CAPÍTULO XX
A la distancia de unas millas de San Blazúa, la capital de Calbia, Doc Savage profería a la sazón, las mismas palabras, sobre poco más o menos —que el conde Cozonac en el interior de la casa de piedra.
—Ante todo responda Vuestra Alteza a mis preguntas —decía, a la princesa—. Y luego la tranquilizaré con respecto a su actual situación.
EL rey Dal Le Galbin y el capitán Flancul habían recobrado el conocimiento aun cuando ambos estaban levemente aturdidos todavía a causa de los puñetazos de Doc.
—¡Nos ha cogido usted para entregarnos a los revolucionarios! —gritó airado el soberano de Calbia.
Doc no le prestó atención.
—¿Con qué objeto fue a Nueva York Su Alteza en compañía, del capitán? —interrogó a la princesa.
Ella estudió el semblante del hombre de bronce iluminado, a la sazón, por la luz difusa que los faros del coche derramaban, en su interior. EL «sedán» descendía, veloz, por un antiguo camino desgastado. El agua depositada en los baches saltaba bajo sus ruedas o se diseminaba, perezosa, en todas direcciones. Sobre la capota fingía la lluvia locas carreras de ratones y los dos limpiaparabrisas se movían a compás.
—El barón Dimitri Mandl —explicó al cabo—, inventó, años ha, un arma mortífera formidable cuyo plano, sólo existe uno actualmente, fue encerrado bajo llave en las bóvedas del Ministerio de la Guerra.
—Sabemos ya este detalle por habérnoslo comunicado el conde Cozonac —observó Doc.
—Habíase llegado a un acuerdo con el barón —siguió diciendo la princesa,— por el cual no podía utilizarse el arma ni tampoco fabricarse sino en defensa de la nación.
—¿El barón había renunciado últimamente a su tarea inventiva? —interrogó Doc, interrumpiendo el relato.
La princesa afirmó con un gesto.
—Sí, en prueba de la admiración inspirada por sus obras científicas —repuso—, le fue concedido el titulo de barón. Más tarde, como le interesaba la política, fue nombrado nuestro embajador en los Estados Unidos. Era hombre muy activo.
—¿En qué rama de la Ciencia se había especializado?
—En la Física. Le interesaba el estudio da la luz.
—¡Hum! Me lo figuraba. Bien. Prosiga explicándonos el motivo de la ida, a Nueva York.
El ingeniero hubiera preferido ahondar en la materia, apenas esbozada, de los estudios sobre Física del barón y del arma misteriosa que había inventado.
Preveía ya una explicación de la naturaleza de aquellas fantásticas, misteriosas explosiones que destruían los aeroplanos, los buques, las locomotoras de un tren e incluso a hombres inofensivos en el momento de hacer la comida junto a la hoguera de un campamento. Mas no tuvo aquella satisfacción.
—Los planos trazados por el barón desaparecieron, hará cosa de unas semanas, de las bóvedas del Ministerio —dijo la princesa.
—¿Tiene alguna idea de quién puede haber sido el ladrón?
Flancul se cuidó de contestar:
—Ni la menor idea. —Las doradas pupilas de Doc se apartaron un momento del exterior nebuloso en el que se mezclaban por igual las gotas de lluvia y los rayos luminosos de los faros y las posó en la persona del capitán.
—Así, con objeto de obtener del barón una copia del plano, fue por lo que Su Alteza se dirigió a Nueva York, ¿no es eso? —interrogó.
—Sí —afirmó Gusta:— Le cablegrafiamos previamente y nos dijo que estaba dispuesto a entregarnos esa copia.
—¡Por el toro sagrado! —exclamó bruscamente Renny—. ¡Ese señor obeso, el conde Cozonac, nos dijo que el barón era un revolucionario!
—¡El conde es un solemne embustero! —replicó con acento seco Doc.
—Antes de llegar a Nueva York en compañía del capitán, mientras nos hallábamos aún en alta mar, recibí un cablegrama del barón —siguió diciendo la princesa—. Nos informaba de la ayuda prestada por usted a los rebeldes.
Sin inmutarse, Doc miró por la ventanilla al exterior.
—El barón se equivocaba. El enano Muta vino a verme al despacho disfrazado de mujer, se encontró en él con Mandl y se las compuso de modo que le dejó convencido de mi actuación adversa.
El rey prestaba atento oído al diálogo, pero no decía nada.
—Asesinaron al barón antes de nuestra llegada a Nueva York —manifestó Gusta—, y con él pereció su secreto. Entonces determinamos apoderarnos de usted, míster Savage y retenerle en calidad de prisionero. Temíamos la ayuda que pudiera prestar a los rebeldes dada su extraordinaria habilidad.
Doc introdujo el coche por un camino lateral, le guió con cuidado a través de unos cien metros llenos de fango y por fin se detuvo delante de una cabaña derruida. La profusión de altas hierbas, la ausencia de senderos trillados indicaba un abandono de la cabaña que se remontaba a mucho tiempo atrás.
—Vamos a detenernos aquí —dijo.
Renny había estado reflexionando. Ahora emitió un gruñido de comprensión.
—Comienzo a divisar los triunfos del juego —declaró—. ¡Por el toro sagrado! ¡Ese mantecoso cerdo de Cozonac y el asqueroso enano Muta pertenecen, sin duda a una misma cuadrilla!
Se apearon del coche bajo una lluvia incesante que les azotaba las espaldas y les corría, en gruesas gotas, por el rostro abajo. Sólo el bronceado cabello de Doc, que se había despojado en el coche de la peluca, parecía impenetrable al agua.
—Pero, Doc —siguió diciendo Renny,— ¿qué idea le dio al conde para contarnos aquella sarta de embustes el día en que solicitó nuestra ayuda?
