UNO

A 1 de junio, habían llegado siete mil emigrantes… y a tenor de las informaciones del funcionario del gobierno destacado allí, 55.000 habían comprado pasaje durante la temporada, casi todos de Irlanda. Según los cálculos, el número esperado que llegará a Canadá y a Estados Unidos será de unos 100.000. El resto de Europa probablemente mandará otros 75.000 más.

• NEW YORK HERALD, verano de 1845 •

Convertirme en policía del Distrito Sexto de la ciudad de Nueva York fue una inoportuna sorpresa para mí.

No era el trabajo que me imaginaba que estaría haciendo a los veintisiete años, aunque supongo que los demás policías dirían lo mismo, básicamente porque tres meses antes ni siquiera existía como tal. Es una profesión de nuevo cuño. Supongo que será mejor que en primer lugar cuente cómo llegué a necesitar un empleo, tres meses antes, en el verano de 1845, aunque signifique para mí un gran esfuerzo hablar de eso. El recuerdo opta al puesto de honor entre los más desagradables. Lo haré lo mejor que pueda.

El 18 de julio pasado atendía la barra en la Nick’s Oyster Cellar[3], como llevaba haciendo desde que tenía apenas diecisiete años. El rayo de luz rectangular que penetraba por la puerta desde arriba de las escaleras abrasaba el polvo en el suelo de tablones. Me gusta julio; la forma en que su peculiar azul se había extendido sobre el mundo cuando, por ejemplo, a los doce años, trabajaba en un transbordador que cubría el trayecto a Staten Island, con la cabeza echada hacia atrás y la boca llena de la fresca brisa salada. Pero el de 1845 era un mal verano. La atmósfera estaba recargada y húmeda como un horno de pan a las once de la mañana, y hasta podías percibir el olor en el fondo de tu garganta. Me esforcé en pasar por alto la mezcla de sudor febril y hedor que despedía el caballo de tiro difunto al que habían metido a medias en un callejón al doblar la esquina, mientras la pobre bestia parecía, por momentos, morirse un poco más si cabe. Se supone que en Nueva York hay basureros, pero son una leyenda urbana. Mi ejemplar del Herald estaba abierto, leído ya de atrás hacia delante como tenía por costumbre hacer todas las mañanas, por la página donde anunciaba con suficiencia que el mercurio alcanzaba los treinta y seis grados y que, desgraciadamente, varios trabajadores más habían muerto víctimas de ataques al corazón. Todo eso estaba acabando poco a poco con mi buena opinión del mes de julio. Pero no podía permitir que se me agriara el ánimo. Ese día no.

Mercy Underhill, no me cabía duda, estaba a punto de visitar mi bar. Llevaba cuatro días sin pasarse, y en nuestro patrón de relación tácito eso podía considerarse todo un récord, y además necesitaba hablar con ella. O al menos intentarlo. Había decidido hacía muy poco que mi adoración por ella no iba a interferir en mi vida.

La bodega de Nick estaba montada siguiendo los cánones tradicionales para este tipo de locales, y a mí me encantaba que fuera tan típica: una larga barra, lo bastante ancha para dar cabida a las bandejas de peltre para las ostras, las docenas de vasos de cerveza y las copas de whisky o ginebra. Poco iluminada, como una caverna, porque era un local medio subterráneo. Pero las mañanas como ésa el sol penetraba de lleno, así que no nos hacían falta los quinqués con pantallas de papel amarillo que jalonaban el yeso de cálidas manchas de humo. Ningún mueble, sólo una serie de apartados con bancos despojados a lo largo de las paredes, alrededor de los cuales podía correrse una cortina, pero nadie lo hacía. La bodega de Nick no era lugar para secretos. Más bien hacía las veces de foro para que los frenéticos y jóvenes especuladores que compraban y vendían acciones se gritaran de una punta a otra del local tras una sesión de doce horas en la Bolsa, mientras yo escuchaba.

