Capítulo 3
La idea es de Heydrich en persona. En el transcurso de enero de 1935, una conferencia ha reunido a su alrededor a Goering, al doctor Robert Ley, gauleiter de Colonia, y al joven brillante jefe de la sección jurídica del partido, Hans Frank. Se ha decidido allí la creación de un Sonderkommando encargado de recuperar por todos los medios la enorme suma. Necesitan un código y piensan primero en Sésamo, pero Heydrich prefiere Schädelbohrer, literalmente «taladro de cráneo», y dicho de otro modo el trépano con el cual se fracturan las cajas craneanas para poner al descubierto el cerebro.
Los cuatro años siguientes son perdidos por la estupidez de los investigadores ordinarios de la Gestapo, que no tienen talla para afrontar la astucia infernal del difunto Thomas el Viejo. Se han intensificado mucho las investigaciones en Suiza, con un resultado lamentablemente negativo: la Asociación de banqueros helvéticos ha hecho añadir un cuadragésimo séptimo artículo a la ley federal sobre los bancos, que tiene por objeto garantizar el secreto total, precisamente para oponerse a las investigaciones nazis. En el otoño de 1938, Reinhard Heydrich, superado, reorganiza enteramente Schädelbohrer, confía la dirección a dos hombres, según él complementarios. Uno de ellos es Joachim Gortz, jurista especializado en los movimientos financieros internacionales. El otro es Gregor Laemmle.
Himmler no está absolutamente de acuerdo con que se utilice a Gregor Laemmle: ¡qué idea tan extraña y casi decadente la de recurrir a este catedrático de filosofía, que ni siquiera es miembro del partido nacionalsocialista, que no tiene ninguna experiencia policial, que no ha sido aceptado nunca en el ejército en razón de una presunta malformación cardíaca, que ya ha publicado algunos poemas y una novela, y que, sobre todo, él, Himmler, ha detestado desde la primera ojeada a causa de la insolencia que expresaban sus ojos amarillos!
Heydrich ha insistido, empeñando su responsabilidad personal. No importa quién sea Gregor Laemmle: para vencer a un viejo gato astuto como Thomas von Gall, es preciso otro gato francamente diabólico; y él considera a Gregor Laemmle como el hombre más inteligente de la Alemania de este tiempo, «exceptuados, naturalmente, nuestro bien amado Führer y nosotros mismos». Heydrich piensa lo que dice, aunque no dice todo lo que sabe: ya ha salvado en dos ocasiones a Gregor Laemmle. La primera vez, de las consecuencias que habrían podido tener esas clases escandalosas que ha dado a sus estudiantes de Fribourg-en-Brisgau, a propósito de Nietzsche; y la otra, sobre todo, cuando ha hecho maquillar su estado civil para borrar el hecho de que Gregor Laemmle tuvo una abuela judía.
Esas cosas atan mucho. No hay nada como hacer un gran favor a alguien para sentirse ligado para siempre a éste y en cierto modo responsable de él.
Reinhard Heydrich ha ganado la causa. En noviembre de 1938, Gregor Laemmle toma la dirección de Schädelbohrer.
La verdadera batida se inicia entonces.
Thomas el Joven desciende por la escalera y atraviesa el vestíbulo, alineando sus pasos (se imagina que marcha sobre un alambre tendido entre las dos orillas de las cataratas del Niágara). Redobla las precauciones en el momento de pasar ante la cocina, desde la cual llega un olor de café: Papé Allègre está ya en pie. Pero Thomas sale sin ser visto ni oído, ya está fuera, en el aire tibio y aceitoso de la noche que se rezaga y que el sol va a desecar. Camina a lo largo del alto seto de zarzas ardientes nevadas de flores blancas y rodea la villa. Avanza por la terraza y luego da tal vez veinte pasos por el camino bordeado de palmeras. Al otro lado de la entrada, en la carretera, no distingue nada; sin embargo, inexplicablemente, tiene la sensación de alguna cosa. Vacila.
Para acabar, se cala su boina y se da la vuelta. Ha llegado a convencerse de que es decididamente El hombre del pie torcido quien le acosa. Vuelve de nuevo a la parte trasera de la casa, donde un huerto ha reemplazado al parterre de rosas, a causa de las restricciones; lo mismo que se ha convertido en un gallinero la pista de tenis.
— ¡Acuéstate, Adolf.
Habla al perro encargado de vigilar las gallinas. Entre el perro y él no hay un gran amor, sólo se toleran, «¡y por lo menos ese estúpido no ladra!». El perro Adolf le mira pasar, con el hocico aplastado entre sus patas estiradas, le sigue con unos ojos móviles (el resto del cuerpo no se mueve), móviles pero fríos, mientras que él, Thomas, se desliza a través de los laureles de España; es un cruzamiento de pastor de los Pirineos y de malinés, que anda por los cincuenta kilos y execra a la tierra entera, con la única excepción de Mamé Allègre, a quien profesa una veneración imbécil.
Detrás de los laureles, un primer muro, un camino pedregoso, y después otra pared de piedras secas. Thomas entra bajo el abrigo de los pinos. Después de cien o de doscientos pasos, se vuelve por primera vez: está ya más alto que el tejado de la villa, y a esta altitud la vista es despejada. Descubre la ensenada de Port-Issol, la punta del Ban Rouge, una parte de la carretera que viene de Sanary y el mar, hasta el archipiélago de las Embiez.
Nada anormal, tampoco.
Se vuelve a poner en marcha y sube todavía, esperando que, de un segundo a otro, le azote la espalda el sol surgido del mar. Y en lugar de esto, en el segundo mismo en que alcanza la cresta con sus peñascos blancos, Thomas siente la presencia humana. Gracias a lo que Ella llamó un día, riendo, su instinto de rata. Su mirada se dirige a un pino un poco más grueso que los otros, a veinte metros de él, a su derecha. Está seguro de que alguien se oculta allí detrás. Da tres pasos más. El hombre aparece, apoyado en el tronco, con una falsa indolencia; un diablo alto, de pelo negro, gran nariz aguileña, rostro fúnebre y unas manos de gigante, muy nudosas; una de ellas, la izquierda, tiene amputados el dedo meñique y el anular. El hombre lleva una gorra, una cazadora de cuero negro y un fusil.
Reinhard Heydrich había tenido vista: en algunos meses, Gregor Laemmle y Gortz han desbrozado la pista. Gortz ha conseguido reconstruir la maniobra completa del viejo banquero de Colonia. Thomas el Viejo no se ha conformado simplemente con depositar en Suiza los enormes capitales que le han confiado; ha previsto que, en caso de guerra en Europa, la neutralidad helvética podría no ser respetada; por consiguiente, con o sin tránsito por Suiza, ha expedido el dinero al otro lado del Atlántico, a los Estados Unidos principalmente; y no contento con eso, el viejo zorro ha previsto también la eventualidad de que las autoridades de Washington, en el caso de un conflicto generalizado, recurran a las cláusulas de la Enemy Act y bloqueen todos los haberes extranjeros. Los ejemplos de tal previsión no faltan. Gortz piensa especialmente en la sociedad neerlandesa Philips. Incluso está convencido de que Von Gall ha imitado a los holandeses… si no los ha precedido; Von Gall lo transferirá todo a América, y no a cuentas ordinarias, sino a sociedades de derecho americano, verosímilmente al muy acogedor Estado de Delaware; unas sociedades cuya estructura les permitiría escapar de la Enemy Act si ésta llegaba a ser aplicada, administradas oficialmente por unos americanos, pero cuya propiedad real está establecida mediante unas actas de trust secretas.
Gortz considera más que probable que Von Gall ha detentado antes de su muerte estas actas de trust, que él era el trustee general de este extraordinario conjunto. ¿El reembolso a los poderdantes? Gortz espera obtener la respuesta a esa pregunta: un Müller o un Berstein que ha confiado, por ejemplo, quinientos mil marcos al banquero, sin duda ha recibido de éste unas instrucciones: una vez salido de Alemania, Müller o Berstein deberá ir, por ejemplo, a Montreal, a Méjico o a Panamá… o a no importa dónde, en realidad; a su petición, formulada en un determinado código, conseguirá que le entreguen un falso pasaporte de un país no beligerante; después, en un banco cuya dirección se le habrá facilitado, recibirá todo su dinero, en dólares o en la moneda que prefiera, y en el lugar del planeta que le convenga.
Un mecanismo de alta precisión. Gortz lo admira como el gran profesional que es él mismo.
Y obtiene la prueba de que sus hipótesis son fundadas: Gregor Laemmle (el antiguo profesor de filosofía de Friburgo se revela como un formidable cazador de hombres) ha emprendido una búsqueda en todo el Tercer Reich y ha desenmascarado a seis de los misteriosos poderdantes de Thomas von Gall; sólo dos de ellos son judíos. Cuatro de los inculpados hablan, revelan los mecanismos del dinero transferido. En marzo y abril, Gortz viaja por América, se presenta en Montreal, Toronto, Filadelfia y Méjico, portador de identidades falsas (las de los detenidos) y de unos códigos arrancados mediante torturas, haciéndose pasar cada vez por el beneficiario de tal o cual transferencia. Cada vez el mismo procedimiento: un abogado o un banquero igualmente impenetrables le piden cuarenta y ocho horas de plazo, después le dan una respuesta idéntica y glacial: no comprenden de qué se les habla. ¿Qué dinero? ¿Quién es ese señor Von Gall, o ese Müller, o ese Berstein en cuyo nombre detentarían tal o cual suma? ¿Y qué significan esos códigos secretos de los que nunca han oído hablar?
Gortz no es engañado por esas denegaciones, sobre todo después de esos dos días de espera a los que se ha visto obligado cada vez. Comprende que, aunque ha conseguido hacer saltar casi todos los cerrojos del dispositivo de seguridad, subsiste el último, cuya naturaleza desconoce y contra el cual se encuentra de momento sin recursos.
Regresa a Alemania a principios de mayo. A bordo del trasatlántico Hamburgo, de la Hapag, hace la cuenta de sus triunfos, y comprueba que sólo le falta uno, capital pero de los más difíciles de conseguir: Thomas el Viejo, que lo ha previsto todo, sin duda ha tenido en cuenta su propia muerte (natural o no), y por lo tanto su sustitución como trustee; probablemente ha designado a uno, incluso a varios sucesores, lo que se llama protectors trustees.
Los cuales pueden ser cualquiera y pueden encontrarse en cualquier parte.
Identificarlos lo resolvería todo, pero parece algo absolutamente impracticable.
Sin embargo, Gortz se entera de la noticia cuando desembarca. El extraño Gregor Laemmle ha conseguido lo imposible.
Sabe quién ha sucedido a Thomas el Viejo.
— Buenos días
— Hola, ¿qué tal?-dice el hombre de la cazadora y el fusil.
— Buenos días, Miquel-dice Thomas a un segundo hombre oculto a su izquierda y del cual sólo se ve la punta de un zapato y el extremo del fusil.
— Hola, buenos días-responde Miquel el Invisible.
Ninguno de los dos centinelas se ha movido. Thomas pasa entre ellos, a igual distancia de uno y de otro, y franquea la cresta. El sol aparece entonces y, de golpe, dispersa una luz muy blanca, pero sin brillo. Thomas va a iniciar el descenso de la pendiente, pero antes se vuelve por última vez: la villa, de un ocre rojizo, está ahora en la parte baja y la vista se ha ensanchado aún más sobre la punta de la Cride, la isla de Bandol y las Embiez. Durante dos o tres segundos, Thomas reflexiona y se pregunta si va a participar o no a Javier esa extraña sensación que experimenta desde su despertar. Decide no hacerlo. Puedes tener confianza en Javier Coll para observarlo todo; nunca se le escapa nada. La prueba: Miquel el Invisible y él están ya al acecho, fusil en mano, y seguramente los otros dos, Tomeo y Joan, no están lejos.
Desde hace un momento, Thomas camina por la cima de las ondulaciones del terreno, con el sol subiendo siempre a su espalda, y el calor, la sequedad, aumentan a cada paso; lo que queda de tierra entre las rocas blancas está calcinado, hecho ceniza, después de tantos días de verano sin lluvia. Bajo los pies de Thomas, la menor ramita cruje con un delicado ruido de vértebras, en un asfixiante silencio. Desemboca en la linde de una parcela sembrada de cardos con reflejos metálicos. La casita está enfrente, pero él no le concede ningún interés y se dirige hacia la pared rocosa de la izquierda. Allí hay una gran puerta de dos batientes de tablas mal ajustadas, grises y veteadas de negro, cerrada por un candado que podría saltar con el puntapié de una libélula. Ahora, Thomas toma unas infinitas precauciones. Escruta por todos lados y, después, entreabre apenas una hoja de la puerta. Se desliza en el interior de la gruta que sirve de cobertizo, evitando poner los dedos en cualquier parte, sobre todo en las damajuanas enfundadas en mimbre y cubiertas de polvo. Avanza hasta el fondo, entre las bombonas y las telas de araña, reflexiona calmosamente y aprieta con seguridad sobre la piedra, en el hueco de determinado lugar. Se oye un pequeño clic, y la roca se mueve y se desplaza de izquierda a derecha.
Entonces aparece el coche, engastado en este escondite especialmente excavado para él durante semanas. La bombilla eléctrica que Thomas enciende desvela su increíble esplendor. Es un cupé Hispano-Suiza J-12, carrozado por Franay, de tipo 68 bis, con una larga distancia entre los ejes: cuatro metros. Es gris plata y negro; la maravillosa cigüeña estilizada que corona el tapón de su radiador es de plata pura. Centellea. A pesar de la semipenumbra, parece viva.
Gregor Laemmle sigue su pista. Ha adquirido la certeza mediante el razonamiento y también gracias a ese instinto de cazador que se despierta y suscita en él una verdadera pasión por este acoso.
Está convencido, y apostaría su cabeza, de que el protector trustee-ya que Gortz le llama así en su jerga-es una mujer llamada Maria Weber.
Gregor Laemmle es pelirrojo y de baja estatura. En medio de los altos efebos rubios de los que está rodeado, siempre hace el efecto de un caniche saltarín en compañía de unos lebreles. No cree estrictamente en nada, y sólo se interesa por las religiones y las ideologías en su condición de idiosincrasias de la especie humana, como otros estudian la vida de las abejas. Su homosexualidad no es ferviente, sino que resulta de una afición muy simple, como la de las chocolatinas, de la que podría privarse durante veinte años si lo juzgase necesario. Él tiene cuarenta y seis y sabe ya (en la medida en que el acontecimiento puede depender de él) cuándo y cómo va a morir: se suicidará serenamente. Ante la vida y la muerte de los demás, su indiferencia es mayor todavía. Ha solicitado y obtenido de Heydrich la autorización para visitar algunos de los cincuenta campos de concentración creados a partir de 1933, como los de Dachau, Oranienburg y, después, Sachsenhausen, Buchenwald y Ravensbrück; ha recorrido una media docena, muy interesado, pero sin conmoverse realmente.
El ofrecimiento de empleo de Heydrich al proponerle la dirección de Schädelbohrer ha llegado en el momento justo: de todas maneras, estaba a punto de abandonar la universidad. No en razón de la exclusión de Husserl, del que tal vez fue el mejor discípulo (Husserl es de origen judío), ni tampoco a causa del juramento de fidelidad a Hitler exigido a todos los universitarios (y que un Heidegger ya ha prestado), sino porque la política de enseñanza del Tercer Reich ya sólo le enviaba cretinos como alumnos y, sobre todo, porque quería escribir, libre de toda preocupación financiera gracias a la fortuna de su difunta madre. Ha dicho que sí a Heydrich como se dice que sí a un pelmazo, para librarse de él, y después, por primera vez en su vida, se sorprende él mismo: Schädelbohrer le enfebrece, a él que no se siente afectado por nada y que no está vinculado a nadie.
Maria Weber. Gregor Laemmle ha reanudado la investigación sobre ella donde los agentes de la SD la habían dejado: es nieta de Thomas el Viejo, nació en 1909 del matrimonio de la única hija del banquero de Colonia con un industrial francés de origen alsaciano. Ha hecho sus estudios en París, donde vivía en el número 23 de la calle Raynouard, en un piso de ocho habitaciones para ella sola, una estudiante con grandes medios. Luego ha desaparecido, no ha vuelto a dar señales de vida ni en Alemania ni en Francia; si ha muerto, ha sido con un nombre distinto del suyo: todas las comprobaciones posibles han sido hechas. Gregor Laemmle no cree que haya muerto. Ve en esa desaparición de 1931 el efecto de una connivencia entre Thomas von Gall y su única descendiente. Comienza el juego aferrándose exclusivamente a esta única pista. Se presenta en París (habla admirablemente el francés) y visita a todos aquellos que han conocido a la muchacha en la época de sus estudios de derecho. Un perfil se dibuja, muy claro, sorprendente: Maria Weber es sumamente misteriosa, nadie ha sabido nunca su vida privada. Se ausenta a menudo con destinos desconocidos. Habla, además del francés, el alemán, el inglés y el español; juega (muy bien) al tenis; tiene afición a las cosas bellas y mucho dinero; le gustan los trajes sastre de Coco Chanel, la delicadeza de las rosas de té, los mejores restaurantes y la música negra; conduce un Bugatti a una velocidad demencial. Una sola vez ha dejado escapar algunas palabras: fue en el Dome de Montparnasse, en una mesa donde más de quince personas estaban invitadas a comer, entre ellas Cocteau, Hemingway y Gertrude Stein. Alguien empezó a hablar de Suzanne Lenglen y ella sonrió, «con su sonrisa tan secreta», y dijo: «Yo he jugado contra ella en la pista de tenis de mis padres, y le he ganado cuatro juegos…».
Los padres de Maria Weber han muerto: él, Pierre Weber, en 1916, delante de Verdun, al frente de su batallón de infantería francesa; ella, Mina von Gall de soltera, en 1926. Nunca había habido en su casa pistas de tenis, como tampoco las había en las propiedades de Thomas el Viejo. «Maria, por consiguiente, habría tenido, en alguna parte, una casa de la que nunca ha hablado a nadie», es la conclusión a que llega Gregor Laemmle. El cual, ocho años más tarde, y durante cuatro meses, se esfuerza en seguir las huellas de la desaparecida. Ha confeccionado una lista de ciento sesenta y cuatro personas que, más o menos, han conocido a Maria Weber: conserjes, camareros de restaurantes, porteros de hoteles, compañeros de tenis o condiscípulos en la facultad de derecho. Una comprobación: no existe ninguna foto de ella, y hay varios que recuerdan que siempre se negó a ser captada por un objetivo. «Ya se escondía entonces», piensa Gregor Laemmle.
Y el milagro se produce. En la casa de Coco Chanel, donde él mismo tiene entrada gracias al decorador Christian Bérard, una mujer ha encargado ocho o diez modelos que se ha hecho entregar en un apartamento del hotel Ritz; ha pagado al contado y en metálico, y luego ha desaparecido. La recepción del hotel la tiene registrada como S. Lamiel, nacida en Grenoble en 1908. La memoria de Gregor Laemmle da la alarma: hay una Sophie Lamiel en la lista de los ciento sesenta y cuatro nombres, una Sophie Lamiel considerada por varios testigos como «la mejor amiga» de Maria Weber, pero a la que Gregor Laemmle no ha interrogado por la razón perentoria de que ha muerto oficialmente en julio de 1931, en un accidente de automóvil.
