CAPÍTULO XVI
HAM había dejado el coche de Doc en una aislada calleja lateral. El hombre de bronce tenía su plan. Intentaba apoderarse por lo menos de uno de los pistoleros de "Jingles". Y lo había trazado en su mente después de escuchar la conversación del bandido.
En consecuencia, dijo a su prima: —Yo vuelvo a la parte alta de la ciudad, Pat, y es mi deseo que permanezcas metida en casa. Se nos enfrenta una fuerza desconocida hasta ahora, que mata sin previo aviso. Por ello, todos estamos continuamente en peligro y así seguiremos hasta que no se descubra la solución del misterio representado por la actuación de la marca negra.
—Ya me doy cuenta de ello y me parece divertidísimo, Doc —replicó la incorregible Patricia.
Doc tocó con el pulgar la llave especial de contacto que tenía delante.
Resultado de su acción fue una explosión inesperada. Aquella explosión no fue muy fuerte y, por consiguiente, no pudo oírse a distancia.
Doc había pensado en comunicarse por radio con sus camaradas después de arrancar el coche, mas ya no lo hizo.
¿Por qué no?, interrogaréis. Sencillamente porque acababa de administrarse una dosis de su propia medicina.
Al abrir la llave de contacto había puesto en movimiento el mecanismo eléctrico de una bomba de gas anestésica, provocando con ella su inmediata explosión.
Aquel gas se extendía tan rápidamente que él mismo había aspirado una bocanada.
Al momento, él y Pat se quedaron profundamente dormidos. Permanecieron sentados uno junto a otra en una postura de lo más natural.
Al cabo, quizá, de una hora, pasó por allí una patrulla de policía que iba en coche. Al ver a la pareja, los ocupantes del coche se miraron, sonriendo, unos a otros. Vagamente distinguían a la dormida pareja dentro del auto estacionado.
—Habrán estado fuera de casa toda la noche —se dijeron—. Bueno. Dejémosles en paz. Si todavía siguen aquí a nuestra vuelta, los despertaremos.
El coche de la policía no volvió a pasar por la angosta calleja hasta bastante después de haber transcurrido una hora o cosa así. Y entonces los agentes se apearon del coche y fueron a ver lo que ocurría.
A la sazón, Doc y su prima estaban recobrando el conocimiento. Los agentes les miraron boquiabiertos. Doc se dio cuenta al instante de que la explosión le había robado casi dos horas de tiempo.
—Permanece en el coche, Pat —dijo a su prima—. Opino que el viejo caserón de madera que se alza no lejos de aquí habrá recibido visitas durante el intervalo.
Temeroso de la seguridad de sus hombres, dado el caso de que hubieran recobrado el uso de los sentidos los pistoleros de "Jingles", Doc precedió a los dos agentes de policía por el camino que conducía a la casa de madera en que estaba la trampa preparada.
Sin divulgar la razón verdadera que le movía a proceder de aquel modo, dijo a los agentes:
—Sé que se preparaba una trampa a mis camaradas y no es imposible que hayan caído en ella creyéndome prisionero. Los mismos pistoleros trataban de matarme y para escapar de ellos he tenido que dejarles dormidos.
Los agentes acogieron con reservas la explicación. Le sabían complicado en el caso de la marca negra y dudaban de su inocencia.
Más tarde no descubrieron señal de que hubiera entrado nadie en la vieja casa de madera.
—De haber estado aquí sus camaradas —dijo a Doc uno de los agentes—, hubieran dejado huella de su paso. Mejor será que nos acompañe y le hable del caso al Jefe Superior de Policía.
—Aguarden un instante —les suplicó Doc con una sonrisa.
Y sacó una pequeña caja cuadrada. Cuando movió la palanca, creyeron los agentes que iba brillar una luz. Pero no fue así.
Los rayos que se escaparon de la cámara aquélla eran invisibles. Sobre una ventana próxima a la puerta sí que apareció una luz fosforescente y especial.
Se resolvió en las palabras siguientes:
"Doc: sucede algo muy extraño. Cuando descubras este mensaje estaremos de vuelta en el rascacielos. Comunica entonces con nosotros. Ham ha desaparecido.
