

 

Teresa no se había desvestido. Al entrar en la habitación, se dio cuenta de que la puerta no tenía llave.

Se sentó en el borde de la cama y pensó.

Burt Carroll había tratado de ayudarla, estaba segura, pero temía que eso no serviría de nada.

Llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Vargas. Mi jefe quiere verte.

—Me encuentro enferma. Díselo.

La puerta se abrió, y en el hueco apareció Vargas.

—No puedo dejarte aquí, Teresa. Tienes que acompañarme. ¿O es que quieres que el jefe me levante la tapa de los sesos...?

Teresa comprendió que nada podía conseguir resistiéndose a ir con Vargas, porque Santiago sería muy capaz de matar a aquel hombre, y luego le mandaría a otro de su pandilla para llevarla a la fuerza.

—Está bien. Iré contigo.

Sus ojos se habían fijado en el revólver que Vargas llevaba en la cadera.

Salió de la habitación y, cuando cruzaban el corredor, Teresa movió la mano hacia la funda de Vargas.

El bandido la atrapó por la muñeca, antes de que ella pudiese sacar el revólver.

—¿Qué ibas a hacer?

—Sólo quiero matar a Santiago.

—¿Sólo eso...? ¿Estás loca?

—Es un canalla. Un reptil.

—Díselo a él —repuso Vargas, y la empujó hacia la habitación de Santiago.

Teresa entró en el dormitorio, forcejeando con Vargas.

Santiago estaba en camisa, de pie junto a la cabecera de la cama.

—Puedes marcharte, Vargas, pero quédate en la puerta.

—Sí, mi general.

Vargas salió cerrando tras él.

Teresa cruzó los brazos y levantó la barbilla.

—¿Por qué me has hecho llamar?

—Me gusta tu genio.

—Te dije durante la cena que estaba enferma.—Mentiste.

—Me duele la cabeza.

—Ese gringo te dio la oportunidad... Y te cogiste a ella como a un clavo ardiendo... ¿Es que has pensado en él?

—Qué tontería.

—¿Por qué una tontería? Burt Carroll es más joven que yo. Y es bien parecido. Quizá tu tipo ideal de hombre.

—No tengo ningún tipo ideal de hombre.

—Todas las mujeres lo tienen, y tú no puedes ser una excepción. ¿Ya has olvidado a Arturo Espinosa?

Teresa se mordió el labio inferior. Sí, llevaba muchas horas sin pensar en Arturo Espinosa, concretar mente desde que habían iniciado aquel viaje.

—Quiero volver a mi habitación.

—Te vas a quedar aquí.

—Te mataré.

Santiago se echó a reír.

—Ya lo intentaste, y te falló.

—Lo intentaré otra vez.

—No me volverás a pillar desprevenido. Ven aquí.

—No.

—Te lo ordeno.

—Tú no puedes darme órdenes, Santiago.

—Tú has nacido para darlas, ¿eh? Tu padre es rico. Yo, en cambio, nací sin nada. Por eso me propuse tenerlo todo. Y lo tendré. Empezando por ti.

Echó a andar hacia ella.

Teresa retrocedió.

—No puedes escapar, Teresa. Detrás de esa puerta están mis dos hombres.

—¿Qué quieres que haga para que me dejes? ¿Qué te suplique?

—No adelantarías nada.

Santiago fue a abrazarla, y ella le pegó un zarpazo en la cara.

El hombre saltó, pegando un chillido. Las uñas de Teresa habían dejado una marca en su cara.

—Maldita gata. Te voy a cortar las uñas...

Se lanzó sobre ella, y esta vez evitó el zarpazo y logró atraparla contra la pared. Trató de besarla en la boca y Teresa dobló la cabeza, por lo que los labios de él sólo pudieron besar sus negros cabellos.

—¡Burt...! ¡Burt! —dijo ella, casi inconscientemente.

Santiago frenó su impulso de besarla.

—Has llamado al gringo.

—Es el único que puede ayudarme.

—No vendrá. Y si viniese, mis hombres le impedirían la entrada. Quiero que sepas lo que voy a hacer con tu gringo... —Santiago hablaba con ferocidad.

—¿Qué harás con él?

—Matarlo.

—¿Cuándo?

—Cuando lleguemos al rancho de Janet Wilson, y tenga en mi poder los cien mil dólares oro. Odio a los gringos con todas mis fuerzas. Tuve que contenerme para no matar a Carroll al principio. El me contó una estúpida historia, amenazándome con que el Ejército de su país pediría a los federales que me persiguiesen. Simuló creerlo. Llegué a un acuerdo con él, ¿sabes por qué? Para darle cuerda. Carroll piensa que soy un estúpido, pero cuando lleguemos al rancho de Janet Wilson, él sabrá quién es Santiago Pérez. Entonces le demostraré que me tiene sin cuidado el Ejército y los federales. No, no lo voy a matar de un tiro. Será algo más emocionante.