La Sophie Lamiel del Ritz es morena como la muerta, pero es más alta, y sobre todo más bella; tiene unos ojos grises, «tan inolvidables como su sonrisa, una mujer de las que no se ven dos en un año», ha dicho el barman del Ritz. Y después de su partida de la plaza Vendôme se ha volatilizado con el mismo virtuosismo que Maria Weber en agosto de 1931. Las señas personales corresponden, el estilo es idéntico, y los gustos también: la desconocida ha pedido que, cada mañana, le adornen su suite con rosas de té.
Gregor Laemmle parte para Grenoble. No hay ningún contacto, lleva muy discretamente su investigación: seguro de estar próximo a su objetivo, no quiere hacer nada que pueda alertar a esa adversaria que ahora le obsesiona. Es cierto que en Grenoble existe una familia Lamiel, que tiene casa propia, una casa de campo (pero sin ninguna pista de tenis en sus cercanías). Una familia compuesta de un médico, su mujer y sus dos hijos (tenía tres hijos, pero la hija mayor, Sophie, se mató en agosto de 1931 conduciendo su Bugatti). Y durante unos segundos, al ex profesor de filosofía convertido en cazador de hombres le late apresuradamente el corazón al ver a una muchacha morena, con un vestido claro, que camina delante de él por la calle Condillac. Por un instante cree que ha encontrado a Maria Weber.
Pero se trata de Catherine Lamiel, hermana de la difunta Sophie. Sus ojos son azules y no grises, sólo tiene veinte años y sin duda no ha puesto nunca los pies en el Ritz, aunque habría podido hacer allí un buen papel.
Llevando más adelante su investigación sobre ella, Gregor Laemmle se arriesga a descubrir su caza. Entonces se decide a jugar su carta española: ¿no le han afirmado que Maria Weber sabía español? Sale para España, llevando en la mente los versos de Gautier en Esmaltes y camafeos: «La más delicada de las rosas / es, a buen seguro, la rosa de té. / Su capullo tiene las hojas medio cerradas. / Está apenas teñido de carmín…». La red madrileña de la Gestapo se pone a su servicio. Es inútil. Pasa junio, y luego julio. Gregor Laemmle, con pasaporte suizo, recorre indolentemente la Costa Azul francesa, en busca de todas las propiedades equipadas con un terreno de tenis. Se ha dedicado a escribir una novela, y se exaspera al encontrar a Maria Weber en cada línea: «¡Una mujer, qué horror!». La señal de alarma resuena el 17 de agosto: una Sophie Lamiel ha sido localizada en un gran hotel de Lisboa, donde ha estado tres días: llegaba de Nueva York, pero hace una semana que ha desaparecido de nuevo.
Gregor Laemmle ha encontrado él mismo la pista, con la idea de que Ella había podido pasar a Francia y hospedarse en un gran hotel. Sube al primer tren, pero lo deja por doce horas en Biarritz. La mujer, efectivamente, se ha hospedado en el Hotel d'Anglaterre y ha tenido unas enigmáticas citas por la mañana, por la tarde y por la noche del 26 de agosto; luego ha hecho subir a su habitación una máquina de escribir, una gran cantidad de papel de cartas y doscientos sobres, que ella misma ha echado al buzón durante la mañana del 27. Con ocasión de esta salida, uno de los porteros ha advertido al primero de los guardaespaldas: el primero porque, según el testigo, eran por lo menos dos, si no eran más, visiblemente españoles, cuyo jefe era «un hombre muy alto y muy delgado, con un rostro de piedra, unos ojos que helaban la sangre y una cazadora de piel negra. Un hombre al que le faltan dos dedos de la mano izquierda».
Ella ha dejado el hotel, y probablemente Biarritz, en la mañana del 28. En unas circunstancias que van a proporcionar a la búsqueda dos elementos esenciales. En primer lugar, esas compras que ha hecho, guiada por un botones del Hotel d'Anglaterre: una enorme caja de bombones de la casa Dominique y, sobre todo, un juego completo de Meccano; la mujer, sonriendo, ha precisado a la vendedora de Biarritz-Bonheur: «Es para un muchacho de ocho años que parece tener una edad mental de catorce o quince, y que seguramente gritará de rabia ante este regalo para niño pequeño».
Después está el coche en que sube para desaparecer de nuevo, y que es conducido por el hombre de la mano mutilada. Se trata de un modelo del que no existen tres en el mundo: un cupé Hispano-Suiza de doce cilindros y once litros tres de cilindrada.
Uno o varios guardaespaldas españoles. Pero, sobre todo-¡unas informaciones capitales!-, un coche y un niño. Un niño que habría nacido en 1931, el mismo año en que Maria Weber se volatiliza abandonando su piso de la calle Raynouard, que por consiguiente podía ser su hijo, que quizá tendría oculto en Francia-¿por qué no en aquella propiedad que contaba con una pista de tenis?-y que constituiría el más eficaz de los medios de persuasión, siempre que se le pudiese capturar.
Y un coche admirable, a cuyo paso es fatal que la gente se vuelva, hasta el punto de que se debía poder seguir fácilmente su rastro, como si fuera luminoso. «Ya la tengo-piensa Gregor Laemmle, temblando con una fiebre sorprendente-; ya la tengo. Es cuestión de algunas horas, de algunos días a lo sumo…»
La guerra estalla.
En ese instante, Gregor Laemmle sólo ve en esa guerra una peripecia imbécil que le obliga a suspender su búsqueda e incluso la arruina. Pasan los meses y, aunque piafa de impaciencia, acaba comprendiendo que, de ahora en adelante, tendrá tras él, como apoyo, a todos los ejércitos del Tercer Reich. Físicamente presentes, y todopoderosos en una gran parte del territorio de caza. Habría preferido continuar operando solo, por la belleza de la cosa, pero ¿qué podía hacer?
Y por otra parte, Heydrich se pone nervioso.
En septiembre de 1940, Gregor Laemmle entra en París, pisando los talones de la Wehrmacht. De paisano, aunque Reinhard ha insistido para conferirle el grado de Obersturmbannführer de la SS (teniente coronel).
El acoso se reanuda en seguida.
Un coche y un niño.
Al principio, Thomas se instala en la parte trasera del Hispano-Suiza. Vuelve a sentir lo mullido de los asientos de piel negra. Comprueba que sigue sin poder poner los pies sobre la barra de apoyo que hay junto al suelo; a pesar de los veinticuatro meses transcurridos, le faltan todavía algunos centímetros. Abre el bar de nogal. Los frascos de cristal tallado de Lalique están en su sitio, así como los vasos. Thomas la ve de nuevo, sirviéndole bebida-limonada-mientras el coche avanza majestuosamente por la Promenade des Anglais, entre el soplido casi imperceptible de sus doce cilindros. Ella tenía la costumbre de hablarle en voz baja, confiándose a él como a un adulto o, mejor todavía, como si fuese su cómplice y compañero único: «Tú siempre has sido, y lo seguirás siendo, el único hombre de mi vida, Thomas». Él se estremece y cierra los ojos. Los abre de nuevo y tiene la sensación de una presencia, aunque ningún ruido la ha señalado: Javier, que ha entrado a su vez en el escondrijo rocoso, está muy cerca de él y le observa, desde el otro lado de la portezuela. Sus miradas se cruzan y se inmovilizan. Luego, Thomas hace un signo y Javier le abre la portezuela, quitándose la gorra, con los gestos de un chófer de lujo, aunque sigue teniendo su fusil en la mano.
— Está muy limpio-comenta Thomas.
— Lo lavamos una vez al mes-responde Javier Coll en francés.
Thomas se sienta ante el volante, alarga las piernas y esta vez consigue accionar los pedales. Juega con los mandos, el que regula amortiguadores y los dos que permiten retrasar el encendido y el ralentí. Roza con los dedos el maravilloso tablero de mandos donde todos los cuadrantes (el contador de velocidad está graduado hasta 200) están incrustados en el nogal. Las llaves están puestas; bastaría con accionar la puesta en marcha…
— Ahora podría conducirlo.
— Seguramente-dice Javier.
— Hoy es mi cumpleaños; tenía que venir.
— Ya lo sé. Buen cumpleaños, Thomas.
— Gracias-dice Thomas, acariciando el volante con sus palmas.
Nuevo intercambio de miradas, nuevo silencio. Javier Coll, con su voz sorda, observa que no es un buen momento para venir al escondite. Thomas asiente con sus ojos grises un poco desorbitados en la semipenumbra. Podría hablar y preguntar si hay, como ha creído presentirlo esta mañana, un peligro alrededor de la villa roja. Pero eso alarmaría todavía un poco más a Javier, que ya está alerta, y los dos tendrían que abandonar el Hispano en un segundo. Se calla. Recuerda, y sus ojos se ensanchan aún más. Revive la escena capital de la Gran Cornisa. Aquel día, hace dos años, Javier, por orden de Ella, detuvo el Hispano justo al borde de un gran precipicio. Javier salió del coche y se alejó. Detrás, retirado y casi invisible, el Citroën que sirve de escolta, con Miquel Enseñat al volante, se ha inmovilizado. Cuando está segura de que se encuentran realmente solos, Ella le ha preguntado qué es lo que más placer puede causarle entre todas las cosas. Según su costumbre, él se ha tomado tiempo para reflexionar, pero acaba en seguida. Aparte, claro está, de vivir con Ella cada día de su vida-pero sabe que esto es imposible-, desea, por una vez al menos, conducir el Hispano-Suiza. Ella le ha mirado fijamente, largo rato, y ha meneado la cabeza, con un aire repentinamente triste. Ella dice: «Lo del coche podemos arreglarlo ahora mismo». Se han apeado y han ido a sentarse en el asiento delantero, situado en el exterior de la cabina y que está protegido de la lluvia por una capota, plegada ahora, en este final de verano de 1939. Ella dice: «Coge el volante, Thomas». El se ha esforzado todo lo que ha podido, pero no ha conseguido accionar los pedales: sus piernas son demasiado cortas. Ella no se ha reído ni se ha burlado en absoluto de él. Continúa mirándole fijamente, con una ternura y una tristeza que daban ganas de gritar y morder. Ella ha dicho que algún día podría hacer las dos cosas que deseaba, que sólo es una cuestión de tiempo. Luego, Ella ha mirado hacia adelante y hacia atrás, para asegurarse una vez más de que nadie puede oírlos, y le pregunta si recuerda lo que le dijo la víspera, cuando caminaban solos los dos, uno al lado del otro, por la playa y las rocas de Port-Issol. Él se ha concentrado como tan bien sabe hacerlo; en cierto modo ha dado la vuelta a una llave en su cabeza y se lo ha repetido todo, palabra por palabra, los nombres, las contraseñas y las cifras. Al final, le ha sonreído, bastante orgulloso de sí mismo. Entonces sucede algo realmente extraordinario: en lugar de devolverle la sonrisa, Ella, de pronto, se ha echado a llorar. Muy suavemente. En silencio, sin hacer ningún gesto. Presa de un pesar del cual él ha medido en un segundo hasta qué punto es dramático y sin recursos. Porque, ciertamente, no es su costumbre llorar; en realidad, nunca habría creído que eso fuera posible. Los primeros segundos, petrificado, ha pensado que es por culpa suya, que se ha equivocado en alguna parte de su enumeración… Pero no. No es por culpa de él. Y entonces ha experimentado una cólera formidable contra ese cochino mundo que le causa esa pena. Durante los años que van a seguir, como un volcán nunca extinguido, va a revivir incansablemente esa escena de la Gran Cornisa, analizará una y otra vez, con una minuciosidad quirúrgica, la menor palabra, la menor inflexión de voz, los silencios y los más ínfimos estremecimientos del rostro de Ella, de su madre.
Y cada vez le asaltarán de nuevo el mismo dolor, los mismos horribles remordimientos (aunque entonces sólo era un muchachito de ocho años) por no haber sabido decirle que él comprendía y aprobaba todo lo que Ella hubiese podido hacer; que se conformaba con verla muy breves momentos, al final de unas largas ausencias, y en secreto; que él no la consideraba en absoluto responsable de aquella misión que había asumido y que le obligaba a vivir acosada, en dondequiera que estuviese, y que también la constreñía a ocultar hasta la existencia de su propio hijo, con el fin de que nadie pudiese servirse de él contra Ella.
Y tantas otras cosas que él hubiera deseado decirle: su connivencia inaudita, instaurada desde que él había llegado a la edad de hablar, porque Ella nunca le había tratado como a un niño, sino que siempre le había pedido su opinión en todas las cosas, probablemente a falta de un marido que Ella no había tenido nunca. «Sólo conocí a tu padre durante muy poco tiempo; él nunca ha contado para mí, y ni siquiera sabe que tú existes. Si algún día quieres conocerle, serás tú mismo quien tome solo esa decisión…»; su connivencia y el amor próximo a la veneración que él Le profesaba; unos decenios después, su implacable memoria le restituirá sin falta tal movimiento de Sus cabellos, de Sus manos, de Sus labios, y el sonido de Su voz y Su fabulosa sonrisa, y hasta Su perfume, todas esas cosas que le daban un vuelco en el corazón…
Javier Coll habla.
Habla, y la película desarrollada por la memoria de Thomas se interrumpe en seco.
— Sería mejor que no nos quedásemos más tiempo aquí-repite Javier.
— Vámonos-dice Thomas.
Dócilmente, desciende del Hispano; llega a la primera gruta después de atravesar la segunda, donde están almacenadas las damajuanas, y sale a la plena luz. El sol se ha elevado, el calor zumba y la calcinación recomienza, mientras estallan los primeros rechinamientos de las cigarras. Thomas siente todavía en sus huesos el frío y la humedad de la caverna, está cegado, pero esta brusca transición no ha alterado su instinto de rata. La inexplicable sensación de una amenaza se hace más fuerte inmediatamente, mucho mayor que cuando despertó. Thomas gira sobre su eje, con el fin de buscar la mirada de Javier y la confirmación del peligro que presiente. No tiene tiempo de acabar su movimiento. La gran mano le ha aferrado y le arrastra:
— ¡Pronto, Tomás! ¡Date prisa!
Ambos comienzan a correr.
Gregor Laemmle está en París en septiembre de 1940 y pierde allí su tiempo. Al menos, en sus informes a Reinhard Heydrich se lamenta de ser frenado por la rivalidad entre la Wehrmacht y la Gestapo: la primera se apoya en el arbitraje realizado por el Führer y pretende administrar sola los territorios ocupados; la segunda ha hecho una entrada casi clandestina en la capital francesa.
La respuesta de Berlín es vaga. Gregor Laemmle comprende: Schädelbohrer tiene ya seis años de existencia y no ha sido un éxito. Se preferiría que se mostrase discreta, e incluso que se hiciese olvidar. Sin embargo, él dispondrá de un despacho en el número 11 de la calle de las Saussaies, de diez hombres y-sobre todo-de todo el dinero francés que desee, o casi…, porque el ocupante percibe, hasta no saber qué hacer con ellas, unas sumas fenomenales abonadas cada mes por el gobierno de Vichy.
Gregor Laemmle no va nunca a la calle de las Saussaies; a decir verdad, nunca pondrá los pies en ella. Ni allí, ni en el Lutetia, ni en el Majestic, ni en ningún lugar oficial que albergue a la Gestapo. Para su uso personal, ha alquilado un apartamento en la calle de la Abbaye, en Saint-Germain-des-Prés (de estudiante, vivió tres años en la calle de Saint-Benoít, en la época en que hacía su licenciatura de filosofía en la Sorbona y su licenciatura de letras clásicas para completar sus doctorados alemanes). Alquila también, para sus oficinas, todo un piso de la calle de Babylone. Si hay un momento en que se orienta hacia una semiclandestinidad, regresando a sus antiguas costumbres y poniéndose a jugar a los centinelas olvidados, seguro que es éste. Siempre ha amado profundamente a París, y su ambición de escribir directamente en francés no le ha abandonado nunca; las circunstancias en que acaban de situarle tienen algo de milagrosas; podría aprovecharse de ellas y, por consiguiente, renunciar a su caza.
Pero no lo hace. No por patriotismo, del que está totalmente desprovisto, sino por necesidad intelectual: eso sería como interrumpir una partida de ajedrez antes de su término, o un puzzle antes de acabarlo. Quizá también cede a una obsesión: «La más delicada de las rosas…». Hay que excluir que Gregor Laemmle esté enamorado de Maria Weber. Sin embargo, es cierto que la ve en todas partes, que la imagina: a Ella, cuyo rostro no conoce, pero cuya inteligencia presiente, así como su espíritu de decisión, su frío método y la fuerza llamada viril. Decididamente, no cejará en su empeño hasta que la tenga frente a él.
A su merced, en suma.
Gortz se reúne con él en noviembre. Regresa por la vía de Suecia de un viaje al Canadá, a los Estados Unidos y al Brasil, donde ha puesto en marcha los mecanismos de compra de materias primas con destino al Tercer Reich, llamados a funcionar incluso en caso de conflicto generalizado («¿Por qué quiere hacerme creer-le ha dicho Gregor Laemmle-que los intercambios comerciales continuarán entre países beligerantes? ¿Que Nosotros, los Terribles Nazis, seguiremos negociando con esos mismos países a los que combatimos? ¿Y que combaten contra nosotros?» «Desde luego. Los negocios son los negocios», ha respondido Joachim Gortz, imperturbable).
Gortz se muestra muy escéptico en lo que respecta a Schädelbohrer. Para él, el asunto está muerto: «Suponiendo que su Maria Weber sea realmente nuestro protector trustee, se habrá refugiado hace mucho tiempo en América, bien tranquila, y, si realmente tiene un hijo, lo habrá puesto al abrigo de igual modo. O bien, si lo ha dejado en Francia, sorprendida por el avance de nuestro ejército, el niño estará seguramente en zona no ocupada, donde no acabo de ver cómo podría usted buscarle. Ha podido, por ejemplo, camuflarle, desde hace años, en una familia amiga. ¡Cuántas hipótesis!».
Los diez hombres asignados a Gregor Laemmle proceden todos ellos de la escuela de espionaje de Altenburg, en Turingia. Sólo dos o tres hablan un francés capaz de dar el pego sobre su origen; los demás lo chapurrean. Gregor Laemmle les hace registrar París y la zona ocupada. El menos mediocre de esos agentes-se llama Hess, no Rudolph, sino Jurgen-es destinado a Grenoble desde septiembre: la familia Lamiel ya no está allí; pronto hará seis meses que se trasladó a Marruecos, salida precipitada: Catherine Lamiel (es la muchacha de veintidós años a quien Gregor Laemmle tomó por Maria Weber en la calle Condillac de Grenoble, en 1939) ha interrumpido sus estudios de medicina justo antes de empezar su quinto y último año. En ese desplazamiento tan brusco, Gregor Laemmle ve la consecuencia de un gesto táctico de Maria Weber: «Ésta ha obtenido la complicidad de los Lamiel para endosarles la identidad de Sophie y luego, a tiempo, les ha retirado a todos del juego para que no podamos utilizarlos contra ella. Buen movimiento de la pieza en el tablero».
Hess ha traído de Grenoble unas fichas muy completas, acompañadas de fotos, sobre cada uno de los cuatro Lamiel: padre, madre, hijo e hija; sobre todo de estos dos últimos, porque, según ciertos rumores, habían vuelto de Marruecos y se encontraban de nuevo en Francia. Otro detalle del informe: Frédéric, hermano mayor de Catherine, presenta la particularidad de haber combatido en España en las Brigadas Internacionales. ¿Cómo no establecer una relación con esos guardaespaldas españoles que acompañaban a Maria Weber en Biarritz?