Renny".
Doc explicó a sus acompañantes que el mensaje estaba escrito con una substancia especial fosforescente. Idéntico resultado podía obtenerse sirviéndose de la aspirina, la vaselina y otras substancias igualmente corrientes.
—Quizá los pistoleros no se hayan recobrado todavía —manifestó a continuación—. Vayamos a verlos.
Los agentes le miraron, recelosos, al llegar a la casa habitada por "Jingles".
Allí no había nadie. No parecía que se hubiera ocupado sus habitaciones poco antes.
A1 despertar de los efectos del gas anestésico, "Jingles" y José habíanse dado cuenta instantáneamente de la huida de Savage y, temiendo que pusiera en juego su poder casi sobrenatural, habían despejado a toda prisa el terreno y escapado.
A1 propio tiempo juzgaban que no era imposible que cayeran, al cabo, en la trampa que ellos mismos habían dispuesto.
Lo ocurrido les puso sumamente nerviosos, sobre todo el haber sido quitados de en medio después de haberle tomado el pulso al hombre de bronce y comprobar que estaba muerto.
A su vez, la bomba puesta en el coche convenció a Doc de la habilidad e inteligencia de sus contrarios.
En el rascacielos se hallaban cuatro de sus hombres cuando entró en él, con Patricia Savage. Ham apareció minutos después.
Monk le dirigió una sonrisa burlona.
—¡Vamos, vamos! —exclamó con sorna—. Ya era hora de que aparecieras. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Huiste sin duda creyendo que iba a haber jarana?
—¡Mira que no te corte las orejas! —replicó Ham con acento cortés.
Pero no explicó la razón de su ausencia temporal. Si hubiese acompañado a sus camaradas a la vieja casa de madera, hubiera buscado el sedan de Doc.
—Bien. Sabemos ahora que Doc no ha pedido socorro —manifestó Renny—. Alguien se ha querido divertir a nuestra costa.
Doc tampoco entró en explicaciones. Únicamente dijo:
—A decir verdad, acabo de verme en un aprieto del que me sacó mi buena estrella. También Pat vino a rescatarme.
—Bueno, y ahora ¿qué haremos, Doc? —quiso saber Johnny.
El hombre de bronce se sonrió un poco.
—Como supongo que no ha pasado el peligro que se cierne sobre el hangar, creo que haréis bien en volver allá —replicó—, y sin pérdida de tiempo. Vuelvo a repetiros que no os mováis de él suceda lo que quiera. No hagáis caso de ningún recado que se os transmita en mi nombre ni de nada que os diga otro que no sea yo en persona.
—¿Vas a acompañarme a la parte baja de la ciudad, Doc? —interrogó Pat.
—No, Pat —replicó con franqueza el hombre de bronce—. Ve con tus camaradas al hangar y estate allí si te es posible. Piensa que no siempre que te presentes en el lugar de peligro saldrás indemne, como hace poco.
Doc Savage salió de su departamento del rascacielos y, directamente, fuese al hospital llevado de su deseo de interrogar a Ronald Doremon.
El herido tenía todavía los ojos inyectados de sangre, pero había salido de su delirio. Su cabeza quemada se asemejaba siempre a una roja bola de billar, cubierta de ampollas.
—Me pareció ver rondar a un hombre en torno del muelle en llamas después de haberse prendido fuego a la fábrica —dijo a Doc Savage.
—¿Era un desconocido? —interrogóle el hombre de bronce.
—Sí —replicó Doremon—. Era de corta estatura y su rostro me recordó el de una vieja rata gris.
—Siendo así, es muy posible que no vuelva a verle —dijo Doc, pensando en si el desconocido seria Arturo Jotther. Justamente él le había visto por última vez poco antes de estallar la bomba que destruyó el islote del lago—. ¿Se guardaba algo en la fábrica que pudiera guardar relación con el fuego iniciado cerca de ella?
—Yo he estado pensando que quizá fuera un ladrón tras el oro encerrado en el laboratorio para los experimentos. Yo no vivo muy lejos de la fábrica y por ello corrí a ella apenas vi dibujarse en el cielo el resplandor del incendio.