—Eres de instintos sanguinarios.

—Burt se fijó en ti, y ahora él debe estar con nudos en las tripas, pensando en que te tengo conmigo.

De pronto, una voz dijo:

—¿Puedo opinar?

Santiago volvió la cabeza como una centella.

Burt Carroll estaba en una puerta que comunicaba con la habitación adyacente. Tenía el revólver en la funda.

—¿Qué haces ahí, Carroll?

—Oí que Teresa me llamaba. ¿No es verdad, Teresa?

—Sí —respondió la joven con voz débil.

—¡Ella no te necesita, Carroll! —exclamó Santiago—. ¡Lárgate!

—Será mejor que se lo preguntemos a ella.

—¡No tienes nada que preguntar!

—¿Me necesitas, Teresa? —preguntó Burt, sin embargo.

—Te necesito —dijo ella.

Santiago cerró los puños y habló, lleno de rabia:

—Burt, te la estás ganando. Llegamos a un acuerdo. Juntos iremos al rancho de Janet Wilson. Cada uno de nosotros tendrá cincuenta mil dólares oro, y tú podrás vengar al teniente Peter Burton y a los seis soldados que fueron asesinados en Turalosa. Dejaré que mates a Paco Valero o que te lo lleves a tu país.

—No es eso lo que decías hace un momento.

—¿Eh? —Santiago arrugó la nariz—. Estuviste escuchando tras esa puerta.

—Me alegro de haberlo hecho.

—Fue una broma, Burt. Le dije a Teresa lo que iba a hacer contigo, pero no es verdad.

—¿Te estás disculpando, Santiago? ¿Tú? ¿Un hombre que ha llegado a general —repuso Carroll con sarcasmo.

Santiago señaló la funda con el revólver que había colgado a los pies de la cama.

—Mi “Colt” está muy lejos, y tú lo tienes al alcance de tu mano.

—Cógelo, Santiago.

—¿Cómo?

—He dicho que lo cojas.

Santiago se humedeció los labios con la lengua

—¿Sugieres un duelo entre nosotros, Burt?

—Sí.

—¿Aquí?

—Sí, aquí mismo.

Santiago llevó aire a sus pulmones.

—Tú estás sereno, Burt.

—Lo estoy.

—Yo estoy borracho.

—No, no lo estás. Resistes muy bien el alcohol.

—Te veo doble.

Burt rió.

—Yo te dirá lo que te pasa, general Pérez... Tienes miedo.

—¡Maldito seas...! ¡No he tenido miedo nunca!

—Me lo tienes a mí ahora.

—He matado a otros gringos.

—Te creo. Has matado a otros gringos, y puedes matarme a mí, general. Dejaré que te pongas el cinturón con el revólver. Luego contaré hasta tres, y sacaremos.

—Me estás engañando, Burt... Sí, eso es. Me estás engañando como yo te habría engañado con el agua. Conozco tu trampa. Dices que me dejarás llegar hasta las patas de la cama para coger mi cinturón, pero nunca permitirás, que eso llegue a ocurrir. Sacarás antes de que yo toque el cinturón, y me llenarás el cuerpo de plomo.

—No, yo no soy un traidor como tú, general Pérez.

—Tengo a dos hombres detrás de esa puerta, en el corredor. Tienen orden de entrar cada quince minutos para saber si todo va bien. Será mejor que te largues porque ya pasó mucho rato, y de un momento a otro aparecerá uno de ellos.

—Si aparece uno de ellos, te vuelo la cabeza, aunque no tengas el revólver. Empieza a andar hacia la cama,, general.

Santiago se mojó otra vez los labios. Le ocurría una cosa muy extraña con respecto a aquel gringo. Burt había acertado. Le había cobrado miedo. ¿Por qué?, se preguntaba. La respuesta era sencilla... Por la forma tan segura, tan firme, en que Carroll hablaba. No, nunca había conocido a un gringo como él. Pero era absurdo, completamente absurdo. Burt Carroll era un gringo corno todos los demás, y acabaría con él.

Echó a andar hacia la cama, y otra vez volvió a sentir miedo. ¿Y si se equivocaba, y era Burt Carroll quien acababa con su vida?

Se detuvo cuando estaba a dos pasos de la cama, y dijo:

—Hago un trato contigo, Burt. Dejaré que te lleves a Teresa.