A fines de febrero de 1942, es Jurgen Hess quien orienta la batida en busca de la pista del Hispano. A fuerza de investigaciones, ha adquirido de hecho la certeza de que el suntuoso coche, al salir de Biarritz en la mañana del 28 de agosto de 1939, no se dirigió hacia el norte y no franqueó tampoco la frontera española. Por consiguiente, se dirigió hacia el este, hacia lo que ahora se ha convertido en la zona no ocupada. Donde tal vez está todavía. Ahora bien, este coche consume, a plena velocidad, cincuenta litros de gasolina por cada cien kilómetros. A no ser que se agazapase en los alrededores de la costa vasca, forzosamente tuvo que abastecerse en alguna parte. ¿Y qué empleado de gasolinera habría olvidado el paso de aquel monstruo negro y plateado de dos mil seiscientos kilos?
El equipo Hess toma sus posiciones iniciales sobre una línea que va desde Libourne, al nordeste de Burdeos, hasta Saint-Jean-Pied-de-Port. A cada uno de sus hombres le ha sido asignado un pasillo de diez a quince kilómetros de anchura, trazado hasta la frontera italiana; cada cual en su sector deberá controlar uno por uno todos los surtidores de gasolina, sistemáticamente, aunque esos surtidores hayan dejado de estar en servicio desde agosto de 1939.
El 2 de marzo, el comando franquea la línea de demarcación.
A Gregor Laemmle le encanta la maniobra, por su implacable limpieza.
… Salvo en que no aclara nada. Nada en absoluto. O bien se ha engañado al creer que el Hispano, después de su salida de Biarritz, se ha dirigido hacia el este, o bien (y ésta es la explicación que retiene de mejor grado, en su deseo e incluso su necesidad de concebir una adversaria por lo menos tan maquiavélica y astuta como él mismo) que Maria Weber, haciendo fracasar ese cálculo, haya contado con puntos secretos de abastecimiento.
Así pues, a principios de mayo, la batida ha alcanzado la vertical Marsella-Saint Étienne sin averiguar absolutamente nada.
Entonces, Gregor Laemmle cambia de táctica. Recluta algunos refuerzos. Contar con los efectivos de la Gestapo le proporcionaría otro Hess, personaje que no le gusta nada, justamente porque Jurgen Hess no es idiota y se permite juzgarle; su propia independencia resultaría afectada. Hace ya meses que no ha cursado el más mínimo informe a Berlín y todo transcurre como si Heydrich y Himmler hubiesen olvidado hasta su existencia, y él no tiene ningún interés en recordársela: serían capaces de acabar con Schädelbohrer «y, en suma, me privarían de mi juguete». Después de todo, continúa percibiendo esos millones y millones de francos franceses y nadie se preocupa de conocer el uso que hace de ellos. En caso de urgencia, siempre tendría el recurso de alegar su grado de Obersturmbannführer de la SS, su orden de misión firmada por Hitler en persona y obtener el concurso de una división entera, con un poco de persuasión.
Acepta una proposición que Gortz le ha hecho en el mes de febrero precedente. En una villa de la plazoleta parisiense del Bois-de-Boulogne encuentra al responsable de las oficinas de compra alemanas en Francia, creadas por Goering. El hombre se llama Otto Brandl. Éste le ofrece los servicios de uno de sus protegidos: «un hombre realmente excepcional», dice Brandl.
Es un francés al que se le ha concedido hace poco la nacionalidad alemana y el grado de capitán en la Wehrmacht, por los servicios prestados y especialmente por el desmantelamiento de una red belga de resistencia. Es alto, macizo, viril a pesar de una extraña voz de falsete; la confianza que tiene en sí mismo es total; responde personalmente de todos los hombres de acción que proporcionará, cincuenta o cien, e incluso más; y mejor que todo eso: tiene por adjunto a Pierre Bonny, que ha sido bautizado «el mejor policía de Francia».
Discute los precios con una sencillez encantadora: cien mil francos por encontrar el coche, dos millones por el Niño y diez millones por la Mujer.
Su verdadero nombre es Henri Chamberlain. Alias Normand. Alias Lafont. Hoy, una vez llegada la gloria, es Monsieur Henri. Tenía sus oficinas en la avenida Pierre-Ier-de-Serbie, y acaba de inaugurar su nuevo cuartel general en la calle Lauriston, número 93.
Thomas y Javier Coll corren bajo la cobertura de los pinos, sin abandonar nunca el fondo de las cañadas. El escondite del Hispano está ya a quinientos o seiscientos metros detrás de ellos; la villa roja está más lejos todavía. Han dejado atrás a Miquel Enseñat, que está tendido boca abajo, de tal modo que sólo sus ojos y el cañón de su arma son visibles entre los huecos de una pequeña acumulación de rocas. E inmediatamente después de su paso, Miquel se ha descolgado. Él también comienza a correr, pero volviéndose muy a menudo, para cubrir la retirada. Con el dedo sobre el gatillo: puedes buscar lo que quieras, pero no hay nadie, nadie en el mundo, que tire tan rápido y tan exacto como Miquel.
Un poco más adelante, Joan Llull actúa también. Cubre el flanco derecho. Acaba de incorporarse y corretea, con la mirada alerta. Ningún guardia de corps, ningún guardaespaldas ha pronunciado todavía una palabra. Cruzan las miradas, agitan un dedo y eso basta: se comprenden. La precisión y la seguridad con que operan maravillan a Thomas y le llenan de orgullo.
Desembocan en un pequeño sendero encajado entre los robles verdes, los madroños y otros arbustos de monte bajo con olor aceitoso. En algunos lugares se diría que el camino se acaba, pero no, todo está previsto, levantan tal bosquecillo de golpe, cosa de nada, y pasan. Thomas lo sabe, para él no es nueva la escena: desde hace meses y meses la han interpretado, en dos o tres ocasiones; una vez, incluso, Javier Coll ha sacado a Thomas de la cama, en plena noche, hacia las tres, le ha hostigado terriblemente y han seguido el mismo itinerario y en las mismas circunstancias. Con los otros tres españoles armados protegiendo la huida, han caminado hacia el oeste y luego hacia el norte, han cruzado la carretera nacional y luego la vía férrea, tras de lo cual han permanecido una jornada entera ocultos en una especie de aprisco, en la ladera de Gros Cerveau, no volviendo hasta la noche siguiente, después de haberse asegurado que sólo era una falsa alarma.
El sendero se interrumpe. La carretera está a la vista. Un gesto de Javier inmoviliza a todo el pequeño destacamento. Las otras veces Tomeo Oliver se encontraba apostado como explorador, precisamente para vigilar la carretera y permitir que los otros la franqueasen.
Esta vez no está allí.
El Bentley blanco de Monsieur Henri llega a la cima de un pequeño cerro, e inmediatamente después aparece una ensenada rocosa, provista, no obstante, de una playa de arena.
— Port-Issol-dice Monsieur Henri con su extraña voz de falsete-. La villa está un poco más allá, a la derecha. Sólo son las seis; duermen todavía. Ha sido esta noche, mientras usted llegaba en el tren, cuando nos hemos convencido de que era la buena. De todas maneras, o es ésta o es la otra, la de Anthéor. En las dos hay un chiquillo de unos diez años y las dos tienen una pista de tenis.
El Bentley toma a la derecha una carretera que corre a lo largo de la orilla del mar.
— Pero en Anthéor el chiquillo tiene una madre y un padre; los dos son judíos. Les hemos agregado a nuestras listas; no hay que desperdiciar ninguna ocasión. El crío de esta villa se llama Thomas, y, según ellos dicen, es nieto de los guardianes. Los guardianes se llaman Allègre, Joseph y Alphonsine. Han contado en Sanary que era el hijo de su hija Marthe, que lo tuvo antes de su matrimonio. El niño, según ellos, nació el 14 de diciembre de 1931 en Courthézon, en el Vaucluse. Lo hemos comprobado: todo está en orden, registro civil y partida de bautismo. Impecable. Hemos estado a punto de abandonar…
Gregor Laemmle va en el asiento trasero del Bentley, a la derecha de Henri Lafont (el cual despide un fuerte aroma de hombre, huele a colonia de calidad). Un tal Soëft, adjunto de Jurgen Hess, va sentado al lado de Eddy Pagnon, el chófer de Monsieur Henri. Soëft ha ido también a esperar a Gregor Laemmle a la llegada del tren de París, en la estación de Tolón. El Bentley comienza a aminorar la marcha y, a través de su parabrisas, aparece un Citroën de tracción delantera; está aparcado a la orilla de la carretera.
— … Hemos estado a punto de abandonar, pero yo, de todos modos, he insistido. No hemos podido encontrar a Marthe: hace años que se fue a vivir a África con su marido. Entonces hemos buscado a la que era comadrona en Courthézon en diciembre de 1931. Le hemos echado el guante en Niza, donde, después de una herencia que le dejaron, se compró un apartamento y vive tranquilamente de sus rentas. Esta noche, mi sobrino Paul y dos de mis hombres le han hecho una visita; la han calentado un poco y ha acabado por hablar: es cierto que, en 1931, Marthe tuvo un hijo, pero nació muerto y fue a otro crío, que tenía ya dos meses de edad, al que Joseph Allègre declaró en su lugar. Esto por un lado. Pero hay más: parece ser que unos españoles viven no muy lejos de esa villa. Detrás, en la colina. Son tres o cuatro, nada charlatanes; uno de ellos tiene una mano algo mutilada. Bueno, ya estamos.
Un pequeño grupo de hombres charla al lado del Citroën. Gregor Laemmle conoce ya o va a conocer a cada uno de los doce hombres que van a tomar parte en el asunto de Sanary. Además de Paul Clavié, sobrino de Monsieur Henri, están allí Louis Haré, Jean-Michel Chavez, llamado Nez-de-Braise, Menigault, Charles Cazauba, Abel Danos, el Mamut, a su vez flanqueado por Mohamed Begdane, alias Jean el Manco, y Bernard Bonange, alias la Doncella, y finalmente Alex Villaplana, antiguo jugador de fútbol, y Dominique Carbotti, Adrien Estebeteguy y Georges Kaidjian, el Armenio. El Bentley se ha detenido. Paul Clavié informa. Es el primero que ha llegado al lugar, viniendo directamente de Niza, y ha visto, hace treinta o cuarenta minutos, a un niño que salía de la villa roja, ha pasado por la terraza e incluso por el sendero que conduce a la puerta de la verja, pero luego ha dado la vuelta y ha entrado de nuevo: «Hay que preguntarse qué diablos hacía fuera a una hora como aquélla. Se le veía a través de las hojas y sólo faltaba saltarle encima. Pero yo estaba solo con Adrien y había que saltar la verja, y era fácil errar el golpe. No sabemos cuánta gente hay en la villa…».
Dice también que un fuerte equipo de cinco hombres, conducido por el Mamut, ha tomado posición hace veinte minutos detrás de la villa, en la carretera nacional.
— Seguramente están ahora allí.
Gregor Laemmle desciende del Bentley, sin cerrar la portezuela. Contempla la villa roja, que discierne bastante mal en razón del muro del cercado y de un espeso seto de alheñas que duplica el cinturón. Se sorprende de su propia placidez y casi de su indiferencia. Está seguro de que toda la operación se saldará con un fracaso. Prácticamente está esperando ese fracaso. A su izquierda, Soëft, alto y rubio, con sus ojos claros, ha desenfundado estúpidamente su Lüger y camina, detrás de la primera línea de los chulos, de los ladrones, de los matones franceses que están a punto de cercar la villa. ¿Y esa pandilla de granujas repugnantes iba a ser la que pusiera las manos sobre Ella?
Maquinalmente, Gregor Laemmle consulta su reloj y ve que son las cinco y cincuenta y tres de la mañana del 18 de septiembre de 1942.
Hace ya cuatro minutos que no se mueve. Y tres desde que Miquel Enseñat ha partido en reconocimiento, a su manera, silenciosa y furtiva: el tiempo de volver la cabeza y ya no estaba allí. Thomas cree firmemente que Miquel el Invisible sería capaz de atravesar la cortina de perlas de una tienda sin mover una sola.
Esperan. Thomas trata de leer en el rostro de Javier la decisión que va a tomar, pero, como de costumbre, ese rostro no expresa nada. Muchas personas tienen miedo ante Javier Coll. Papé Allègre, por ejemplo, que dice: «¡Ese hombre me da escalofríos en la espalda!». Javier Coll habla poco, en todo caso no muy a menudo, y no sonríe apenas; sus ojos negros son un poco rasgados, se siente el peso de su mirada cuando se posa sobre ti; es ya mayor, tiene por lo menos cuarenta años; es muy alto y parece muy delgado, pero atención: levanta un saco de cincuenta kilos con una sola mano como tú lo harías con una bolsita de canicas de goma, y parte una nuez apretándola entre el pulgar y el índice. Siempre lleva encima dos cuchillos: uno de ellos tiene una hoja que entra en el mango y se abre con un disparador; el otro, más pequeño, está atado en el interior de su antebrazo izquierdo, y apenas has visto moverse su mano cuando el cuchillo ya ha silbado en el aire y se ha clavado en el tronco de un pino, a una distancia increíble. Thomas no tiene ningún miedo de Javier y, por otra parte, Ella le ha advertido: «Es la única persona en el mundo en la que podrás tener confianza… hasta ese punto que tú sabes, a buen seguro…».
— ¡Cuidado!-susurra Joan Llull.
Se produce un movimiento en la carretera. Primero sólo es el ruido de un motor, pero en seguida aparece un coche. Avanza muy lentamente; es un Citroën de tracción delantera, negro, y lleva a bordo dos hombres cuyas miradas escrutan los arcenes. Ahora se detiene. Los dos hombres descienden, con un aspecto bastante tranquilo, pero no obstante alerta. Cada uno lleva una metralleta, con un aire un tanto negligente. A pesar de la gruesa manaza de Javier, que le aplasta la nariz contra el suelo, Thomas continúa mirando y viendo, a través del follaje de la maleza, y su memoria registra: uno de los hombres sólo tiene un brazo, el otro es un verdadero gigante, con un pecho muy poderoso y muy ancho. Thomas escruta atentamente sus rostros y hasta su manera de caminar, de comportarse: ya nunca les olvidará, y de ahora en adelante los reconocerá aunque estén de espaldas.
Abel. Hay uno que se llama Abel; el manco acaba de llamarle así. Y es precisamente ese Abel quien franquea la cuneta, quien avanza directamente hacia ellos. Ahora está a sesenta metros, y cada paso que da revela un poco mejor lo monumental de su estatura. Es entonces cuando una idea domina inmediatamente a Thomas: espera, y a decir verdad desea, que Javier Coll y Abel se peleen como dos perros y, cuando tú tienes un perro más fuerte que todos los demás y éste se encuentra con otro del mismo tamaño, aunque sientes miedo de que te salten a la garganta, al mismo tiempo tienes ganas de que lo hagan, porque tú sabes en el fondo de ti mismo que tu perro pegará una gran paliza al otro, y quizás hasta lo matará. Thomas se avergüenza un poco de comparar a Javier Coll con un perro, «aunque le quiero mucho», pero es así, esas cosas le pasan por la cabeza y es forzoso constatarlas.
Por lo demás, no sucede nada. Porque en el instante en que Abel el coloso inicia el ascenso de la loma, cuando ya sólo está a cuarenta metros, un primer disparo parte de la izquierda, a lo lejos, en la dirección de Bandol. E inmediatamente después se oye un segundo, y otro más, hasta convertirse todo en una crepitación. Miquel el Invisible, o Tomeo, o los dos, han debido de disparar y unas metralletas les han respondido. Al oír el segundo, Abel y el otro, el manco, corren hacia su coche, suben a él, dan media vuelta y arrancan en seguida; desaparecen. Entonces, a una señal de Javier, Joan Llull se levanta y desciende hacia la carretera, la cruza e indica que el camino está libre. Thomas y Javier se reúnen con él. En seguida están en el otro lado. Veinte minutos después, todavía caminan, a muy buen paso, tras haber franqueado la vía férrea. Contrariamente a lo que esperaba Thomas, esta vez no van directos al aprisco, sino hacia el noroeste; y mientras corre, repitiendo exactamente cada zig-zag de Joan Llull, siente la certeza, a la vez dolorosa y excitante, de que se va para siempre, de que no volverá a ver nunca más a Papé y a Mamé Allègre-ni al maldito perro, pero éste no es realmente una pérdida-, de que su breve vida está a punto de cambiar enormemente, de un solo golpe.
Gregor Laemmle está de pie en el centro de la habitación que ha ocupado el muchacho. Él, Gregor Laemmle, no ha tocado nada; ha dejado que lo haga Soëft, cuyo registro ha revelado la presencia, en los armarios, de dieciséis cajas de Meccano totalmente intactas, de puzzles (algunos de tres y cuatro mil piezas, y Gregor Laemmle, gran aficionado él mismo, ha advertido inmediatamente que se trata de fabricaciones especiales, hechas por encargo, de la casa Symington y Travis, de Manchester), así como toda clase de otros juegos, capaces de satisfacer a toda una colonia de vacaciones.
En otro armario, sorprendentemente, no menos de diez docenas de pares de alpargatas de todos los números.
Y por todas partes, libros. Una avalancha de libros. Colecciones completas de la «Máscara» (novelas policíacas de cubierta amarilla en cartoné, novelas de aventura de la serie «Esmeralda»), unos Julio Verne de Hetzel, obras completas de Louis Boussenard, de Karl May, de Curwood, de Wells, de Dumas, y además las de Kipling y Paul Féval, Gustave Aimard, las aventuras de Pistol Peter, de Arséne Lupin, y de Rouletabille, y de Chéri-Bibi, y de Fantômas. Y otros más inesperados: La Dama de Malaca, de Francis de Croisset; La condición humana, de Malraux («¿A los diez años?», se asombra Gregor Laemmle); el Adiós a las armas, de Hemingway.
Y varios atlas, franceses, británicos y alemanes, una docena por lo menos, todos ellos espléndidos…
Un grito salvaje de una mujer, abajo, en el entresuelo de la villa roja.
…Todos ellos espléndidos y cuyos mapas están rayados con trazos de lápiz, para figurar imaginarios viajes. Soëft toca esos libros uno a uno y los hojea; luego los tira al suelo sin miramientos; cuando sus cubiertas son de cartoné, las rasga con una navaja por si acaso contuvieran algo.
— Para nada, absolutamente para nada-comenta Gregor Laemmle con amargura y pesar.
Quiere decir que, a su juicio, no se hallará en ninguna parte ni el menor documento que revista algún interés, ni siquiera la foto de Maria Weber. Incómodo, se vuelve de espaldas; no soporta el ver esos libros así desgarrados; pasa a la habitación inmediata: es una sala de estudio y de juegos. Unas gramáticas francesa, española, alemana e inglesa están juntas en un estante, mezcladas con diccionarios y otras obras de consulta. Ningún texto manuscrito; se lo esperaba; ha advertido la presencia de un gran caldero en el que, es evidente, el muchacho debe quemar todo lo que podría constituir un indicio.
Sobre un vasto tablero colocado sobre unos caballetes hay un puzzle de cinco mil piezas reconstruido a medias. Representa un paisaje de casa de campo inglesa, sobreabundantemente florido. Casi la mitad de las piezas, evidentemente los bordes, ha sido ya colocada en su lugar; el resto está cuidadosamente escogido y distribuido por colores en unas cajas de zapatos. Orden y método. A Gregor Laemmle le falta poco para inclinarse y absorberse en la búsqueda de esos carmines, por ejemplo, que forman parte de un macizo de flores, justo debajo de un entramado y que están alineados con tanta habilidad como memoria visual.