Doc no creía que el oro fuera la causa del incendio de la fábrica, pero no expresó su parecer y guardó silencio.
—¿De modo que usted habita en el distrito de Westchester, eh?— —interrogó a Doremon.
—Sí, señor. Gracias a esto trabé amistad con Cogdon, el gerente de la fábrica. Él fue quien me dio empleo en ella en el año mil novecientos treinta.
—Bien. Espero hallarle del todo restablecido dentro de unos días. Entre tanto, si necesita algo, hágamelo saber.
A1 salir del hospital, Doc le hizo dar una media vuelta al sedan y le lanzó por el camino de Westchester.
Park Ridge es un poco más que un montón de tierra situado entre verdes colinas. Park Ridge es una institución. Su campiña tiene el aire especial que presta el mucho dinero.
Por su carretera adelante volaba el coche de Doc. Los agentes de la policía secreta al servicio de los potentados le vieron pasar con recelo desde sus puestos, a la entrada de los edificios.
Constantemente se sospecha de los motoristas desconocidos que atraviesan el camino durante el crepúsculo o después de anochecido porque, incluso un simple chófer, puede ser, aunque vaya solo, la vanguardia de una banda de malhechores. Doc se sonrió al reparar en la vigilancia de los secretos agentes.
Desde luego, un regimiento de ellos podía ocultarse en el interior de las suntuosas mansiones que veía a su paso; sin embargo, ello no impedía que la marca negra hubiera herido tales casas.
Por lo menos él estaba seguro de que en la lista hallada en el piso de soltero del corredor de Bolsa, figuraban dos habitantes de Park Ridge.
Pero algo más vital que esto era lo que impulsaba a Doc a visitar la residencia de los capitales. Era la coincidencia de que en línea recta de Park Ridge estuviera situada la fabrica electro —química de la Research Corporation.
También cerca de ambas se alzaba la mansión del asesinado Andrés Podrey Vandersleeve.
Doc Savage llamó más adelante la atención de varios agentes secretos al moderar, cada vez más, la marcha del automóvil. Y al detenerse ante la entrada de uno de aquellos magníficos palacios, corrieron dos guardias a su encuentro y uno de ellos encendió junto a su rostro la lámpara de bolsillo.
Doc les interrogó respecto a la situación de tres mansiones distintas. Los agentes le dirigieron una mirada singular.
Uno de ellos colocó el pulgar junto a la enfundada escopeta.
—¿Ya estás seguro de lo que buscas, pimpollo? —le preguntó uno de los guardias—. Porque en esas casas no habita nadie. Respecto a la segunda, se afirma que está habitada por fantasmas. Su antiguo dueño se ahorcó en mitad del living —room.
El otro agente se le acercó más. A la luz de la lámpara veía brillar con dorado resplandor el rostro de Savage.
—Oiga ¿sería, por casualidad, ese caballero a quien llaman Doc Savage? —le preguntó.
—Así es —replicó Doc, sonriendo.
—Poco importa que pretenda o no alquilar una de esas casas —replicó el hombre—. Su venida indica que va a pasar algo malo. Desde que mataran a Podrey no las tenemos todas con nosotros. ¿Qué viene, en realidad, a hacer aquí?
—Es posible que desee echarles un vistazo a esas casas visitadas por los fantasmas —replicó el hombre de bronce—. Un alma en pena no siempre está desprovista de encantos. Gracias por sus informes.
Una de las casas respecto a la cual se había informado Doc, había pertenecido a un millonario, ya difunto, llamado Antonio Hobbs. Por lo visto, este Hobbs había perdido casi toda su fortuna.
Y luego se había pasado la soga al cuello en el interior de su casa.
A1 partir silenciosamente el auto de Doc, comentó uno de los agentes que dejaba a la espalda:
—¡Voy a seguirle los pasos! Tú no pierdas contacto con la casa y cuida de que funcionen todos los timbres de alarma porque siempre que visita Doc un distrito sucede a ello una catástrofe.
