Capítulo diez
El último piso de la casa había sido destruido por bombas incendiarias y Douglas veía a través de los espacios que en una época fueron ventanas la red de vigas chamuscadas que se entrecruzaban contra el cielo. Las ventanas del piso bajo estaban tapiadas con tablones. Era un hecho frecuente en aquel barrio, resultado del precio elevado de los vidrios. Los cuartos ocupados por el sospechoso estaban en el segundo piso y Jimmy Dunn mostró el camino a Douglas.
Tenía razón al haber descrito el moblaje como de valor. Había lo suficiente en aquel cuarto como para permitir subsistir a un hombre durante diez años, una selección muchísimo mejor que las piezas en venta en el negocio de antigüedades de Shepherd Street.
—¿No ha aparecido aún la patrona? —preguntó Douglas.
—Hay una botella de leche junto a la puerta. Se diría que estuvo ausente toda la noche… que le llegó la hora de queda y durmió en otra parte, quizá.
Douglas hizo un gesto con la cabeza. Desobedecer las disposiciones alemanas, para lo cual se requería un permiso especial en todos los casos, para permanecer en casa ajena durante la noche, era un hecho común.
—¿Encuentra algo extraño en este lugar, Jimmy? Puede que esté volviéndome viejo.
—¿En qué sentido, señor?
—Antigüedades de gran valor en este cuarto y una jabonera rota en el cuarto de baño. Alfombras de valor incalculable en el piso y sábanas sucias en la cama.
—Puede que sea un avaro, señor.
—Los avaros nunca compran jabón —señaló Douglas. Era una respuesta sin sentido, pero él sabía muy bien que no estaba aquí en presencia de la suciedad del avaro—. ¿Olió la gasolina? —preguntó y seguidamente se puso de rodillas en el suelo y olió la alfombra, pero no había estado embalada con naftalina—. Estuvo en un depósito —dijo levantándose y frotándose las manos para quitarles el polvo—. Es lo que diría yo. —Comenzó a palpar una cómoda con cajones y luego hurgó entre las pocas camisas y ropa interior, en su mayor parte, del tipo distribuido por el ejército británico—. Tiene que haber algo personal aquí —comentó mientras seguía revisando—. Talonarios de racionamiento, certificado de baja, libreta de pensión o algo.
—Mucha gente lleva todo eso encima —dijo Dunn—. Hay tantos rateros en las casas… Aparte del tiempo que lleva reemplazar todos esos papeles.
—¿Y a pesar de ello deja todos estos objetos de valor, sin que haya siquiera un cerrojo como es debido en la puerta? —Douglas abrió el cajón siguiente y lo revisó con detenimiento—. ¡Ah! ¿Qué es esto?
Bajo el papel de diario que forraba el fondo del cajón, sus dedos tropezaron con un sobre. Contenía media docena de fotografías: los padres de Spode de pie en un jardín de casa suburbana en alguna parte, con dos niños. Un niño en un triciclo.
—Cuánto le cuesta a un hombre desprenderse de esta clase de recuerdos, Jimmy —dijo el agente Dunn—. Aun con riesgo de su vida, le cuesta arrojar a su familia a la basura. —La fotografía siguiente mostraba una pareja de novios. Era una instantánea y estaba algo desenfocada.
Douglas miró bien todas las fotografías. La más grande era una tomada por un diario, nítida, con contrastes marcados, bien impresa en papel brillante. Mostraba un grupo de trabajadores de laboratorio, todos con guardapolvos blancos, junto a un hombre de edad madura. Al volverla para ver si decía algo, vio un sello que daba el número de referencia relativo a la fecha y advertía que la copia era propiedad de una agencia fotográfica. La leyenda en un papelito escrito a máquina muy deteriorado decía: «Hoy el profesor Frick festejó su septuagésimo aniversario. En su laboratorio es posible ver el equipo que trabajaba con él cuando el año pasado sus experimentos le hicieron acreedor del aplauso mundial al bombardear el uranio con neutrones para formar bario y gas criptón; logró probar teorías anteriores relacionadas con la desintegración del núcleo del uranio».