De igual manera se siente tentado de sentarse ante el tablero de ajedrez donde está iniciada una partida, con ventaja para las blancas, que deberían ganar en cinco…, no, en seis movimientos…, a menos que… «¡Maldita sea! He estado a punto de no fijarme en ese caballo negro del rey. ¡Qué hermosa trampa!».
Gregor Laemmle sale al pasillo, donde puede escuchar otro grito que sube desde el entresuelo, expresando, si ello es posible, más espanto y dolor aún que el primero. Gregor Laemmle entra en una habitación donde el perfume de Maria Weber parece flotar todavía. Es una vasta estancia, muy delicadamente amueblada en torno a un lecho con cubrecama de encaje blanco, y que se abre a la plena luz del alba por cuatro ventanas que dan al mar. En el mobiliario de ébano, Gregor Laemmle cree reconocer el estilo de Paul Iribe y con mayor seguridad el de Jacques-Émile Ruhlmann (él ha frecuentado a los dos decoradores). Después de dar tres o cuatro pasos se detiene, casi oprimido a fuerza de sentir aquí una presencia, «nunca había estado tan cerca de Ella…». Esa Ella, a la que nunca ha visto, y a la que ahora ve yendo y viniendo por esta habitación, tal vez llegando del tenis, donde se ha enfrentado con Lenglen, o bien velando hasta muy tarde por la noche, rehaciendo incansablemente sus cuentas de protector trustee.
Ya no gritan abajo. Gimen y jadean, como una mujer de parto. Repugnante.
Gregor Laemmle vuelve a ponerse en movimiento. Se sienta donde seguramente Ella se ha sentado, en esa maravillosa mesa de despacho Mazarino. Ni siquiera se toma la molestia de abrir los cajones, convencido de que no encontraría allí nada que mereciese la pena, desde el punto de vista de la persecución. Ensancha sus ojos amarillos e intenta escapar un poco de la poderosa emoción que experimenta. ¿Hasta ese punto ha llegado? Unos instantes después, Soëft, que acaba de saquear la sala de juegos y de estudio, entra a su vez en la habitación y le encuentra en el mismo lugar.
— No toque nada-le dice Laemmle sin tomarse el trabajo de volver la cabeza.
— Podría…-comienza a decir Soëft.
— Lárguese de aquí-ordena Gregor Laemmle con auténtico furor, casi con odio.
Sale al fin, pero después que el alto SS rubio se ha ido. Desciende por la escalera y comprueba que se ha hecho el silencio: aquello ya no gime en absoluto, aquello ha acabado callándose. Penetrando en la parte de la villa donde se alojan los guardianes, descubre las razones de aquel silencio: han degollado al perro y al matrimonio, y aquel de los hombres de Lafont que se llama Adrien la Mano Derecha, Estebeteguy de nombre completo, ha decapitado a los tres cuerpos y ha intercambiado las cabezas: la del hombre sobre el cuerpo del perro, la del perro sobre la mujer. Indiferente, Gregor Laemmle pasa por encima de los cadáveres y pregunta si se han podido obtener algunos informes.
Parece ser que sí.
Joan Llull entra solo en la granja, mientras que Thomas y Javier Coll permanecen apartados al borde de una pequeña carretera, ocultos detrás de un cortaviento hecho de cipreses y de tejos. Hay que esperar todavía. Thomas se sienta directamente en la tierra reseca. Un poco fatigado por esta larga marcha.
— ¿Es que Papé y Mamé Allègre van a tener problemas?
— Tal vez un poco-dice Javier.
— Les van a hacer preguntas sobre mí, ¿verdad?
— Eso es.
— ¿Sobre mí y sobre otros?
(No ha conseguido decir mamá, y tampoco ha querido decir Ella.)
— Es probable-dice Javier.
— ¿Y también preguntas sobre ti y Miquel y Joan y Tomeo?
— Papé y Mamé Allègre me conocen, pero no conocen a Miquel, a Joan y a Tomeo.
— Es verdad-reconoce Thomas.
Y reflexiona. Ahora todo le parece claro. Y también muy penoso.
— Van a matarlos-dice en español; en esta lengua, las palabras tienen para él menos fuerza que en francés o en alemán.
— ¿Quién va a matar a quién?
— Lo sabes muy bien, lo sabes muy bien-dice Thomas. Y vuelve la cabeza, recorre el horizonte con la mirada, sin más objeto que el de ocultar que está al borde de las lágrimas; sigue la línea de crestas de las colinas; es en ese momento cuando registra el detalle y lo inscribe maquinalmente en su memoria, sin sopesar de momento su importancia.
Silencio. Roto por el ruido de un motor. Una camioneta con gasógeno sale de la granja y pasa por delante de ellos sin detenerse, pero lentamente. Lo bastante lentamente para que Javier pueda izar a Thomas hasta la caja y subir él mismo. Después de lo cual se tienden los dos, al abrigo de las miradas gracias a los adrales y a un amontonamiento de canastas que contienen tomates. Thomas se acuesta de costado, en el acero brillante y cálido de la caja. Sigue teniendo sus pupilas dilatadas.
— Lo sabes muy bien-dice-. Habríamos debido traerlos con nosotros.
— No habrían venido con nosotros-responde Javier muy suavemente.
Demasiado suavemente: está bien claro que ha comprendido toda la congoja de Thomas y que hace todo lo que puede por consolarle. Felizmente, sin llegar a tomarle en sus brazos. Thomas no soportaría ser tocado ni consolado. Por nadie. Se encoge un poco más sobre sí mismo.
— De todas maneras, no habrían podido venir con nosotros, no estaba previsto-dice Javier.
— Dejemos de hablar-dice Thomas.
— Vale-dice Javier-. Come un tomate.
Thomas come varios. Tiene hambre, ésas son cosas que no se discuten. Hambre y sed, a pesar de su congoja. Unos treinta minutos después, la camioneta sale de las gargantas de Ollioule, marcha hacia el norte, pero poco tiempo después de haber atra…
— ¿Y el Hispano?
— No lo encontrarán, Thomas.
… Después de haber atravesado Sainte-Anne de Evenos, abandona la carretera nacional y se adentra en un camino sin alquitranar, muy pendiente. «Puedes levantarte ahora», dice Javier. Y él mismo se incorpora. Thomas le imita, y en la pista en que están descubre, a dos o trescientos metros detrás de ellos, una segunda camioneta que les sigue, con dos hombres a bordo. Reconoce a Tomeo, que lleva el volante. Y, sentado en la caja, a Miquel, del cual sólo se distingue la parte alta de la nuca.
Avanzan todavía algún tiempo. Después, Javier golpea con la palma de la mano el techo de la cabina y Joan se detiene en seguida. Están en una especie de desfiladero rocoso, y no hay a la vista ni una sola casa.
— ¿Estás seguro en lo del Hispano?
— Desde luego-dice Javier.
Los cuatro españoles bajan de los vehículos. Ahora están poniéndose de acuerdo, en ese dialecto sibilante e incomprensible que ellos llaman mallorquín. Thomas, excluido, va a sentarse en un bloque de peñascos. En ningún momento se ha preocupado por saber de qué manera Ella iba a encontrarle, ahora que ha abandonado la villa roja. Seguro que Javier ha hecho lo necesario. No, en realidad, tras haber conseguido apartar de su pensamiento a Papé y a Mamé Allègre, ya sólo piensa en el Hispano. Y, bien mirado todo, opina lo mismo que Javier Coll: «Ellos no podrán encontrarlo».
Eso ya está.
Tiene unas ganas locas de volverla a ver, de estar junto a Ella. No se dirían nada, tal vez ni siquiera se mirarían, estarían uno al lado de la otra.
Hace dos años que no la ha visto. Realmente es algo muy duro.
— Los propietarios oficiales de la villa son unos suizos que…
— Eso no me interesa en absoluto-dice Gregor Laemmle.
Lafont ríe:
— De acuerdo. Entonces, vamos a la mujer. Los Allègre sólo la conocían por el nombre de Sophie Lamiel. Joseph Allègre trabajaba en los astilleros. Una tarde de octubre de 1931, ella llegó a su casa conduciendo un Bugatti. Estaba al corriente de que Marthe estaba encinta sin haberse casado todavía; propuso que Marthe dijera que había dado a luz unos gemelos, y que ella lo arreglaría todo; dejó doscientos mil francos sobre la mesa.
— Detalles sin interés. Prescindamos de ellos.
— Prescindamos. Hasta 1933, ella vivió con ellos y su hijo. Por lo demás, nunca dijo que era su hijo: los Allègre sólo lo han supuesto. En 1933 se fue, llevándose al niño consigo. Estuvo cuatro años sin regresar, pero cada año pagaba el viaje a los guardianes para que pudiesen visitar a su supuesto nieto. De este modo, los Allègre viajaron a Suiza, a Italia, a España.
— ¿A qué parte de España?
— A Palma de Mallorca. A un hotel. Los Allègre sólo la vieron en hoteles, en grandes «palaces» cada vez. Nunca supieron en dónde vivían realmente. Ella volvió con el niño en el 37, lo dejó y comenzó a ausentarse cada vez más a menudo; en ocasiones estaba meses sin aparecer. Telefoneaba al niño, en alemán. El niño habla el alemán, el español, el inglés y bastante bien el italiano. Es inteligente como treinta y tres diablos. Los Allègre trataron de meterle en la escuela de Sanary. Pero la cosa no funcionó. El niño se negaba a abrir la boca. Finalmente, le hicieron seguir unos cursos por correspondencia. Tres años adelantados al programa. Por lo menos. En el 39, llegó el español…
— El que tiene dos dedos de menos.
— Ése. El dedo meñique y el anular izquierdos. Es más alto que yo, alrededor de un metro noventa centímetros…
— ¿Una foto?
— ¿De él? Nada. Ni de ella tampoco. Ninguna. En cierta ocasión, el tío Allègre utilizó una pequeña Kodak y tomó una de la mujer Lamiel y del muchacho. Entonces apareció un individuo y sacó la película de la cámara. El individuo se llamaba Miquel o Michel.
— ¿No era el español?
— Era otro. Los Allègre sólo le vieron una vez, pero siempre tuvieron la impresión de que estaba permanentemente a su alrededor, rondando sin ser visto.
— ¿Quién presentó el español a los Allègre?
— Ella, la mujer Lamiel.
— No la llame la mujer Lamiel, por favor-dice suavemente Gregor Laemmle-. Llámela Ella.
— Fue Ella quien se lo presentó a los Allègre, diciendo que Xavier Giménez la representaría y que ellos, los Allègre, debían obedecer a Giménez.
— ¿Cuándo fue eso?
— A finales del 39. Hace casi tres años.
— ¿Unas relaciones amorosas entre Giménez y Ella?
— Según los Allègre, seguramente no.
— ¿Conocían los guardianes a los otros españoles?
— No les vieron nunca.
— ¿Y el Hispano-Suiza?
— Ni siquiera conocen su existencia.
— Dejadme aquí-dice Gregor Laemmle.
El Bentley se detiene en el cruce de un camino no asfaltado y la carretera. Bandol está a la izquierda, a la vista. Gregor Laemmle desciende del coche y rectifica la colocación de su panamá. Hoy va vestido con un traje de tussor color crema, cortado a medida en Londres veintiséis meses antes y con el cual se fue de veraneo a Venecia, tal vez para releer a Thomas Mann, aunque Schädelbohrer no se le había quitado de la cabeza.
— De acuerdo-dice Lafont-, reconozco que más bien hemos fracasado en este golpe. Pero por lo menos hemos descubierto la casa, el nombre del español y el del muchacho, que se llama Thomas…
— Pero no el Hispano.
Gregor Laemmle sonríe amablemente a Lafont, a quien encuentra muy seductor: «tiene unos muslos soberbios».
— No hemos encontrado al Hispano-concede Lafont-. Todavía no. Pero le pondremos la mano encima. Sobre ese maldito coche, sobre Ella, sobre los españoles y sobre el crío. Tengo muchos amigos que pueden ayudarme.
— ¿En el hampa?
— Son auténticos hombres que están deseando servirme. Hago lo que quiero con esos tipos. Soy el jefe.
— Voy a reflexionar sobre eso-dice Gregor Laemmle con benevolencia.
El sabe que Lafont, para constituir su extraño ejército personal, se ha presentado en persona en la prisión de Fresnes, en París, y ha hecho liberar de golpe a veinticinco o treinta detenidos de derecho común, sin más ley que la suya.
— Otra cosa: estamos a 18 de septiembre y hoy es el cumpleaños del pequeño. Salvo el año pasado, ella, la muj…, la señora Lamiel, siempre ha venido para dar un beso al crío.
— Ella no vendrá-dice Gregor Laemmle sin dejar de sonreír-. No serviría de nada colocar una ratonera. Estoy seguro de que Ella no vendrá. Y mi respuesta a su proposición es también que no.
Lafont se echa a reír.
— ¿Acaso le he propuesto algo?
— Iba a hacerlo. Iba a decir que, más tarde o más temprano, encontrarán esos cadáveres en la villa roja y pensarán que los españoles son los asesinos, puesto que han desaparecido. Entonces la policía y la gendarmería francesa, en la que usted cuenta con amigos, se lanzarán frenéticamente en su busca.
— Es cierto que tengo algunos amigos-dice Lafont alegremente-. Las cosas han cambiado un poco. Pero con policías o sin ellos, siempre hay tipos que saben de dónde viene el viento.
— Eso no me interesa en absoluto-dice Gregor Laemmle.
Cierra él mismo la portezuela del Bentley, de modo que Lafont se ve obligado a bajar el cristal para decir las últimas palabras de la conversación.
— Esta vez no quiero que me paguen-dice Lafont-. No he conseguido nada, luego no hay dinero. No quiero nada.
— Tanta conciencia profesional le honra.
— Pero aún no he dicho mi última palabra. Le traeré en una bandeja la cabeza de esos individuos. Al niño, y sobre todo a la mujer, los tendrá usted vivos.
— Disfruto con ello de antemano-dice Gregor Laemmle.
— ¿Quiere realmente que le deje solo en la orilla de esta carretera?
— Es exactamente eso: quiero que me deje solo en la orilla de esta carretera. Esta carretera me gusta enormemente.
Gregor Laemmle sigue con la vista al Bentley blanco hasta que desaparece en Bandol. Es entonces cuando levanta su manita regordeta y, poco tiempo después, aparece el coche matriculado en Ginebra, con Jurgen Hess al volante. Gregor Laemmle se sienta a su lado, se quita el panamá y comprueba, con auténtica repulsión, que un poco de transpiración ha manchado el forro: «¡Estoy sucio!». Siente un gran malestar. La higiene corporal…
Jurgen Hess, mientras habla, despliega un mapa Michelin de carreteras.
La higiene corporal siempre ha sido una obsesión para Gregor Laemmle. Uno de los escasos recuerdos felices que conserva de su infancia es el de los baños cotidianos que le daba su gobernanta, una suiza de gran envergadura, con grandes y duras manos de hombre; ella le lavaba, o más bien le fregaba con una meticulosidad turbadora, dando vueltas y más vueltas a su cuerpecito de niño, suave y tierno, en el agua tibia y perfumada.
— Están exactamente aquí, a dos o tres kilómetros-dice Jurgen Hess. Y su dedo dibuja un pequeño círculo en el mapa, a la derecha de Beausset-. El niño va en una camioneta con gasógeno que transporta legumbres. Le acompañan dos hombres; uno de ellos es alto y delgado. Y detrás va otra camioneta con dos hombres más, los mismos que se divirtieron disparando sobre los hombres de Lafont. Tenemos el número de los dos vehículos. Van hacia el noroeste. La zona en donde se encuentran está desierta y es muy montañosa. De allí sólo pueden salir por tres lugares: por el sudoeste, hacia Solliés-Toucas; por el noroeste, hacia Signes, o bien directamente por el oeste, en dirección al macizo de la Sainte-Baume.
— ¿Y sus hombres están apostados en cada uno de esos lugares?
— He cumplido sus órdenes-responde Hess.
— Va a ser nuestro querido Führer quien estará contento-dice Gregor Laemmle.
Pero él, aunque se siente repugnante, con ese sudor pegado al cuerpo, no deja de sentir también una cierta exaltación. Al fin comienza la partida, al cabo de interminables preliminares. Ha sido él mismo quien ha hecho la primera jugada, y el adversario ha respondido en todos los aspectos tal como él había previsto que haría. Y eso es muy satisfactorio.
Sus ojos amarillos brillan.
Thomas trata de ver la hora en el sol; pero no hay sol, sólo una cegadora luz blanca que lo anega todo y que acosa encarnizadamente cada pequeño trozo de sombra. En esta blancura pulverulenta y este mundo seco de rocalla, Thomas reencuentra a España. Está en España con Ella, acaban de dejar una vez más una casa, la de Murcia, y suben hacia el norte; Ella ha hecho un alto y ha organizado una excursión, en este verano de 1937; es Joan Llull el que conduce el coche, y Miquel Enseñat también está ahí, curando su herida de la batalla de Teruel. Javier no se ha unido a ellos todavía; en esta época, todavía está luchando; la bomba no ha caído todavía sobre su mujer y sus dos hijos, todavía tiene su despacho de arquitecto en Barcelona, su gran piso cerca de la plaza de Cataluña, su bella casa blanca de Sóller, en Mallorca, donde Ella y él, Thomas, han pasado casi tres meses el año anterior, en 1936; la mano izquierda de Javier está intacta, su espalda está aún virgen del espantoso corte que le obligará a meter de nuevo él mismo sus intestinos en el abdomen (Tomeo contará más tarde esta historia a Thomas) y a caminar kilómetros de este modo; Javier no está todavía muerto en el interior de sí mismo, llora por su España que se está suicidando y partiéndose en dos.
Es en este día cuando ambos, Ella y él, Thomas, están sentados en el estribo del Voisin C 24 Carène, cuando Ella le comunica que va a volver a Francia, que será de nuevo el nieto oficial de Papé y Mamé Allègre y que, por lo tanto, no va a vivir ya con Ella y «por favor, Thomas, hijo mío, no llores, porque yo misma no tengo demasiado valor y, si tú lloras, me echaré a llorar también…».
Ese día, en España, había la misma blancura deslumbrante en todo el cielo y hacía el mismo calor murmurante. Como hoy, mientras Javier Coll y los otros tres continúan hablando interminablemente en mallorquín.
Pero, de pronto, su conciliábulo termina.
Javier camina hacia Thomas y viene a sentarse también en el bosque de rocas. Tarda un momento en decidirse a hablar, lo cual es señal de que tiene mucho que decir.
— Lo primero de todo-dice al fin-es que te han encontrado. No sé cómo lo han hecho, pero han llegado hasta aquí, y eso es lo que cuenta. ¿Tal vez en tu habitación hay…?
— Ni en mi habitación ni en ninguna parte he dejado nada importante-dice Thomas-. Pueden registrarlo todo durante diez años.
— Muy bien. ¿Has visto a los dos hombres de la carretera?
Thomas asiente.
— Entonces, los reconocerás de aquí en adelante. Ahora, Thomas, yo quisiera que lo pensases bien, que repasases en tu memoria todo lo que ha sucedido esta mañana desde el instante en que te has despertado.
Thomas se toma su tiempo. Ha comprendido adonde quiere ir a parar Javier. Lo pone todo en su cabeza. Y dice:
— He cometido dos errores. El primero fue salir de la casa, andar por la terraza y por el sendero, a pesar de que presentía algo; el segundo fue guardarme para mí aquella impresión. Tenía demasiadas ganas de ver el Hispano y no le dije a usted nada.