De un brinco se metió, a continuación, en el cochecillo de su propiedad.
Sin embargo, no tuvo mucho éxito en su tarea de seguir al hombre de bronce porque el sedan era muy veloz. Sólo de vez en cuando logró percibir los rojos destellos de la luz colorada a la zaga.
Doc dobló una amplia curva de la carretera.
La luz de los faros iluminó, por espacio de un segundo, un valle encerrado entre colinas. Pasó por encima de las aguas de un pequeño lago arrancándole brillantes reflejos.
En la orilla de aquel lago se agazapaba una mansión. Tal vez pareciera impropio el empleo de ese verbo. Pero la vivienda se parecía mucho a un monstruo negro en acecho y las alas extendidas desde el cuerpo central del edificio tenían todo el aspecto de patas.
Así como tenía dos ojos, entornados a la sazón. Mientras permanecían cerradas, incluso con los postigos, muchas ventanas, las especiales de que hablamos pertenecían a una habitación de la planta baja. Probablemente el living —room.
El mismo living —room en que se había ahorcado Antonio Hobbs, en lujoso escenario.
Doc sorprendió el brillo de aquellos ojos e inmediatamente apagó los faros del sedan, caló los anteojos de camino, cuyas lentes, redondas, eran tan parecidas a dos latas de conservas. Luego movió con la mano izquierda una palanca.
A1 cabo, el sedan tomó una vuelta pronunciada y se detuvo delante de dos pilastras ornamentales de piedra que daban entrada a una calzada tortuosa.
Detrás de Doc lanzó un juramento el agente que le seguía en su coche. Hasta entonces se había guiado por las luces del sedan. Ahora habían desaparecido.
Moderó la marcha del cochecillo y siguió avanzando con cautela. No quería ir a chocar con el otro coche. Opinaba que podía haber dado una vuelta sobre sí mismo o que Doc aguardaba a que llegase junto a él.
Doc se había metido, entre tanto, por la puerta de entrada a la vieja mansión.
Le guiaba un invisible rayo de luz que todo lo tornaba blanco y negro.
Era un rayo de luz infrarroja, invisible a simple vista, pero que se captaba totalmente mediante los anteojos de camino hechos “ad hoc”.
Fuera de la puerta de entrada a la finca, frenó el agente secreto de policía.
Doc vió que, probablemente, tendría que recorrer una media milla entre árboles para llegar junto a la casa abandonada del difunto Hobbs.
Como había visto una luz detrás de las ventanas, no quería acercarse exponiéndose a ser visto desde la casa. Su sedan, era silencioso.
Así, no salió de él y le siguió con todo cuidado. La estrecha calzada de entrada serpenteaba entre la arboleda. El coche de turismo que se le echó encima no empleó la misma precaución.
Tal era la velocidad a que iba que, en verdad, parecía ser efecto lo dicho por el agente de policía respecto a que la casa se hallaba habitada por duendes.
De pronto saltó una mancha oscura de entre la fronda y se situó delante del coche de Doc. Huía de la casa desierta a una velocidad espantosa y peligrosísima, dado lo estrecho de la calzada. Para colmo, corría con los faros apagados.
No era imposible que fuera una aparición. Su motor no producía el menor ruido. Visto a través de los lentes especiales que Doc llevaba calados, se destacaba del fondo oscuro del camino como vehículo volador, blanco y negro.
Doc Savage ofrecía características reacciones. Era increíble la velocidad de pensamiento que le impulsaba a actuar, en determinadas ocasiones.
Sin embargo, el coche de turismo había surgido ante él de manera tan inesperada, tan rápidamente, que únicamente le dio tiempo de frenar en seco.
Le hubiera sido imposible esquivar el coche en fuga a causa de lo espeso de la arboleda. La calzada resbalaba poco a poco, y terminaba en el pequeño lago situado en uno de sus lados.
Doc se maldijo por no haber encendido los faros. Pero el encuentro de los dos coches fue súbito y no pudo remediarlo.
El coche de turismo vino a chocar con el sedan con ruido metálico y chirriando, arrancándole el capot delantero. Luego siguió marchando como pretendiendo encaramarse sobre él y los dos se desviaron, patinando, del camino emprendido.