No era el género de noticias que mereciese grandes títulos en primera plana. Se daba a continuación la nómina de los investigadores todos ellos, sin mayor significado, salvo dos: «doctor John Spode y doctor William Spode». Douglas volvió otra vez la fotografía para estudiar los rostros de los hombres que trataban de mirar de cara al sol aquel día apacible, tanto tiempo atrás.
—¿Es éste? —preguntó a Dunn.
—Sí, señor. Es el mismo.
—¡Jesús! ¡El que está junto a él es el hombre asesinado en Shepherd Street!
—¿Quiere que pregunte a la agencia fotográfica si tienen registrado a alguien como comprador de una copia extra de esta foto? —preguntó Dunn—. La enviaron aquí, a esta dirección.
—Valdría la pena —repuso Douglas. Volvió a recorrer el cuarto, inspeccionando todo: paredes, armarios, tablones del piso. Nada mostraba indicios de haber sido tocado recientemente. No había nada escondido en el depósito del inodoro. Sobre los armarios y debajo de la alfombra había sólo suciedad acumulada.
Revisó luego la mesa de cocina que habían empujado a un rincón para hacer más lugar. La palpó por debajo para cerciorarse de que no habían pegado nada allí por medio de cinta adhesiva. Por último se arrodilló y miró debajo.
—Mire esto, Jimmy —dijo.
Como la mayoría de las mesas de cocina, tenía un cajón para cubiertos, pero éste estaba disimulado por el hecho de hallarse la mesa contra la pared. Juntos tiraron de la pesada mesa hasta que hubo lugar suficiente para abrir el cajón.
Era grande. Había en él unos cuantos tenedores y cucharas y un batidor roto, pero lo que ocupaba casi todo el lugar era un brazo artificial. Era un brazo derecho de metal de aleación, sin pintar, se había roto al haberse aflojado un tornillo con su correspondiente tuerca. Douglas sabía exactamente qué parte le faltaba y con el gesto teatral de un prestidigitador extrajo esta pieza de un bolsillo y la apoyó en el punto donde faltaba. Dunn acogió el gesto con el silbido apreciativo que como era obvio se esperaba de él.
—Con esto me basta —dijo Douglas—. Esto apareció en el lugar del crimen. Me pregunto si se habrá aflojado durante una lucha…
—¿El crimen de Peter Thomas?
—Desde ahora, podemos comenzar a llamarlo el crimen de William Spode, Jimmy —Douglas volvió a guardarse la pieza en el bolsillo y puso otra vez el brazo artificial en el cajón. Había allí, además, una bolsa de papel. En el interior encontró una cámara fotográfica Leica algo gastada, pero en buen estado de conservación. Estaban también los accesorios: aros de extensión, filtros, capuchas para lentes y un soporte de cuatro patas, atadas juntas con una cuerda a la que también estaba atado un sostén de gran tamaño en forma de aro.
—Vale unas cuantas moneditas, todo esto —comentó Douglas. Después de guardar todo en la bolsa y en el cajón, empujaron la mesa contra la pared.
—Las cámaras Leica se han convertido en una especie de unidad monetaria auxiliar —dijo Dunn—. Conozco a un hombre que invirtió los ahorros de toda su vida en unas dos docenas de ellas.
—Diría que es una inversión bastante peligrosa.
—También lo es el dinero en billetes —replicó Dunn—. ¿De manera que cree que no identificaron bien al muerto?
—Nunca probaremos que haya sido intencional. Todos insistirán en que lo hicieron de buena fe, pero apuesto mi ración de tabaco de un mes a que mienten.
—¿Por qué, señor?
—Hay demasiados testigos que afirman la misma cosa.
—Tal vez fuese la verdad, señor.
—La verdad nunca es exactamente la misma cosa. ¿Dijo que este hombre, Spode, está en la escuela esta tarde?
—Tendría que estar allí. ¿Iremos allá?
—Llamaré primero a la Central —dijo Douglas—. Creo que mi nuevo jefe querrá intervenir en este acto.
La predicción de Archer resultó ser correcta. El Standartenführer, Huth, según palabras de Harry Woods, dio un ejemplo típico de «los disparates de las SS».