(Thomas le trata de «usted» cuando habla en francés, pero le tutea en español.)
— Muy bien-dice Javier-. ¿Comprendes por qué te he hecho tener constancia de tus errores? Piénsalo bien.
— Ya está todo pensado-dice Thomas-. A partir de hoy todo ha cambiado. Me han encontrado y ya no dejarán de buscarme por todas partes, vaya a donde vaya. Saben que existo, cómo me llamo y a quién me parezco. Será preciso no cometer ningún otro error.
Javier Coll baja la cabeza y después la levanta. Sus ojos negros están ligeramente turbios. «Piensa en sus dos hijos muertos-se dice Thomas a sí mismo-; me compara con ellos y en lo que podrían haber llegado a ser si la maldita bomba no les hubiese matado; es muy desgraciado.»
— Eres muy inteligente, Thomas, terriblemente inteligente. Hay momentos en que casi me das miedo.
(Con el rabillo del ojo, Thomas advierte que los otros tres españoles se mueven también; se diría que vienen a escuchar sus respuestas; pero no solamente por eso: Miquel maniobra, muy admirablemente y muy diestramente, como si no hiciese nada, justo como alguien que busca la sombra; pero seguramente no es ése su verdadero objetivo, está muy claro que Miquel va a desaparecer, va a esfumarse; Miquel es como un humo: de pronto se disipa y ya no se ve nada.)
— Normalmente-dice Javier-no se le dicen estas cosas a un niño, no se le hacen esos cumplidos, porque podrían hincharle la cabeza. Pero no creo que haya peligro de que a ti te suceda. Lo cual no impide que tenga miedo por ti. Es muy difícil, es muy difícil vivir con una máquina que gira noche y día en la cabeza; en la situación en que estás, eso podría ser muy peligroso. Porque podrías tener demasiada confianza en ti mismo y creer que esos que te buscan son fáciles de engañar. ¿Comprendes?
— Comprendo-dice Thomas.
Sonríe a Javier muy amablemente. No recuerda haber oído nunca a Javier hablar tan largo rato. (Salvo hace años, cuando Ella y Thomas se encontraban en la casa de Mallorca, pero era en otro tiempo, en otra vida, y Javier entonces estaba alegre.) A Thomas le gustaría mucho decirle a Javier lo triste que está por sus dos hijos muertos por la bomba, pero eso no arreglaría nada; cuanto menos se hable de las cosas que realmente hacen daño, mejor; como con Papé y Mamé Allègre, deja de hablar de ellos y entierra el recuerdo en el fondo de sí mismo, lo más hondo posible; no hay otra solución.
— Tendré mucho cuidado-dice Thomas.
— Muy bien-dice Javier-. Vale.
Se levanta a su vez. Todos los españoles están ahora en pie delante de Thomas, sentado en su roca, con su boina en la cabeza y sus piernas colgando en el vacío, solo como ante un tribunal.
Todos los españoles excepto uno. Porque, sin desplazamiento visible, en todo caso sin hacer ruido, sin ningún signo, Miquel ha desaparecido, se ha esfumado.
— Escucha, Thomas-dice Javier-. Cuando Miquel y Tomeo dispararon con sus fusiles para permitirnos pasar, Miquel vio a alguien en las alturas, muy lejos, a alguien con unos prismáticos que lo miraba todo, un hombre alto y rubio. Y también había otro hombre por la parte de Bandol, acechando también.
El detalle vuelve en seguida a la mente de Thomas, un detalle que había relegado maquinalmente a un rincón de su memoria, mientras esperaba, sentado en la tierra seca, a que Joan viniese a embarcarlos en su camioneta.
— Un hombre en una motocicleta, a un kilómetro por lo menos. Creo que tenía unos prismáticos.
Un hombre cuya presencia debería haber señalado, pero entonces estaba intentando reprimir su gran dolor, pensando en Mamé y Papé Allègre y…
— Está bien, Thomas-dice Javier.
— Es un tercer error que he cometido.
— Dejemos de hablar de eso, Thomas.
— Vale-dice Thomas.
— Hablemos más bien de lo que significa la presencia de esos hombres. Si fueses un muchacho vulgar no te mezclaríamos en estas cosas, porque somos responsables de ti, aunque también nosotros hayamos cometido errores graves. Pero tú no eres un muchacho vulgar. Y comprendes lo que quiere decir la presencia de esos hombres, ¿no?
Thomas se toma de nuevo su tiempo para reflexionar. Luego asiente.
— Hay dos grupos de hombres-dice-. Uno que debe entrar en la villa para capturarme, y otro que no hace nada más que seguirnos. Tal vez hay dos jefes que no están de acuerdo entre ellos. O bien…
— Continúa-dice Javier.
— O bien hay un solo jefe, pero es muy astuto. Ha adivinado que el primer grupo no conseguirá atraparme a causa de vosotros, y que la única cosa inteligente que puede hacer es la de seguirnos. Haciéndonos creer que habíamos conseguido escaparnos. O tal vez…
— Continúa-dice Javier.
— O tal vez…
Thomas se interrumpe de nuevo. Porque todo se ha vuelto extraordinaria y espantosamente claro.
— Tal vez para obligar a alguien a venir a buscarme y para atrapar a ese alguien.
(Siempre esa imposibilidad de decir «Mamá».)
Silencio.
— Muy bien-dice Javier con una voz sorda y como estrangulada.
Sólo entre los tres hombres que están frente a él, Tomeo sonríe a Thomas, con una cálida amistad. Tomeo es el más alegre, el más joven de los cuatro españoles; tiene dieciocho años y medio, no sabe leer, y cuando Thomas quiere compartir el placer de una lectura, Tomeo es el interlocutor ideal. Durante tardes enteras puede escuchar, fascinado, el relato (bastante adornado por la imaginación de Thomas) de las aventuras de Rouletabille o de Pistol Peter; sonríe a Thomas como a un hermano menor que acaba de responder brillantemente a un examen muy difícil y del cual se siente enormemente orgulloso.
Thomas le devuelve la sonrisa. Pero el mecanismo de su cabeza continúa girando y le tortura; ha reconsiderado todo su razonamiento y lo encuentra lógico, irremediablemente. Y ve bien que Javier Coll ha calculado lo mismo; Javier no necesita de mí para que le explique esas cosas, sólo desea que llegue a la misma conclusión que él.
Thomas mira el suelo que hay entre sus pies y pregunta:
— ¿Es que Ella debía venir para mi cumpleaños?
— Sí. Sobre todo porque no pudo venir el año pasado.
— ¿Está Ella en Francia?
— Todavía no lo sé. No sé dónde está. Tenía que saberlo hoy.
— ¿Y si Ella fuese a la villa roja?
Javier mueve la cabeza: no. Asegura que, felizmente, no hay ningún riesgo por ese lado.
— Era yo quien tenía que llevarte a Ella, Thomas. Pero ahora ya no es posible-prosigue Javier, vencido por el pesar y la vergüenza. Y los otros dos, Joan y Tomeo, vuelven la cabeza: sus rostros muestran la misma tristeza; casi hay lágrimas en los ojos de Tomeo.
— Ahora ya no es posible-dice Javier-, con esos hombres que nos siguen y de los que no sabemos cuántos son. Hemos visto dos o tres, pero quizá son treinta o cuarenta, o más todavía, quizá nos rodeen por todas partes. Y tú lo has comprendido bien, Thomas: creo que esperan que les conduzcas a tu madre.
— Es preciso que no la atrapen-dice Thomas, como si anunciase su propia muerte.
— Sí, es preciso.
— Prefiero no verla-dice Thomas.
Al decir esto, siente que su garganta se endurece, se ve obligado a arrancar de ella cada sílaba, la cabeza le da vueltas, tiene ganas de vomitar y se aferra con una enorme desesperación a la roca en que está sentado. Porque es terriblemente difícil de decir, para él que, desde hace dos años, cuenta los meses, las semanas, los días y las horas en espera de volverla a ver; es la cosa más difícil que ha hecho nunca.
— Creo que, creo que desgraciadamente es lo más razonable. Es una decisión muy valerosa, Thomas. Pero yo tendré que ir a verla y conseguir hablar con ella de alguna manera, sin ser seguido por nadie. Seguro que Ella también tiene muchas ganas de verte, tantas ganas que es capaz de correr los mayores riesgos.
— Debe usted decirle que yo no quiero verla y que Ella no debe tratar de verme. Que soy yo quien se lo pide. Dígaselo bien claro.
Javier Coll mueve la cabeza y está claro que a él también le cuesta hablar. Se establece un silencio penoso, roto por el silbido, a veces crepitante, de los gasógenos.
Aunque el leve ruido que se produce entonces es como un alivio para todo el mundo. El ruido es el de un guijarro minúsculo que viene a estrellarse en el suelo; no caído del cielo por azar, sino que ha sido lanzado por alguien, como una señal. Thomas va a levantar la cabeza cuando advierte que ni Javier ni los otros dos han reaccionado, ni siquiera con una mirada dirigida a las rocas de donde seguramente ha sido lanzado el guijarro.
Thomas no se mueve más.
Oye hablar a Javier, y Javier mira fijamente a Thomas, como si todavía se dirigiese a él. Pero se está expresando en mallorquín.
Una lengua que Thomas no entiende. Sin embargo, entra en ella bastante castellano y francés para que pueda captar el sentido general. No hay duda: Javier y Miquel el Invisible discuten sobre un hombre con moto que les acecha con unos prismáticos a algunos centenares de metros.
Que Miquel va abatir como una pieza de caza…
Y que le va a matar.
«Espero-piensa Thomas con un odio increíblemente feroz-, ¡espero que le hagan sufrir mucho antes de matarle!».
En el transcurso de los años que seguirán, Gregor Laemmle (bastante indolentemente a decir verdad) se preguntará sobre otros posibles desarrollos que habría podido tener la historia en el caso de que, en Sanary, hubiese empleado una táctica diferente. Le seguirá pareciendo evidente que reforzando a los hombres de Lafont con los de Jurgen Hess, habría podido cercar la villa y apoderarse del niño el 18 de septiembre de 1942. (Suponiendo, naturalmente, que el presunto Xavier Giménez, el Hombre de la Mano Cortada, no hubiese tenido previstas otras salidas.)
En muy poco tiempo, el asunto habría quedado definitivamente arreglado, «y tú, Gregor Laemmle, tras haber terminado con Schädelbohrer a plena satisfacción de esos estúpidos de Berlín, te habrías visto destinado a alguna misión imbécil y tal vez, incluso, obligado a exhibir ese grotesco uniforme negro, que te habría sentado como un babero de vichy a una vaca tirolesa».
Él siempre pensará que hizo bien las cosas en el asunto de Sanary. Lo piensa ya en este mes de septiembre, treinta horas después del ataque a la villa roja. Está en Bandol. Nunca había estado aquí, pero le gusta mucho, porque a ese lugar parecen no haber llegado los ecos de la guerra. La víspera, por la noche, ha degustado una bourride, pagada a precio de caviar, y puesto que oficialmente es suizo, ha tenido la delicadeza de expresarse siempre con un fuerte acento de Vaud. La experiencia le ha encantado. Le han tomado por un imbécil, y «ser tomado por un imbécil por unos idiotas es un raro placer». Por la mañana, despertado muy pronto y levantado por el chirriar de las cigarras, se ha ido a pasear su redondeado vientre a lo largo de la playa de Rènecros. Ha visto allí unas mujeres muy bonitas, que le han dejado completamente indiferente, y unos adolescentes bronceados que han despertado en él algunas antiguas emociones. Ahora camina, por el bulevar Louis-Lumière, vestido con otro de sus trajes cortados en Londres, calzado con admirables mocasines bicolores de la casa Celestini de Milán y tocado con un impresionante panamá blanco que lleva una cinta de un color amarillo huevo. Escucha pacientemente a Jurgen Hess, que le hace un informe de sus fracasos.
— Los hemos perdido-dice Jurgen Hess-. Yo tenía un hombre pisándoles los talones; les seguía en moto y ha desaparecido: seguramente le han matado. Han encontrado la moto delante de la estación de Tolón. También ha sido encontrada una de las camionetas, en un camino forestal, a unos kilómetros de la carretera departamental que une Le Camp con Signes. Si usted me autoriza a llamar a la policía francesa, para la cual tenemos los medios de hacerla actuar por mediación de Lafont, podríamos…
— No-dice Gregor Laemmle suavemente.
— Sería el medio de conocer el nombre de los propietarios de los dos vehículos.
— Estoy seguro-dice Gregor Laemmle-de que ellos ya han previsto que podríamos hacerlo. Eso no tiene ningún interés. Siga buscando.
Él, por su parte, también busca. Hace más de treinta horas que trata de meterse en la cabeza de una mujer. Cuya inteligencia debe ser-el caso es rarísimo-igual a la suya (superior, de todos modos, sería demasiado). Un duelo, en verdad, muy interesante. Incluso apasionante. Si yo fuese Maria Weber, habría previsto el cerco de la villa, y la captura del matrimonio de guardianes, y las confesiones de estos últimos. Por consiguiente, no les habría confiado nada esencial…, ni siquiera accesorio. Habría tomado todas mis precauciones para que, obligados a abandonar la villa roja, mi hijo y sus guardaespaldas pudiesen llegar rápidamente a un refugio seguro, evidentemente preparado desde hace largo tiempo. Fuera de Francia, no cabe la menor duda. Pero antes de hacerles salir de Francia, habría establecido una primera posición de repliegue, una parada. Algo confortable y muy tranquilo. Vamos a ver: ¿qué habría hecho yo, que soy tan inteligente?
— No han podido embarcar-está diciendo Jurgen Hess-. Un policía amigo de Lafont ha hecho controlar todo lo que flota, incluidos los barcos que van a Córcega. El control es aún más estricto desde ayer por la mañana. Usted me había autorizado: he ofrecido un millón por el Hombre de la Mano Cortada y doscientos mil francos por cada uno de los demás españoles.
— Excelente-dice Gregor Laemmle.
El cual reflexiona mucho: si yo fuese Maria Weber, habría elegido una posición de repliegue no demasiado lejana de Sanary. Porque, en los tiempos que corren, se viaja mal; los transportes colectivos están sobrecargados, los controles son numerosos, aunque sólo sea a causa del mercado negro. Por lo tanto, yo habría elegido algo… digamos a unos kilómetros-todo lo más-de la villa roja; un muchacho escoltado por cuatro españoles patibularios es algo que no puede pasar inadvertido. Sobre todo cuando son perseguidos. Primer punto. Y el segundo: no les habría instalado en el campo, en una casa aislada. Si yo pudiese creer que no se buscaba a mi hijo, eso podría ir bien, pero no ahora; una casa aislada es vulnerable; parece completamente desierta, pero siempre se encuentra un alegre labrador que ha advertido su llegada, sus desplazamientos y la marca de sus calzoncillos colgados a secar en el tendedero. Mientras que, en la ciudad, se puede cohabitar diez años con un vecino de piso sin que éste sepa algo más de uno que el nombre que ha puesto en su puerta. Yo habría instalado a mi hijo y a sus jenízaros en una ciudad a menos de cien kilómetros de Sanary. Esperando, naturalmente, sacarles de Francia, donde están de vacaciones esos innobles nazis.
— También he alertado-anuncia Jurgen Hess-a nuestras redes de Roma, Madrid y Ginebra, por si acaso los españoles intentasen pasar de inmediato la frontera.
Yo, en el lugar de Maria Weber, habría elegido entre Marsella, Aix, Avignon tal vez, y Tolón, Cannes y Niza. Lugares todos ellos a los que se puede llegar rápidamente, en menos de media jornada, después de salir de la villa roja, y en los que pueden refugiarse en seguida, con un solo salto furtivo, antes de que se organicen las búsquedas; y donde pueden fundirse inmediatamente con la multitud ciudadana.
— Esta mañana, en Sanary-dice Jurgen Hess-, al cartero le ha sorprendido el silencio. Ha entrado, ha descubierto los cadáveres y ha avisado a la gendarmería. Las sospechas de ésta han recaído sobre Giménez. He creído razonable hacer saber a los gendarmes que eran cuatro españoles, y no uno solo, los que vivían en los alrededores.
— Admirable-dice Gregor Laemmle-. ¡Una sutileza diabólica!
Yo soy, pues, Maria Weber y, conociéndome como me conozco (¡aunque no me he visto nunca!), he instalado a mi hijo en el centro de una ciudad. Evidentemente, en un inmueble de varios pisos; desde luego, nada de una casa aislada. En un apartamento, pero muy vasto… Decididamente, no puedo enclaustrar a mi hijo querido en un piso de dos habitaciones, ¿y dónde metería a los cuatro españoles? Como soy una mujer que ama las cosas bellas y que tengo mucho dinero, la decoración será hermosa. Por otra parte, los vecinos ricos son menos curiosos y menos familiares que los normales. El apartamento está lleno de libros: mi hijo no podría vivir sin ellos, sobre todo sabiendo que debe permanecer días y días sin asomar la nariz al exterior. Y, atención, he aquí una idea interesante: ¡el apartamento debe estar ya ocupado cuando mi hijo llegue a él! Forzosamente: sin alguien que pueda balizar el terreno de aterrizaje, la irrupción de cuatro iberos armados y un muchachito llamaría la atención. Está ocupado por un presunto tío, o una tía, o por los dos, o por otros abuelos, ¿por qué no?, lo mismo que en Sanary.
— Un poco de silencio, Jurgen. Estoy pensando.
En cuanto a la ciudad misma, iría a donde estuve antes de la guerra, en el tiempo feliz en que jugaba a la mujer libre… ¿A Cannes? Cannes no está mal… A Marsella no, de todos modos: detesto Marsella, está llena de mujeres gordas con pelo en los sobacos. Así pues, Cannes… o Niza.
O Aix.
Seguramente fui a Aix cuando era una muchacha. Allí están mis anticuarios y mis librerías. Todo como el maravilloso y tan cultivado y tan inteligente Gregor Laemmle. Como él, tal vez he soñado con enseñar allí, filosofía por ejemplo, a unos provenzales escépticos a los que habría dejado clavados con mis réplicas virulentas; enseñar allí y vivir en alguna quinta de los alrededores del Tholonet, a la vista de la Sainte-Victoire de Cézanne.
Aix.
Después de todo, hay que comenzar en alguna parte.
En cuanto a los gendarmes activados por Jurgen Hess, me tienen completamente sin cuidado. No les creo en absoluto capaces de atrapar al Hombre de la Mano Cortada. Es mucho más inteligente que ellos.
¡El Hombre de la Mano Cortada, qué soberbio apodo! Es como si todos interpretásemos una película de Fritz Lang.
Thomas recorre, una tras otra, las habitaciones del apartamento. Es muy grande y está hecho muy curiosamente: su fantasía lo dispone en arco de círculo. Thomas va de habitación en habitación, abre sus puertas, mira y pasa. En tres habitaciones consecutivas hay libros. Pero encerrados detrás de las rejas o, lo que es peor, del cristal. Unos prisioneros.
Derecha, izquierda, derecha: a cada puerta abierta y cerrada de nuevo, Thomas vuelve a la espina dorsal del pasillo, cuyo entarimado cruje. «Detesto esta casa, detesto esta casa, detesto esta casa.» Llega a la vista del gran salón. La puerta está entornada. Recorta un estrecho rectángulo de luz. Olor a pipa. Thomas tuerce hacia un lado, de manera que roza la pared opuesta, a la vez para pasar holgadamente y para hacer crujir lo menos posible esas malditas maderas del suelo. Atraviesa el rayo de luz, pero la voz llega hasta él.