Con rápido movimiento se despojó Doc de los lentes. Trató de saltar al camino. Pero el coche de turismo aplastaba la parte alta del sedan, reteniendo en su sitio al hombre de bronce.
Grandes llamaradas en forma de hongo sucedieron a la explosión. Esta había surgido del tanque de la bencina del coche fantasma.
Casi inmediatamente se vió rodeado de llamas. Por suerte, con excepción de la gasolina y de las llantas de goma, el sedan de Doc no contenía ninguna materia inflamable.
El incendio no devoró el tanque de la gasolina, pero el humo de la goma quemada llenó el pequeño espacio en que estaba embutido el gigante de Savage. La colisión había sido aturrulladora.
El hombre de bronce se inclinó sobre el volante. La cubierta metálica e irrompible del sedan pesaba sobre sus hombros y le obligaba a tener la cabeza agachada.
Entonces puso en juego sus músculos poderosos. Le quemaba la piel el intenso calor de la hoguera encendida en el coche de turismo, que llegaba hasta él por la abierta ventanilla.
Levantar el peso de la cubierta le costó ímprobo trabajo. Requirió hasta la más pequeña onza de su fuerza extraordinaria.
Aquí apareció a la entrada del camino el cochecillo del agente de policía. El agente corrió hacia ellos con toda la velocidad de sus piernas, pistola en mano. No había visto nada. Únicamente había oído la explosión.
De momento pensó que acababa de suceder lo que tanto temía: creyó que se había venido al suelo la vetusta mansión del finado Antonio Hobbs.
Luego, poco a poco, emergió Doc del sedan destrozado. La bronceada piel presentaba singulares quemaduras. Pero intacta la metálica cabellera.
Dijo al agente:
—Es tarde para salvar al chófer. E1 automóvil salía de la casa con los faros apagados.
Rápidamente se extinguían ahora las llamas originadas por la gasolina incendiada. E1 agente secreto se acercó al coche de turismo y examinó su interior. Mirar y palidecer en el acto fue todo uno.
Lentamente describió una vuelta en torno del coche y examinó sus partes en sombra, valiéndose de la lámpara de bolsillo.
—¡No... no... no veo... a nadie! —tartamudeó—. No había nadie dentro del coche. ¡No es posible que de ir dentro el chófer, no viéramos su cuerpo quemado en este momento! ¿Sabe lo que le digo? ¡Que no me agrada esto! ¡Que no me gusta!
Doc estiraba sus miembros entumecidos, Sentía la sensación de que le habían aplastado las costillas. Pero cuando hubo llenado de aire los amplios pulmones, pudo mover los huesos más libremente en su sitio. Entonces describió a su vez una vuelta completa en torno del coche siniestrado.
Más allá, el relente humedecía la hierba del parque. El hombre de bronce sacó a luz una cajita llena de unos polvos amarillentos que derramó en tierra, formando círculo.
En un punto determinado de aquella circunferencia brilló el terreno con luz fosforescente. Una pulgada más de los polvos le mostró la hierba aplastada bajo los pies de un hombre que corría.
Doc se deslizó bajo los árboles del parque. El agente le siguió, tambaleándose un poco, mas con el arma levantada, por sí acaso. No ocurrió nada de lo que había supuesto. El rastro del hombre terminaba bruscamente en un punto cubierto de matorrales.
El hombre de bronce había visto una faz a la luz de los rayos infrarrojos poco antes de verificarse el choque de los dos automóviles.
Y aquella cara era la gris de Arturo Jotther. Por lo visto, el fugitivo de la cárcel de Westchester habíase salvado de la destrucción del islote en la propiedad de Spade.
Doc mandó al agente al teléfono más próximo en busca de auxilio y antes de que llegara el primer coche al lugar de la catástrofe, había pasado él un cuarto de hora en el interior de la finca de Hobbs.
Ninguna luz iluminaba ya la habitación de la planta baja. Pero Doc divisó el fragmento de una soga en el living —room escogido para ahorcarse el finado millonario.