—Tuvo dos razones para ello, a lo que parece —replicó Savage—. Primera: ganando nuestra confianza y haciéndonos creer que necesitaba de nuestra ayuda, se hallaba en posición de conocer todos nuestros movimientos y por consiguiente de poder aprovechar lar primera ocasión que se le ofreciera para deshacerse de nosotros. Segunda: ese tunante pensaba valerse de nosotros para que nos apoderásemos, en bien suyo, del rey Dal, de la princesa Gusta y del capitán Flancul, aquí presente.
—¡Ese gordo caballero de industria es muy ingenioso! —exclamó el ingeniero con su voz potente—. ¿En qué ocasión descubriste su falsedad, Doc?
—La primera prueba convincente me la proporcionó, su tentativa de destruirnos con el arma misteriosa antes de llegar al campamento militar revolucionario, pues como recordarás, sólo el conde conocía nuestra venida a Calbia.
Todos marcharon en dirección de la choza abandonada.
El rey Dal, calmada totalmente su ira, le hizo a Doc una pregunta:
—Así, ¿de qué lado se coloca usted en este asunto?
—Del mío, si no le parece mal —replicó tranquilamente el hombre de bronce—. Estoy aquí para apoderarme de esa arma misteriosa e inutilizarla.
—¿Esto significa que pretende destruirla?
Doc no respondió a la pregunta.
—También deseo impedir que se continúe vertiendo sangre; quiero acabas con la revolución, y para conseguir esto no me queda otro recurso que eliminar a las cabezas directoras.
—Por ejemplo, ¿a Muta y al conde Cozonac? —interrogó el soberano.
—Y posiblemente a alguien más —dijo a modo de respuesta.
—¿A otros? —insistió el rey.
—El conde es hombre acomodado, según lo demuestra la investigación de su vida pasada —replicó Savage—, Muta, el enano, es simplemente un criminal.
—No comprendo...
—Esos revolucionarios poseen aeroplanos y otras armas modernas de guerra, ¿Las han capturado a las fuerzas realistas?
El vehemente ademán negativo del monarca fue visible al encender Doc una lámpara de bolsillo.
—Nos han cogido poquísimas —replicó.
—Eso es. Y esas armas cuestan dinero. Así, un hombre o varios hombres de capital apoyan a los revolucionarios, y a ese hombre u hombres es a los que hay que descubrir y apresar.
—¡Por el toro sagrado! Entonces ¿las cabezas directoras de la intriga no son Muta y el conde?
No obstante su aspecto miserable, la choza, tenía el tejado en excelente estado de conservación y su interior estaba seco. En uno de sus extremos había almacenado una respetable cantidad de heno seco.
Doc se le aproximó, lo removió y sacó a luz una estación portátil de radio.
—He venido ya, en diversas ocasiones, a esta cabaña —dijo,— a la hora justa en que se comunican conmigo Monk y Ham.
—¡Monk! ¡Ham! —exclamó Renny—. No he vuelto a verles desde que se lanzaron al espacio provistos de paracaídas.
—Se mantienen ocultos.
—Pues, ¿qué hacen?
—Seguirle los pasos al conde Cozonac. Es decir, han hecho lo que han podido en este terreno sin exhibirse mucho.
El capitán avanzó un paso y se cuadró ante Doc a quien saludó militarmente.
—Le presento mis excusas, míster Savage —dijo—, por la actitud adoptada en un principio. A la que parece, mi celo por la casa de Calbia hacía frente a uno de sus mejores amigos.
El rey Dal hizo un movimiento impetuoso como si intentara secundar la acción del capitán, pero una idea repentina le detuvo.
—¿Por qué, en vista de su conocimiento del engaño, ha procedido al secuestro de mi hija, del capitán y de mí mismo? —deseó saber.
Doc manipulaba en la emisora.
—Eso lo sabrá más tarde Vuestra Majestad —replicó.
—¿Es decir, que los tres somos aún prisioneros?
—Si por el hecho de permanecer a mi lado se considera preso... sí.
El vozarrón de Renny hizo retumbar la cabaña.
—Oye, Doc: no sé por qué motivo...
El hombre de bronce levantó una mano en demanda de silencio. Luego abrió una llave que provocó un circuito del altavoz. Monótonas, apagadas frases salieron del aparato.
—Se llama a Doc Savage... Se llama a Doc Savage... Se llama a Doc Savage...
Era la voz infantil de Monk.
Doc preparó el transmisor, ajustó las llaves hasta obtener una radiación satisfactoria y después habló por el aparato.
—Di, Monk.
Hace lo menos cinco minutos que te estoy llamando —le comunicó Monk, presa de una excitación extraordinaria—. No hemos quitado la vista de encima del conde. Esta noche ha salido furtivamente del campamento y ha entrado en un edificio de piedra que hay en la cumbre de una colina. Allí ha encontrado a Muta.
—Bueno, pero ¿a qué viene tanta excitación?
—En alguna parte de la casa mencionada —continuó diciendo Monk,— debe haber cámaras secretas y en ellas es donde se construye el arma infernal que buscamos.
—Dame su dirección exacta —le rogó Doc.
—¡Aguarda! Todavía ignoras lo peor, Doc. Han atrapado a Johnny y a Long Tom —. Rápidamente Monk le indicó enseguida la situación de la casa.
—¿Sabes si peligran sus vidas, Monk? —preguntó todavía Doc.
—Antes el conde piensa someterlos a un interrogatorio.
—Monk, haz lo que puedas —dispuso Doc—, y que te ayude Ham. Y si no se pone en trance de muerte a vuestros compañeros, aguardad mi llegada.
—¿Vendrás, Doc?
—¡Al momento!
Doc cerró la llave de la radio.