— ¿Thomas?
Thomas se inmoviliza.
— Me alegra ver que al fin te has decidido a salir de tu habitación, Thomas.
Thomas espera. La voz del hombre que le habla es suave, benévola, entristecida; pero son precisamente esa suavidad, esa benevolencia y esa solicitud las que irritan a Thomas. No quiere ser consolado. Por nadie.
— ¿No quieres entrar, Thomas? Parece ser que juegas muy bien al ajedrez.
«Va a desafiarme para que juegue con él-piensa Thomas al instante-, ¡sólo para atraerme hacia él!». Nuevo acceso de rabia. Se pone de nuevo en marcha, sin preocuparse ya del ruido que puede hacer, y dentro de la estancia que acaba de pasar, la voz del coronel, que es su nuevo abuelo, dice:
— Si me das un peón, creo que podría hacerte frente. O intentarlo, al menos.
«De todas formas, ¡no me ha propuesto darme una ventaja y no habla de vencerme!», se dice Thomas, asaltado por un instante de un leve remordimiento. Pero continúa andando, y una decena de metros más allá, después de que el pasillo vuelva abiertamente hacia la izquierda, desemboca ante la gran puerta que había visto la noche anterior, pero que no abrió entonces; ya había producido un ruido del diablo sólo con manosear el pestillo en la oscuridad. Esta vez, una escalera recta aparece al otro lado del batiente. Sube por ella. La puerta de arriba está provista de dos cerrojos que sólo hay que descorrer. Un instante después, Thomas está en el centro de un abrazo de estrellas, en plena noche y en pleno cielo. Tras los cuatro días de enclaustramiento que se ha impuesto, revive y respira con avidez. Tres pasos le conducen sobre un canalón de piedras sobre dos tejados. Le envuelve un aire tibio, cargado del olor de las tejas romanas recalentadas por el sol del día transcurrido. Sus ojos se acomodan en seguida a la luz de acero negro: aunque no distingue la ciudad que está bajo él, descubre en cambio la arquitectura tectónica de las azoteas imbricadas muy estrechamente entre ellas, lo cual le hace preguntarse si realmente existen unas calles debajo. Divisa la silueta humana del centinela próximo a él, pero adosado a una chimenea hasta formar cuerpo con ella. Y ve, sobre todo, el gran campanario hexagonal de la catedral Saint-Sauveur, más allá de la torre de la campana, coronada ella misma por su araña de hierro.
Está en Aix-en-Provence.
Gregor Laemmle está a menos de veinte metros de su presa, aunque él no lo sabe todavía. No lo sabe y, sin embargo, tiene como un presentimiento. Ha rehecho veinte veces su razonamiento de Bandol, y dieciocho veces de cada veinte no le ha encontrado un fallo. (Completamente idiota, ciertamente, pero irrefutable, desde el punto de vista de la lógica y de lo que él sabe de Maria Weber.)
Y además, ¿acaso tiene dónde elegir? O seguir su instinto de cazador o bien fiarse de un Jurgen Hess, de los mercenarios de Henry Lafont o, lo que es más ridículo todavía, de la gendarmería francesa.
Durante las setenta y dos últimas horas, ha recorrido todas las librerías de la ciudad. Componiendo en su rostro una expresión de incomodidad y de temor, ha contado que, como está sin recursos desde que ha huido de París, trata de sacar dinero con el único bien que le queda: una colección de libros antiguos; ha dado a entender que es judío, considerando que esto puede ayudarle. A lo largo de estos paseos, ha podido establecer una lista de personas que poseen bibliotecas importantes. Ocho o diez nombres de bibliófilos. Ya ha descartado a la mitad, por razones diversas y especialmente por el hecho de que algunos sospechosos están rodeados de niños: «Si yo fuera Maria Weber, no colocaría a mi retoño, tan inteligente y tan solitario, en medio de otros críos que, además, podrían hablar».
Quedan cuatro nombres en la noche de su tercer día en Aix. Y entre esas cuatro direcciones, dos de ellas corresponden a quintas situadas en el campo, lo que no encaja en su teoría.
Ese tercer día concede audiencia a Jurgen Hess. Ha procurado que la entrevista sea discreta. No quiere ser visto en compañía de su adjunto que, aunque sabe perfectamente el francés y lo habla de maravilla, sin ningún acento, no deja de tener por ello, y furiosamente, una cabeza de teutón. Hess es, por otra parte, bastante guapo, a la manera nórdica, y dicho sea de paso, comienza a hacerse preguntas con respecto a mí; todavía no es el momento de jugar a los amotinados de la Bounty, pero esto podría llegar. Muy divertido.
En una habitación de hotel, Hess comienza a relatar interminablemente lo que ocurre aparte del juego: la guerra, las guerras en curso, lo que sucede en el Este o en el Oriente o en países tan ridículos como la Cirenaica, lo que va a pasar al otro lado del canal de la Mancha en cuanto desembarquen en casa de los ingleses. («¡Ojalá no pulvericen a mi sastre!», piensa Gregor Laemmle, a quien, aparte de esto, le traen totalmente sin cuidado todos esos cataclismos.) Gregor Laemmle no lee nunca ningún periódico-aparte de las secciones de libros y de arte-, ni escucha ningún boletín informativo.
De todos modos, llega un momento en que Hess pone término a sus comunicados. Llega a la investigación pendiente y exhala en el acto su odio: se ha encontrado a aquel hombre que seguía en moto a los españoles; le han degollado y su cuerpo ha sido enterrado a pedradas en un hueco de la roca; «esos hombres son unos salvajes». Hess dice también que ha reforzado sus contactos con el hampa de Marsella y de la Costa por mediación de Spirito: la caza a los refugiados españoles está en su apogeo y acabarán cogiéndoles…
— Muy bien-responde Gregor Laemmle, por una vez en un tono desprovisto de sarcasmo. Todavía no le ha dicho nada a Hess de sus propias investigaciones, de sus confusos cálculos, «porque me creería loco».
Pero tiene otra razón para callarse. Esto se le ha ocurrido cuando caminaba bajo la bóveda de plátanos del paseo de Mirabeau, yendo a aquella cita, en un pequeño hotel próximo a la estación. Le vino de golpe, en uno de esos vaivenes del corazón y de la cabeza a los que está sujeto a veces, y que le precipitan en un asco general de la vida y sobre todo de sí mismo. Nunca ha tenido la menor duda sobre la fabulosa estupidez de Schädelbohrer, las sumas en juego siempre le han parecido extravagantes, desmesuradas, y le parece de una claridad cegadora que Thomas el Viejo, en el momento de morir, lanzó esa cifra de setecientos veinticuatro millones de marcos con el único fin de burlarse de sus verdugos y de envenenarles la existencia: en cierto modo, un arranque de su honor de banquero. Hace falta ser estúpido como un nazi para no verlo. Pero Schädelbohrer ha tenido al menos el mérito de hacerle pasar agradablemente estos tres últimos años; sobre todo desde que, tan extrañamente, se ha apasionado por ese juego, por ese duelo de inteligencia con una mujer.
Pero ahora, precisamente, todo el asunto le parece de pronto insoportable, e incluso le repugna. Responde cualquier cosa a Jurgen Hess. Por eso da su beneplácito a una estrategia que sin duda habría rechazado en tiempo normal: su acuerdo para una búsqueda sistemática del Hispano-Suiza, por todos los medios, en una acción casi concertada de la policía francesa, de la Gestapo también francesa de Lafont y de Bonny, y del hampa marsellesa. Su premio: dos millones, y prima doble si el descubrimiento del coche acarrea el del muchacho, y multiplicada por diez si conduce a los cazadores hasta la Mujer.
Deja a Jurgen Hess. Sube de nuevo hacia el paseo Mirabeau, atravesando el damero del barrio de Mazarino, cercado por las fachadas de palacetes particulares. Cena, horriblemente mal, en un restaurante de la calle de Lacépède, donde es evidente que han desconfiado de él, rechazando su dinero y tomándole sin duda por un controlador del mercado negro.
Su oscuro asco se ha acentuado. Ya ha tenido antes esta crisis, y probablemente tendrá otras en lo sucesivo. Pero en este caso concreto…
Por su intensidad y su persistencia aviva su antigua obsesión por el suicidio.
Sin embargo, es mucho menos tranquilizadora que de costumbre. «Es preciso que esté exaltado…»
Tras haber cenado, Gregor Laemmle va a tomar un sucedáneo de café en la terraza del Deux Garçons. Ésta está vacía; hay que tener en cuenta que la reapertura del curso universitario no ha tenido lugar todavía. Si es que es posible que, en este mundo loco, haya una reapertura de curso. Gregor Laemmle se va del Deux Garçons. Después de haber oído y comprendido muy bien las observaciones hechas sobre él por un camarero. El cual no se ha dejado engañar por su camuflaje helvético, y le ha considerado alemán. Por primera vez en su vida, Gregor Laemmle ha experimentado una breve pero violenta llamarada de odio. Que le traten de puerco boche
Está casi a punto de llorar.
Ha preferido volver a su hotel, próximo al establecimiento termal, por el laberinto de callejuelas de la ciudad vieja. Deben de ser las diez. En el ángulo de dos calles, entra maquinalmente por la izquierda. En principio, sin saber por qué (todavía está odiando al camarero). Cincuenta pasos más allá, descubre la razón de su cambio de rumbo: tiene a la vista una plaza encantadora, semirrectangular, levantada alrededor de una fuente. Y el recuerdo vuelve a su memoria. Aquí vive uno de los dos coleccionistas de libros cuyos nombres ha seleccionado. Un tal Apprinx, coronel retirado de más de ochenta años de edad; «mañana comprobaré si, en los últimos días, por un azar milagroso, no habrá heredado algún bisnieto».
Se interesa por mañana, lo cual significa que va a sobrevivir a esta noche y a aplazar su propio exterminio. Ahora se da cuenta de que el estúpido camarero ha conseguido ponerle rabioso.
Contempla la plaza bajo la luna, y la fachada del edificio. Va a levantar la vista cuando el presentimiento le asalta. Está temblando. No mira hacia el tejado. «Si Ella se ha ocultado aquí, los guardaespaldas españoles no deben estar muy lejos, acechando. Indudablemente, debe de haber uno en el tejado, o detrás de esas persianas cerradas, y otro en el otro lado de la calle, detrás de mí, en el edificio de enfrente, de forma que pueda vigilar las idas y venidas. En tal caso, que sería extraordinario, pero perfectamente verosímil, me están mirando en este mismo instante. ¡Sería paradójico que me matasen precisamente cuando acabo de rechazar la idea del suicidio!».
Si se descuida, sentiría hundirse bajo su omóplato izquierdo la hoja de un cuchillo.
Se da la vuelta y reanuda su marcha.
La crisis ha terminado y ha acordado consigo mismo una tregua de armas.
El acoso se inicia de nuevo.
Thomas está tendido boca abajo sobre las tejas calientes. A quince metros por debajo de él y en la calle, sigue con la mirada las evoluciones de un hombrecillo regordete, pero presumido, vestido con un traje claro, cubierto con un sombrero blanco y amarillo, y calzado con unos zapatos que hacen juego con la ropa. El hombre ha venido por la derecha, se ha detenido dos o tres segundos, ha mirado la fuente y quizá también la fachada; ahora se aleja, hacia la izquierda.
Pronto desaparecerá por las oscuras callejuelas. El ruido de sus pasos comienza a disiparse.
Thomas dice en voz baja:
— ¿Miquel?
— ¿Sí, Thomas?
— ¿Habéis matado Javier y tú al hombre de la moto?
— No se preguntan esas cosas.
— No he oído tu fusil. No hace mucho ruido, pero de todos modos… Creo que ha sido Javier quien le ha matado. Con su cuchillo. Tanto mejor. Espero que Javier le haya hecho mucho daño.
No hay respuesta.
— No debo hablar, ¿verdad?
— No debes hablar, Thomas.
El hombrecito de la calle ha desaparecido (se ha ido por la derecha, hacia el ayuntamiento). «Me pregunto-piensa distraídamente Thomas-si no ha tenido intención de mirar hacia mí y luego, en el último momento, ha cambiado de opinión. De cualquier modo, es extraño el gesto que ha tenido.» Archiva el hecho en su memoria, por si acaso. El instinto de rata. Ahora, la calle está desierta. Thomas se desplaza algunos centímetros, colocando sus delgados y estrechos hombros entre dos alineaciones de tejas. Por encima de él, el cielo nocturno, muy hermoso. A él siempre le ha gustado subir a los tejados y contemplar el cielo por la noche. Una vez-hace ya mucho tiempo, cuatro o cinco años por lo menos-intentó imaginar el infinito. No hubo nada que hacer. Para llorar de rabia.
— Tengo ganas de hablar, Miquel.
(A decir verdad, sólo ve a Miquel como una sombra indistinta.) Piensa que Miquel está de pie, con la espalda contra la piedra, el fusil en el pliegue del codo, con el cañón vertical y las manos flojas, como todos los tiradores muy rápidos y muy precisos; nadie en el mundo dispara tan veloz y tan exacto como Miquel.
— Soy un hombre-dice Miquel-, soy un hombre que sabe escuchar muy bien.
— ¿Volverá pronto Javier?
— No sé.
— ¿Sabes tú adonde ha ido?
— No.
— ¿Me dirías adonde ha ido si lo supieses?
— No-responde Miquel, tal vez con tristeza en la voz.
Thomas asiente. Se mueve de nuevo y esta vez consigue encajar sus hombros y su cadera entre las tejas. Sus ojos están abiertos como platos. Susurra de nuevo:
— Tomeo dice que me equivoco al encerrarme aquí en mi habitación, desde que hemos llegado, al no querer hablar con mi nuevo abuelo.
— Opino lo mismo que Tomeo-dice la voz de Miquel el Invisible.
— Tomeo dice que mi nuevo abuelo el coronel es un hombre muy amable.
— Yo lo creo también-dice Miquel-. Yo lo creo también.
Thomas asiente otra vez. En realidad, desde hace unos segundos está llorando. Muy suavemente, sin el menor ruido, unas gruesas lágrimas manan de sus ojos. Ha contenido sus lágrimas durante días y días, pero ahora, realmente, ya no puede más:
— Papé Allègre era amable, Mamé Allègre era muy amable. Y están muertos. ¿De qué sirve querer a las personas cuando sabes que van a morir precisamente porque son amables? ¿Cuando sabes que van a morir por tu causa?
Largo silencio.
— Realmente no sé lo que debo responderte, Thomas.
— Sin embargo, eres un adulto.
— Sólo tengo veintidós años. No soy muy viejo.
— Eres por lo menos dos veces más viejo que yo. Y has matado a gente.
— No soy muy viejo, veintidós años. Y no está bien matar a las personas como si fueran jabalíes; eso te pone muy enfermo. Y no soy muy inteligente; tú eres mucho más inteligente que yo, mucho más.
«Ya está-piensa Thomas con una inmensa amargura-. Ya me hablan de nuevo de mi inteligencia… ¡Ah, sí, es realmente útil ser inteligente! Quizá se comprenden con más rapidez las cosas; sólo que, cuanto mejor y más rápido se comprenden, más complicadas parecen y más desgraciado es uno. ¡Ah, sí, es realmente útil!».
Llora con cálidas lágrimas, llora como una catarata con todas las presas rotas. Ya ni siquiera tiene el recurso, o apenas lo tiene, de verse llorar, de verse desde fuera, de ver al muchachito acostado sobre las tejas de una techumbre de Aix, de un tejado entre otros mil tejados incrustados los unos en los otros y muy estrechamente ajustados, como las piezas de una armadura. Si consigue proyectarse fuera de sí mismo en las estrellas, sólo es a ráfagas, demasiado breves para servir de algo; ni siquiera esta fórmula funciona.
Llora durante dos, tres minutos, y finalmente deja de hacerlo.
Todo vuelve de nuevo a pasar por el tamiz, todo está descortezado. Advierte que Miquel no se ha movido, y le está agradecido por haber permanecido en la sombra esperándole, por haber comprendido que no quería ser consolado.
Ni siquiera por Ella, si Ella estuviera aquí. Por Ella menos que por nadie; sería la peor de las cosas que Ella le viese llorar y pudiese creer por un solo instante que no podía contar con él.
Ahora todo está claro en su cabeza, ha recobrado lo esencial de su terrible y anormal lucidez. Entonces dice, expresamente en alemán, en un tono de conversación muy trivial y contemplando el gran cielo negro:
— Sólo soy un muchacho de once años y que algunos días está muy triste, que está separado de su madre, a la que ama más que a nada en el mundo, y que incluso se ve obligado a decir que no quiere verla, cuando ya hace dos años y algunos días que espera que regrese minuto a minuto. Porque, como al parecer soy muy inteligente, he tenido que ser yo el que decidiese no verla. Y lo he hecho, y he dicho lo que se esperaba que dijese. A pesar de que tengo la pesadumbre de un niño que no tiene a su mamá. A pesar de que estoy muy triste y de que soy muy desgraciado. A causa también de Papé y Mamé Allègre, que sin duda están muertos, porque, si no, no me habrían ocultado el periódico como lo han hecho. También soy desgraciado a causa de mi amigo el de los dedos cortados, y no digo su nombre para que tú no lo reconozcas, tú que escuchas, apoyado en esa maldita chimenea; estoy triste a causa de él, que se ha ido a ver a mi madre y que no regresa, y que tal vez lo han matado ya, también a él. Como probablemente os matarán a todos, a ti, que me escuchas, y a tus amigos, que me protegen. Como matarán también a mi nuevo abuelo. Eso hace que piense cada vez más en irme, en marcharme solo; me parece la única solución, no hay otra, y además me ahogo; soy demasiado desgraciado, tal vez yéndome lo sería un poco menos y dejarían de matar a los que me quieren.
Silencio.
Los ojos grises de Thomas, abiertos de par en par, descienden y miran fijamente la sombra de la chimenea.
— Yo no sé alemán-dice la voz de Miquel-. No te he entendido. Ni una palabra, ni una sola palabra.
— Ya lo sé-dice Thomas.
Cuando desciende del tejado, Thomas camina por el largo pasillo que sirve de columna vertebral al piso. En un extremo del mismo aparece Tomeo, surgido de la antecocina, en la cual permanece desde su llegada a Aix. Ve avanzar a Thomas y su cara redonda expresa una inquietud apesadumbrada; pronto hará cinco días que trata de sacarle de su postración. Sus brazos cortos y gruesos se balancean, pero debajo de su camisa se ve el bulto que hace la pistola metida en su cinturón.
— Todo va bien ahora-le dice Thomas en español.
Sonríe a Tomeo. A la derecha de Thomas está la puerta entreabierta del gran salón, que recorta el mismo rectángulo de luz. Llama en el batiente y luego, al oír la invitación de entrar, entra. Su nuevo abuelo tiene unos bigotes blancos, unos ojos muy azules y el rostro liso y rosado; es casi el duplicado del Hombre del Quepis Azul cuyo maldito retrato está por todas partes, como hacen los indios con sus tótems, según Louis Boussenard. A pesar del calor de la noche, el viejo ha colocado sobre sus rodillas una manta de cuadros rojos y azules. Está leyendo y, a cinco o seis metros de distancia, Thomas ve que el libro se titula Rosas y manzanas, de alguien llamado J. Psichari.
— He venido-dice Thomas, que se mantiene muy erguido y que usa esa voz clara y tranquila que imita de Ella-, he venido a presentarle mis excusas. No habría debido negarme a salir de mi habitación. Espero que usted tenga a bien perdonar mi actitud.
Se consideran el uno al otro, sin decir una palabra más, y después las miradas de ambos resbalan hacia el tablero de ajedrez colocado en una mesa baja que está a la izquierda del coronel.
— Le dejo las blancas-dice Thomas-. ¿Cómo debo llamarle?
El coronel finge reflexionar, inclina la cabeza.
— ¿Abuelo?
— Preferiría señor-dice Thomas-. Si eso no le contraría.
— ¿Por qué no?-dice el coronel-. Yo mismo llamaba «señor» a mi padre y a mi abuelo. ¿Hace mucho tiempo que juegas al ajedrez?
— Desde que era muy pequeño-dice Thomas, adelantando también el peón de rey.
En los primeros minutos se concentra de verdad en la partida. No sabe si el coronel es muy fuerte o no lo es.
Pero no es muy fuerte, solamente fuerte. A no ser que lo finja, lo que siempre es posible. ¿Acaso quiere dejarme ganar porque cree que así puede consolarme? ¡Eso me irrita enormemente!
Ese pensamiento le ocupa durante tres o cuatro minutos, mientras sigue jugando. Hasta que adquiere la convicción de que no; decididamente, el coronel no es realmente fuerte.
Da mate al coronel en veintitrés jugadas.
— ¿Contra quién juegas habitualmente?
— Solo-responde Thomas-. Habitualmente juego solo.
Durante la segunda partida, su atención se aleja cada vez más de las piezas de marfil. Ha echado una ojeada a la serie de dobles ventanas, que seguramente dan a la plaza de la fuente y cuyas cortinas están echadas. En principio, Joan Llull ha debido apostarse al otro lado de la calle, en el segundo piso del edificio de enfrente, y vigila la fachada. Tomeo está en la antecocina y Miquel está en el tejado (según Tomeo, Miquel duerme en una habitación de la casa vecina, pero desde su ventana puede pasar a los tejados cuando quiere). Todo está en orden.
Inmediatamente después, la atención de Thomas se dirige al coronel mismo. Es cierto que es amable; «demasiado viejo y torpe e incluso un poco tímido conmigo, pero amable; tengo tiempo de quererle un poco, no será muy difícil; puedo quererle durante cuatro o cinco días, y eso no será demasiado peligroso para él, puesto que voy a irme…».
Porque su decisión ya está tomada: esperará cuatro o cinco días todavía, pero está decidido. Si Javier no ha regresado aún en esos cuatro o cinco días, él se irá. Es un miércoles por la tarde. Se irá en la noche del domingo al lunes.
Ni siquiera Miquel, con sus penetrantes ojos, le verá marcharse.
Él sabe lo que debe hacer para escapar sin ser visto por nadie.
Lo mismo que sabe adonde ir, y con qué objeto.
Gana la segunda partida con más facilidad aún que la primera. Mate en dieciocho jugadas. A pesar de que no ha estado demasiado atento, ocupado como está en reflexionar de verdad.
En el transcurso de los tres días siguientes, Gregor Laemmle se asegura de que su presentimiento está bien fundado. Toma las más minuciosas precauciones para verificar una por una sus hipótesis; se reprocha a sí mismo el haber pasado estúpidamente por delante de la fachada del inmueble donde vive el coronel Apprinx. Ni siquiera de noche. O sobre todo de noche. Era la última imprudencia: habría podido ser observado, y quizá tal vez lo ha sido.
Dicho esto, está maravillado, estupefacto, regocijado por los descubrimientos que ha hecho (como filósofo, los presentimientos y otras intuiciones le inquietan enormemente; esas certidumbres irrazonadas deberían ser proscritas). Hasta el menor de sus cálculos, a pesar de parecer extravagante, se ha revelado exacto. ¿No había imaginado que un vigía debía estar apostado normalmente en alguno de los pisos de enfrente? Pues bien, ése es el caso: he aquí que hace cinco días, unas treinta y seis horas después del cerco de la villa roja, un tal Jean Llop, nacido en Colliure, representante de comercio, se ha instalado en un alojamiento de tres habitaciones del segundo piso; sus ventanas ofrecen una vista perfecta sobre la puerta de entrada del coronel retirado Apprinx. Y ese presunto Llop es originario de la Cataluña francesa, lo mismo que el llamado Xavier Giménez. Aún hay más: el mismo día que Llop, un tal Michel Boyer, procedente de Toulouse, ha alquilado una habitación de criada que, en principio, no tiene ninguna relación con el piso de Apprinx…; pero estudiando el terreno con los prismáticos, desde la plataforma de la Torre del Reloj (como Gregor Laemmle ha hecho), se comprueba en seguida que la ventana de esa habitación permite fácilmente llegar a los tejados próximos.
Y aún hay más: el coronel Apprinx, que hasta ahora vivía solo con una gobernanta-cocinera casi de la misma edad que él, ha cambiado radicalmente, en veinticuatro horas, su modo de vida: ha recogido a uno de sus bisnietos, procedente de Dijon, y, para ayudar a la vieja, ha contratado a un muchacho de unos veinte años. Éste sería un sobrino lejano de la criada, se llamaría Thomas Vidal y habla el francés con un fuerte acento catalán.
Hasta el sábado, Gregor Laemmle no convoca a Hess; entonces le anticipa su descubrimiento. Con la satisfacción que esperaba: mientras los policías, los gendarmes, los hampones y los SS de paisano corren en todos los sentidos, él, Gregor Laemmle, sentado sobre su trasero rosa y utilizando únicamente su cabeza, ha resuelto solo el problema.
Una satisfacción de amor propio, ciertamente, pero también con pena, y casi con remordimiento: Gregor Laemmle ve claramente que está llegando al final del juego. Una vez capturado el Niño, obligar a la Mujer a rendirse sólo sería una rutina. Ineluctablemente, habrá puesto el punto final a Schädelbohrer.
«Ella tendrá que venir a mí. Si es necesario, para convencerla, un Soëft se dará el gusto de cortar en rodajas a su querido hijo. Ella vendrá y yo se la entregaré a Gortz, a Heydrich, a Himmler o a cualquiera que me lo pida por vía jerárquica, poco importa. Lo que cuenta es que la veré y que, necesariamente, me sentiré decepcionado: ¿cómo iba a estar Ella a la altura de los sueños que yo he concebido?».
Jurgen Hess es partidario de un ataque inmediato. Se compromete, en algunas horas y gracias a sus contactos con los grandes hampones de Marsella, a constituir un grupo de asalto mucho más eficaz que el que ha operado en Sanary. Reclutará a veinte o treinta hombres, cuarenta si es necesario. Repartidos en tres grupos: uno que abatirá al español en el edificio de enfrente, otro para ejecutar al centinela del tejado y un tercero (conducido por el mismo Jurgen Hess) para cercar el piso y para apoderarse del chiquillo. Hess asegura que podrá estar preparado desde esa misma tarde, en la noche del sábado al domingo. Estima que sería arriesgado esperar demasiado; el cuarto español falta a la cita, no ha sido localizado y probablemente es el jefe de los guardaespaldas, el Hombre de la Mano Cortada, cuyo regreso significaría sin duda un nuevo desplazamiento del Niño, esta vez con vistas a salir de Francia.
Gregor Laemmle piensa lo mismo. Ésa es, en realidad, la razón (atacar aprovechando la ausencia del llamado Giménez) de que se haya decidido a hablar con Hess, superando sus propias reticencias. Pero de eso a precipitarse…
Decididamente, no; una ofensiva demasiado apresurada no le conviene. Veinticuatro horas más o menos no cambiarán gran cosa: será en la noche del domingo al lunes.
Se levanta el mistral el sábado por la mañana, cortante y casi frío; abrillanta el cielo por encima de los plátanos, le restituye su verdadero color, de un sorprendente azul de Prusia. Después de haber concluido con Hess su conferencia de estado mayor, Gregor Laemmle se esfuerza en dar un paseo; él, que detesta todo ejercicio físico. Pero es una manera de reprimir su deseo feroz de sacar provecho del asunto del piso del coronel. Lugar en donde, por otra parte, ha prohibido a Hess que efectúe reconocimientos, porque «esos diablos de españoles tienen la vista aguda y les localizarían al segundo, sobre todo a usted, que tiene un excesivo aspecto ario». Todo lo más, ha autorizado una vigilancia desde lejos, y solamente por los hombres de Spirito.
Sale de Aix por la carretera del Tholonet y, por el solo hecho de que acaba de hacer a pie tres kilómetros de un tirón (distancia considerable para él), puede medir de repente lo poco en paz que está consigo mismo. Evidentemente, no es la carnicería futura lo que le turba: no ha vacilado en ordenar que no quede ningún superviviente…, excepto el Niño, por supuesto; está de acuerdo en que se ejecute no solamente a los tres españoles, sino también al coronel retirado y a su gobernanta. Nada de testigos. De este modo, en el caso extraordinario de que el muchacho no fuese capturado, los que tuvieran la tentación de albergarle sabrían lo que les espera.
Además, hay otra pregunta que, para Gregor Laemmle, es bastante más perentoria: la matanza haría que Ella reflexionase, si los dos muertos de Sanary no le han convencido ya. Ella estará psicológicamente debilitada.
La indiferencia habitual de Gregor Laemmle ante la muerte de los demás hace el resto. Hasta tal punto que él mismo ha pensado por un instante aprovechar la matanza para hacer asesinar al camarero del Deux Garçons que tanto le ha irritado. Habría bastado con contarle cualquier cosa a Jurgen Hess, por ejemplo que el hombre es un agente secreto de los españoles. Qué sensación tan embriagadora la de detentar el poder de vida o de muerte, por muy filósofo que se sea. Sonríe a una mujer que pasa, mucho mayor que él, con rostro cansado, no demasiado limpia y que no le devuelve su sonrisa. Gregor Laemmle piensa: «También a ésta podría hacerla matar, si me dejase llevar por la fantasía; incluso sería hacerle un favor».
El mistral le destoca, y ya se habría llevado su panamá si no hubiese tenido la precaución de sujetarlo con la mano. Continúa caminando, continúa pensando en Ella. Pronto la tendrá frente a él. Pronto sentirá esa decepción que Ella va a darle y que, por lo tanto, destruirá su sueño.
«Decididamente soy un hombre bastante complicado. Pero sólo los imbéciles son sencillos. ¡Y aun así, no puede uno fiarse!».
Thomas es ahora Rouletabille en El castillo negro, tratando de escapar de las garras de Kara Selim. Ha tardado cuarenta minutos en salir de su habitación, en seguir el interminable pasillo sin hacer crujir una sola tabla del parquet, en accionar el pestillo de la puerta, subir los primeros peldaños de la escalera que conduce al tejado, detenerse a media altura y volver a la derecha, entrar en el desván, bajo de techo, y trepar con extremadas precauciones hasta llegar al final, al tragaluz. Éste es tan estrecho que ningún adulto, ni hombre ni mujer, podría deslizarse por él. Thomas, sí. Pero muy justamente: sus caderas pasan al milímetro e incluso lo rozan.
E inmediatamente después, el vacío. Tanto más angosto cuanto que es negro, sin fondo; da la sensación de una tumba muy estrecha, llena de telarañas probablemente viscosas y de una gran cantidad de animales que se arrastran. «¡Qué miedo tengo!», piensa Thomas con toda la sinceridad del mundo. Ahora tiene todo su cuerpo en el exterior, excepto las piernas hasta las rodillas. Se encuentra en el espacio de sesenta centímetros de anchura que separa dos edificios de por lo menos diez metros de altura. Se mantiene en el aire, porque ha apoyado sus hombros en el muro de enfrente y empuja con toda la fuerza de sus riñones, como si quisiera separar los dos edificios el uno del otro.
«Realmente tengo miedo.»
Saca un pie, lo aplica en seguida sobre la pared que le da frente, y eso funciona: no se cae. Retira su segunda pierna y la coloca al lado de la primera. No hay duda: se sostiene.
E incluso progresa, haciendo resbalar centímetro tras centímetro la suela de sus alpargatas. En principio, está verdaderamente encantado de la facilidad de la cosa; ¡qué extraño es ser como una mosca! Aquello viene en seguida, cuando se acerca a una pared que se ha propuesto franquear y detrás de la cual hay un canalón por el que deberá bajar para llegar a otro tejado, después a otro y aún a uno más y a otro tragaluz que le permitirá…
Aquello ocurre y todo sucede al mismo tiempo: en primer lugar, un jadeo terrible que ya no consigue controlar y que Miquel seguramente oirá; después, los primeros temblores de sus piernas, de sus muslos sobre todo, que se tetanizan, y luego el paso furtivo y ligero de Miquel en alarma, seguido de otros pasos, de un rumor de carrera muy silenciosa y de un ruido de lucha.
Y el primer disparo.
Seguido de otros disparos.
Gregor Laemmle está sentado en el asiento de atrás de un 15 CV Citroën. Soëft está al volante. También ha tomado asiento en él otro SS llamado Greifer. Ya sólo esperan a Jurgen Hess y al Niño para tomar al instante la carretera del norte, hacia la línea de demarcación que cruzarán con el fin de encontrar refugio en la zona ocupada, en la primera Kommandantur que aparezca.
Hasta el último momento, Gregor Laemmle le ha dado vueltas al cerebro para encontrar una buena razón, una sola, para aplazar el asalto hasta las calendas griegas. No ha encontrado ninguna. Por lo que sabe, el Hombre de la Mano Cortada no se ha unido todavía a sus compatriotas españoles; no hay duda que ha ido a dar su informe, tal vez la ha visto a Ella; habrá escuchado sus órdenes y, a su regreso, actuará, pondrá al Niño en sitio seguro, le hará salir del juego. Tergiversar no tendría ningún sentido. Lástima.
Un disparo, y luego otros tres.
— Exactamente a las dos de la mañana-dice Soëft.
El 15 CV de tracción delantera está aparcado bajo un porche, en una de las calles paralelas al paseo de Mirabeau. El coche está, a vuelo de pájaro, a ciento cincuenta metros del campo de batalla. Gregor Laemmle ha visto a las tropas ponerse en línea, ha asistido al cerco de este barrio tan tranquilo: una treintena de hombres como mínimo, todos furtivos pero seguros de sí mismos, fingiendo la mayor naturalidad, surgen, en grupos muy pequeños, para una Noche de los Cuchillos Largos al modo provenzal.
Otros disparos, más ahogados que los primeros, sin duda por la razón de que han sido hechos en el interior de las casas. Se oyen más disparos. Y de pronto se escuchan unos ruidos de carreras e incluso, con el sonido tan claro y tan tajante de un trozo de gruesa tela rasgada con un solo movimiento, el grito de un hombre precipitado en el vacío desde lo alto de un tejado. Aquí y allá, en las ventanas cercanas, se encienden unas luces. Gregor Laemmle echa pie a tierra.
— Ya no tardarán mucho-comenta Soëft.
Se refiere a Jurgen Hess y al Niño.
También quiere decir que no está muy lejos el momento de alejarse, que dentro de muy poco tiempo habrá que escapar, a toda velocidad, suceda lo que suceda. Gregor Laemmle no le responde. Da algunos pasos fuera del porche. Un extraño silencio se abate sobre el lugar de la batalla. Todo ha sucedido en un minuto, entre las primeras detonaciones y las últimas; es como el fin del mundo. Y, en teoría, esto ha debido de ser suficiente; ahora debería de haber cinco cadáveres: los de los tres españoles y los del coronel retirado y su gobernanta, más algunos cuerpos excedentarios si los españoles han tenido tiempo de responder antes de ser aplastados por el número.
Gregor Laemmle se aleja un poco del Citroën. Está ahora en la alineación de una calle, en cuyo final se divisa el paseo de Mirabeau. «Al parecer-se dice a sí mismo-, algo no ha funcionado tal como esperábamos…». Y una alegría bastante extraña se apodera de él, en realidad hecha de alivio. Ruido de pasos. No a su izquierda, por donde Jurgen Hess debería surgir, sino por el lado opuesto. Aparece un rubicundo policía francés, vestido de uniforme, sin aliento, que aminora su carrera cuando le ve.
— Parece que eran disparos.
— Sí, eso parece, en efecto-responde Gregor Laemmle sin comprometerse.
Sonríe al policía con benevolencia, mientras piensa: «Si aparece Jurgen Hess en este momento, serás muerto, amigo mío… Y quizá debería ordenar a Soëft que te matase, por la única razón de que me has visto». Pero el hombre ya ha reanudado su carrera y, mientras galopa con sus cortas piernas, intenta torpemente desenfundar la ridícula pistola que le sirve de arma. Por su parte, Gregor Laemmle también se pone de nuevo en marcha. Desciende hacia el paseo de Mirabeau. Sin razón precisa, incluso sin ninguna razón. Sólo con la sensación de que todo el asunto tiene mal cariz, por una causa que se le escapa. En realidad, está tomando sus distancias, tanto más cuanto que, al echar una ojeada detrás de él, ve que Soëft ha bajado también del coche y, de pie en la salida del porche, está acechando, sin conseguir ver nada, con cara sombría, la tan esperada llegada de su jefe Jurgen Hess con un niño en los brazos.
«Je, je, je», piensa Gregor Laemmle, sin saber muy bien por qué bromea, o prefiriendo no saberlo.
Se comienzan a oír, en la ciudad bruscamente sacada de su sueño, unos encadenados silbatos. Unos policías acuden. Ya hay cuatro en el paseo Mirabeau: pedalean valientemente en sus bicicletas. A causa de ellos, Gregor Laemmle da un sesgo a su marcha y se adentra en la primera callejuela que se presenta. Se sumerge de pronto en un mundo de silencio y de noche: el estrépito de la batalla no ha llegado hasta aquí; la única luz es dispensada por una ventana baja, apenas mayor que un tragaluz, que airea el horno de un panadero. A través de un cristal muy sucio, se puede ver al hombre y a su aprendiz retirar del horno sus barras de pan. Gregor Laemmle se detiene. El mistral del pleno día se ha adormecido, hay languideces entre dos borrascas que dan vueltas y, en esas calmas súbitas, la tranquilidad es total. Entonces se oye, o más bien se capta, el respirar, a diez o quince metros de distancia, el jadeo de alguien sin aliento que va corriendo. A Gregor Laemmle se le presenta de inmediato la imagen de un fugitivo, de un escapado de la batalla, que muy bien podría ser español. Tiene el tiempo justo de deslizarse en una rinconada, felizmente muy oscura y muy profunda. «La coincidencia sería un poco fuerte-se dice a sí mismo-. He abandonado el teatro de la lucha, me he alejado tranquilamente, como Baptiste, ¡y voy a toparme con un asesino que mis propios asesinos no han asesinado! Es absolutamente estúpido.»
Desde el rincón en que está agazapado, gracias al rayo de luz emitido por el horno, tiene la mejor vista posible sobre la callejuela que acaba de abandonar. No debe esperar mucho: una silueta se adentra en ella; durante unos segundos se queda inmóvil y vacila. Es alguien muy pequeño, muy frágil, lleva pantalones cortos y una boina; lanza en todas direcciones una turbadora mirada gris que no demuestra temor, sino todo lo contrario: más bien es fría, de una perspicacia asombrosa. La impresión que recibe Gregor Laemmle es extraordinariamente fuerte; no la olvidará nunca. Pero esa impresión no es debida al milagro que ha hecho que se crucen el camino del cazador y el de la presa en el momento en que la caza parecía definitivamente fracasada; tampoco es debida a su propio aislamiento, el aislamiento de alguien que acaba de alinear a treinta o cuarenta hombres de choque y que podría movilizar diez veces más; ni siquiera es debida al áspero regocijo del acoso concluido al fin.
Está fascinado, simplemente. Más adelante, divertido y seducido-ha releído cinco o seis veces el libro de Thomas Mann-, deslindará los rasgos comunes que tiene con el personaje central de La muerte en Venecia. Por el momento, todo es instintivo y casi nada ha sido meditado. La fragilidad de la silueta infantil, y también una cierta manera de mover la cabeza, de sacarla de los hombros, y esa lentitud en el giro del cuerpo y sobre todo la mirada, que sin duda es igual a la de Ella…
Cuando el niño echa a andar de nuevo, Gregor Laemmle le sigue, a prudente distancia. En ningún momento ha tenido la idea de avisar a Jurgen Hess y a sus perros corredores. Y si hubiese tenido esa idea, la habría descartado en seguida.
Ha ido de tejado en tejado, de un edificio a otro; ha pasado por varios tragaluces en los que nadie, salvo él, se habría deslizado. Y para no desgarrar su pantalón y su camisa, se los ha quitado resueltamente. En dos o tres ocasiones, unos hombres han corrido sobre las tejas a un metro de él. Una vez, incluso, ha pasado por una alcoba cuyos ocupantes no le han visto porque están entretenidos mirando por la ventana, preguntándose qué es ese estrépito. Ha efectuado tres intentonas para llegar a nivel de la calle, ayudándose con canalones, y las tres veces ha tenido que subir de nuevo: abajo había centinelas y automóviles. De todos modos, ha concluido por pisar el suelo. Se ha vestido otra vez y se ha visto obligado a caminar únicamente por unas oscuras callejuelas; sólo una de ellas está un poco iluminada, a causa de un panadero en plena tarea, y en ésta ha dudado, sintiéndose observado; pero no ha descubierto nada, ni siquiera bajo esa bóveda sombría, donde muy bien podría haberse escondido alguien; por lo demás, si hubiese sido un patrullero enemigo habría saltado sobre él.
Así que ha echado a andar de nuevo, y en Aix, que sólo conoce por las descripciones del coronel y de la gobernanta, ha tenido que zigzaguear no poco para llegar a su primer objetivo: el claustro de Saint-Sauveur. Ha entrado en él. Ha ido hasta el rincón opuesto a la puerta, el más oscuro, y ha esperado allí, acuclillado y procurando no ensuciarse, hasta que las primeras luces del alba iluminan los bárbaros relieves de la estatua de San Pedro, con unas manos y unos pies desproporcionados. Sale entonces del claustro, después de haber contado una vez más su dinero: tres monedas de veinte francos en el bolsillo derecho de su pantalón, otros mil francos en el lado izquierdo, más veinte mil francos en billetes de cien que lleva bajo su cinturón, pegados a la piel, en una bolsita de goma sujeta con un cordoncillo. Luego ha descendido hasta la estación con el fin de tomar el primer tren para Marsella.
De allí sale, con destino a Lyon, el tren de las diez y cincuenta y tres. Pasar los controles e incluso sacar el billete sólo le ha costado un poco de imaginación y de desparpajo, y, por supuesto, algún dinero. Ha elegido cuidadosamente a una mujer vieja entre la enorme multitud que bate como una resaca la estación de Saint-Charles; la ha señalado desde lejos como si fuese su abuela, que camina dificultosamente y está muy triste desde que ha sabido el doble fallecimiento de su hijo y su nuera, «es decir, mi papá y mi mamá, y si yo no me ocupo de ella, ¿quién se ocupará?».
Ayuda a la anciana señora a subir con él al vagón de primera clase, después de haberle hecho derramar algunas lágrimas contándole cómo acababa de perder a su pobre papá, a quien estaba destinado el segundo billete. La señora se dirige hacia Tarare y, cuando llegan a Lyon, mientras espera su enlace con otro tren, obsequia a Thomas con una suculenta merienda con auténticos panecillos blancos y chocolate, en una panadería que pertenece a su sobrino. «Pobre pequeño, no te irás sin nada; toma, pues, este chocolate y este pan, y también un poco de bizcocho, que ya no se encuentra mucho en los tiempos que corren; hay que saber arreglárselas. ¿Y dónde vives en Lyon? De acuerdo, vas a los lavabos y mi sobrino te llevará luego a casa de tu tío en su gasógeno…»
Thomas se evade por la ventana de los lavabos y vuelve a Perrache, donde repite su táctica marsellesa, pero esta vez con un cura y con destino a Grenoble.
Pero ahora la cosa no funciona, «no habría debido sacar dos billetes de primera esta vez». El cura le desmiente cobardemente y Thomas, por su parte, mira fijamente, tranquilamente, a los gendarmes con su mirada gris y replica:
— ¿Viajar solo? ¿Quién viaja solo? ¡Yo no viajo solo!
Los gendarmes miran alrededor de él y no ven concretamente a nadie (el cura, que tiene tanta caridad cristiana como los indios con que se enfrenta Pistol Peter, ha escapado para subir a su vagón de tercera clase). Los gendarmes le hacen esta observación.
— ¿Y mi tío?-dice entonces Thomas-. ¿Dónde dejan ustedes a mi tío? Está en el compartimiento del extremo de este vagón. Es pequeño y grueso, tiene los ojos amarillos y los cabellos rubios, lleva un traje color crema y unos zapatos blancos y negros. Tenía también un sombrero que hacía juego, pero en Aix lo tiró a una alcantarilla. Está loco. Pero es mi tío, no se puede elegir a la familia.
— Pues naturalmente que soy su tío-dice Gregor Laemmle a los gendarmes-. Me parece que esto se ve; el parecido salta a la vista. Los ojos no, por supuesto, ni la cara, ni los cabellos, ni la silueta general, pero no cabe duda de que tenemos un aire de familia. Mi sobrino Aloysius…
— Nunca me he llamado Aloysius-dice Thomas con sadismo.
— En realidad, mi sobrino se llama Otto, pero siempre ha detestado…
— Tampoco me llamo Otto-dice Thomas-. Todavía menos que Aloysius, si eso es posible.
— Es el hijo de mi hermana-explica Gregor Laemmle a los gendarmes-. Ha heredado de su madre el espíritu de contradicción. Mi hermana tiene tal espíritu de contradicción, que si se ahogase en el Ródano a la altura de Arles, remontaría la corriente hasta las fuentes del San Gotardo.
Gregor Laemmle sonríe a los gendarmes, a los que ha hablado con un asombroso acento suizo.
— ¿Puedo hacer algo más por ustedes?
— No-responden los gendarmes con alguna vacilación. Han escrutado largo tiempo los documentos de identidad que les ha presentado su interlocutor y que establecen su nacionalidad suiza y su pertenencia a la Cruz Roja Internacional. Los gendarmes acaban por dejar el compartimiento. Sin embargo, antes de alejarse por el pasillo, hay uno que se vuelve y pregunta:
— ¿Es cierto que ha tirado usted su sombrero en una alcantarilla de Aix-en-Provence?
Gregor Laemmle no se inmuta.
— Absolutamente cierto-dice-. Siempre procedo así cuando una cosa ha dejado de gustarme. Una vez, en Lausanne, fue mi pantalón. Nosotros los suizos tenemos más fantasía de la que se podría esperar.
Esta vez los gendarmes se van definitivamente; salen del vagón y del tren. Treinta segundos después, el tren de Grenoble arranca.
— ¿De modo que te he seguido desde Aix?
— No se atrevió usted a entrar en el claustro detrás de mí, eso es cierto. Pero permaneció ante la puerta todo el tiempo que yo estuve allí.
El tren rueda.
— ¿Me has visto?
— Le he visto antes de entrar y todavía estaba allí cuando salí.
Thomas elige y pesa cuidadosamente sus palabras. Ha determinado su estrategia: debe parecer inteligente, pero no demasiado, ni demasiado inocente tampoco.
A pesar de ello, este hombre de ojos amarillos le desconcierta enormemente. Le intriga incluso, y tal vez le atrae. Al obligarle a intervenir cuando los malditos gendarmes han venido a importunarles, Thomas no ha obrado en absoluto bajo el impulso del momento; ha sido un desplazamiento de pieza enormemente calculado. Estaba esperando una ocasión así para poner a prueba al que le sigue desde hace ahora diecisiete o dieciocho horas. Porque también esta vez piensa en el ajedrez: adelantas una pieza (normalmente, para este examen probatorio, Thomas utiliza con preferencia un caballo, que progresa dando saltos por el tablero, de una manera casi errática), adelantas, pues, una pieza sin razón, justo para saber si tu adversario se sorprenderá o no, si descubrirá que sólo se trata de una añagaza; en resumen: para saber cómo va a reaccionar…
Pues bien, frente a los gendarmes, el adversario ha reaccionado pronto y bien, no cabe la menor duda. De una manera errática también: «Es realmente fuerte…».
— Me siguió usted también-dice Thomas-cuando me dirigía a la estación de Aix. Fue en ese momento cuando usted tiró su sombrero.
— ¿Y por qué hice eso?
— Porque un sombrero como aquél se veía a quinientos kilómetros.
— Era un bonito panamá. Me he separado de él con gran disgusto.
— Y para nada, porque yo ya le había visto.
— Tal vez no era de ti de quien yo me escondía-comenta tranquilamente el Hombre de los Ojos Amarillos.
Thomas reflexiona. Acaba asintiendo.
— Es verdad-dice-. Pero también se escondía de mí.
— Tal vez no me escondía en absoluto de ti, sino de los otros, de los que nos seguían a los dos. Tal vez era simplemente que no quería que esos otros nos viesen a ti y a mí juntos.
Nueva reflexión, con gran calma.
— Eso se tiene en pie-dice Thomas.
El tren se detiene, arranca de nuevo.
— ¿Oíste disparos en Aix?
— Oí ruidos.
— Han disparado unas personas que luchaban. Por ti.
Silencio. «Ahora, la partida ha comenzado de verdad-piensa Thomas-. No debo cometer ningún error».
— Yo podría formar parte-dice el Hombre de los Ojos Amarillos-de los que te quieren mal.
— Es muy posible-dice Thomas.
Clava otra vez sus ojos grises en los ojos amarillos; después aparta la vista y finge interesarse por el paisaje que desfila por la ventanilla.
— Yo podría formar parte de las personas que te quieren mal, a buen seguro. Pero en ese caso, cuando esperé unas horas a que salieras del claustro, me pregunto por qué no fui en busca de refuerzos. Habría podido hacerlo fácilmente.
— Quizá tuvo miedo de que yo me fuese mientras usted iba en busca de refuerzos.
— En varias horas, habría tenido tiempo de buscar otras soluciones. Pasaron por allí varias personas: habría podido pedirles que transmitieran un mensaje.
Silencio.
— Pues bien, no hice nada. Solamente esperé a que salieras. Ésa es la prueba de que no te quiero mal.
— No necesariamente-dice Thomas.
E inmediatamente después, en el segundo siguiente, se arrepiente mortalmente de haber respondido «no necesariamente».
El tren se detiene otra vez, parte de nuevo.
Porque, en buena lógica, desde el momento en que ha respondido «no necesariamente», el Hombre de los Ojos Amarillos va a preguntarle qué otra razón tenía de no hacer nada en absoluto mientras que él, Thomas, se encontraba en el claustro, esperando la venida del día y la salida del primer tren para Marsella.
— Y según tú-pregunta en efecto el Hombre de los Ojos Amarillos-, ¿por qué no intenté cogerte?
— Quizá trataba de cogerme usted solo, para tener una medalla-responde Thomas.
El Hombre de los Ojos Amarillos suelta una risa.
— Creo que tienes mucha imaginación, Thomas.
«¡Sabe mi nombre!-observa en seguida Thomas-. Sabe mi nombre y no lo ha pronunciado por azar, por distracción. Lo ha hecho expresamente. Es terriblemente fuerte.» Y durante algunos segundos, Thomas está realmente al borde del pánico; es la primera vez que se encuentra enfrentado con alguien tan fuerte, ¡quizá más fuerte que él!
En definitiva, sólo le salva un antiguo recuerdo que tiene de Ella, perdido en los limbos de la propia memoria. Él tenía cuatro años, tal vez menos, cuando Ella le enseñó a mover las piezas sobre el tablero. Disputaron cincuenta o cien partidas. Jugando con su boquilla plateada y negra, Ella le miraba fijamente con los ojos iluminados por una sonrisa; le vencía, le aplastaba cada vez, absolutamente despiadada, acosándole de casilla en casilla, hasta que él se derrumbaba y lloraba de rabia ante su propia debilidad, mientras Ella le decía que eso era justamente la vida, que nadie le haría nunca un favor, que debía aprender a conservar la calma, a permanecer lúcido y frío, sobre todo cuando se sintiese arrinconado, caído en la trampa, triturado, porque era en esos momentos cuando cada uno demostraba su verdadera medida. «Oh, cariño, mi amor, mein Schatz-le decía Ella tomándole en sus brazos y llorando con él-, ¿por qué otro medio podría armarte para esa vida que tendrás por mi culpa?» Poco a poco comenzó a resistirla, luego a vencerla, al principio de cuando en cuando, después una vez de cada dos, después dos veces de cada tres, después, sistemáticamente, cada vez, tan implacable como lo había sido Ella, y entonces Ella lloraba, pero ahora de alegría. Cuando él se avergonzaba de haberla derrotado así, era Ella quien le consolaba y acababa por arrastrarle en una de sus maravillosas risas locas que tan bien sabía provocar.
— Todavía no has contestado a mi pregunta, Thomas. No has contestado de verdad, sino con esa réplica, por otra parte bastante divertida, sobre la medalla que podía recibir. Pero eso no es una respuesta, es una esquiva. Tú estabas en el claustro, yo sabía que sólo podías salir de allí por la misma puerta que te había servido para entrar. Has estado allí horas y, sin embargo, yo no he intentado nada, ni siquiera saltarte encima para hacerte prisionero. ¿Por qué, Thomas?
«Este cerdo-piensa Thomas-, con sus malditos ojos amarillos, está empujándome a través de todo el tablero, con su dama, su torre y todos los chirimbolos. Pero no voy a responderle. Unos clavos. Voy a cerrar mi boca. Responderle para demostrarle que soy muy astuto sería el peor error que podría cometer. Ahora voy a hacer de muchachito perdido y que tiene miedo. Quizás él no lo crea del todo, pero tendrá una duda, y no conseguirá determinar el grado de mi fuerza. Por el momento, eso es realmente todo lo que puedo hacer.»
Por otra parte, Thomas tiene sueño de verdad, no necesita fingirlo. Como máximo, ha dormido dos horas en la noche anterior. Está fatigado y le pesan los párpados. El frío mecanismo de su cabeza también se hace más lento. Y, sin embargo, gira, o al menos ha girado admirablemente bien hasta este momento. Por ejemplo, le ha proporcionado hace tiempo la respuesta a la pregunta que el Hombre de los Ojos Amarillos no cesa de hacerle. Respuesta simple y clara: «No ha saltado sobre mí en el claustro, no ha intentado apoderarse de mí y se ha limitado a seguirme porque yo no soy lo que él quiere. Porque piensa que estoy en camino para reunirme con Ella, y lo que él quiere es apoderarse de Ella, sólo de Ella. Hace lo mismo que Pistol Peter, que sigue al caballo de los bandidos y el caballo le muestra el camino, pasando bajo la cascada en que la gruta secreta está escondida, y de este modo puede detener a todos los bandidos. ¡Pero yo soy, de todos modos, un poco más astuto que un caballo!».
He aquí la respuesta que podría dar. Pero, por lo demás, puede haber otra: podría ser que el Hombre de los Ojos Amarillos haya sido delegado por Ella, a escondidas de los españoles, para ofrecerme una protección nueva y suplementaria, «¡pero yo creo en esto casi tanto como en los ángeles guardianes y en el diablo con cola de horquilla del que la pobre Mamé Allègre me hablaba mientras pelaba sus patatas!».
Tiene un sueño terrible, pero teme dormirse frente al extraño Hombre de los Ojos Amarillos. El tren se ha detenido de nuevo, y en un momento suben al vagón de primera clase una treintena de estúpidos con grandes boinas en la cabeza, la mayoría con pantalones cortos, algo que da ganas de reír (hasta el Hombre de los Ojos Amarillos intercambia con él una mirada de complicidad sarcástica). Agrupados en torno a una especie de ministro afectado de menopausia, esos responsables de la cantera juvenil, muy franceses a juicio de Gregor Laemmle, es decir, bajitos, velludos, despechugados, gritones, convencidos de ser el centro del mundo y la sal de la tierra, sacan el pecho y adoptan posturas agresivas. Se entregan a una involuntaria parodia de juventud-viril-y-sana y Mariscal-aquí-estamos, copia lamentable y grotesca de la fuerza-por-la-alegría. La mirada ferozmente aguda de Thomas les ve tal como son: lo que Papé Allègre habría llamado «unos malditos monigotes» que creen cada palabra que dicen, que creen también que son hombres, y muy fuertes y muy enérgicos.
Thomas les odia.
Lo cual no impide que su presencia le tranquilice. Deja de luchar contra el sueño y duerme profundamente cuando el tren llega al fin a Grenoble.
Gregor Laemmle mira al Niño dormido y casi tiembla. Allí están, el Niño y él, sentados frente a frente en los asientos de ventanilla del compartimiento de primera clase. La fascinación que se había apoderado de él en la noche de Aix, en el centro del halo de un horno, no se ha debilitado en absoluto.
Mira dormir al Niño que, después de haberle clavado cinco o seis veces los ojos en pleno rostro, ha pasado todo el resto del tiempo con la frente apoyada contra el cristal… sin que Gregor Laemmle pueda determinar si eso es una esquiva, un rechazo, la manifestación de una total indiferencia o el simple efecto de la fatiga física en un muchachito de once años agotado por una noche en blanco y un viaje en tren. «¡Lo peor es que me pregunto si no mantiene esa duda expresamente!».
Afuera, la noche ha caído. Enfrente del Niño, le invade una timidez extraña, increíble, que le deja estupefacto. «Estoy-piensa Gregor Laemmle-enamorado de una mujer y de su hijo, de los dos juntos, que no son más que uno para mí, situación poco vulgar por no decir extravagante, y cuya extravagancia aumenta aún más por el hecho de que se les persigue con el solo fin de cortarlos en pedazos. Siempre he creído que yo estaba fuera de las normas, pero la verdad es que ahora me estoy pasando…»
El tren entra en Grenoble.
«Para acabar, los cortaré en trozos muy pequeños, sin ninguna duda. Me conozco: mi sadismo natural prevalecerá. Esto acabará mal; no tengo en mí la menor confianza».
El tren se inmoviliza.
«Tendré que matarlos al uno y a la otra, tan pronto haya terminado de jugar con ellos como un gato. Cada uno de nosotros mata lo que ama, como decía mi querido Oscar. Y yo, siempre he sabido que me mataría. ¡Así que los otros…!».
El tren está detenido desde hace tres o cuatro minutos largos. El ministro francés en gira de inspección de las Canteras de Juventud ha descendido, seguido de su cohorte de pantalones cortos.
— ¿Thomas?
Dormía de verdad.
— ¿Thomas? Hemos llegado.
Salen juntos de la estación, inverosímilmente asociados a partir de este día. Y lo que es peor: éste es un punto en el cual Gregor Laemmle ve muy claro.