Estaba sirviéndole un galón de whisky a un chico pelirrojo que no reconocí. La orilla del East River es un hervidero de tambaleantes criaturas extranjeras que intentan recuperar el equilibrio tras las largas travesías, y la bodega de Nick estaba en New Street, muy cerca del mar. El chico esperaba con la cabeza ladeada y las manos sobre el tablón de cedro de la barra. Se erguía como un gorrión. Demasiado alto para ocho años, demasiado asustado para diez. Huesos hundidos, ojos vidriosos en busca de sobras.

—¿Es para tus padres?

Me sequé los dedos en el delantal, tapando con un corcho la jarra de barro.

—Para mi padre —dijo encogiéndose de hombros.

—Veintiocho centavos.

Sacó la mano del bolsillo con un variado surtido de calderilla.

—Dos chelines son veinticinco centavos, así que cogeré esos dos y de paso te daré la bienvenida. Soy Timothy Wilde. No sirvo de menos y no aguo la mercancía.

—Gracias —dijo y cogió la jarra.

En ese momento me fijé en que había oscuras manchas de melaza en las axilas de su andrajosa camisa, que atribuí a que el último barril de melaza que había visitado debía de estar demasiado alto. Así que mi último cliente era un ladrón de azúcar. Interesante.

Es una habilidad propia de los taberneros: me fijo en muchos detalles de la gente. Menudo camarero sería si no supiera distinguir a una pobre rata irlandesa de los muelles de Sligo con una larga carrera en el contrabando de melaza del hijo del concejal local, aunque los dos pidieran la misma jarra de licor. Los camareros están considerablemente mejor pagados cuando son espabilados, y yo intentaba ahorrar todas las monedas a las que podía echar mano. Para algo tan crucial que ni siquiera podía llamarlo importante.

—Si fuera tú cambiaría de profesión.

Los ojos negros y brillantes de gorrión se convirtieron en rendijas.

—El comercio de melaza —le expliqué—. Pero cuando el producto no es tuyo, los de aquí se lo toman a mal. —El chaval movió uno de los codos en los que se apoyaba, más nervioso a cada segundo que pasaba—. Tienes un cucharón, supongo, y robas de los toneles del mercado cuando sus dueños están devolviendo el cambio. Vale, deja los almíbares y habla con los chicos que venden periódicos. También se sacan un buen jornal y no reciben palizas cuando los comerciantes de melaza se quedan con sus caritas astutas.

El niño salió corriendo tras asentir casi con un espasmo, aferrando la jarra mojada bajo el brazo. Se marchó dejándome con la sensación de ser muy listo, además de buen vecino.

—Es inútil dar consejos a esas criaturas —salmodió Hopstill desde la punta de la barra mientras se bebía a sorbos su copa matutina de ginebra—. Más le valdría haberse ahogado de camino.

Hopstill es londinense de nacimiento, y no muy republicano. Tiene cara de caballo, caída, de pómulos vagamente amarillentos. El color se debe al azufre que se utiliza en pirotecnia. Trabaja fabricando fuegos artificiales, encerrado en un desván donde crea bonitas explosiones para las funciones teatrales del Niblo’s Gardens. Hopstill no siente mucho aprecio por los niños. A fuer de ser sincero, yo tampoco. A Hopstill no le caen bien los irlandeses. Pero eso es algo bastante frecuente. No me parece muy justo eso de culpar a los irlandeses por aceptar con entusiasmo los peores y más sucios trabajos si lo único que les ofrecen son precisamente los peores y más sucios trabajos; pero, bien mirado, la justicia no ocupa un lugar muy alto en la lista de las prioridades de nuestra ciudad. Y hasta los peores y más sucios empleos son bastante difíciles de conseguir, pues la mayor parte ya se los han quedado los de su raza.

—¿Ha leído el Herald? —dije esforzándome por no enfadarme—. Han llegado cuarenta mil emigrantes desde el pasado enero, ¿quiere que todos ellos se unan a la casta de los amigos de lo ajeno? Darles consejo no es nada más que sentido común. Prefiero trabajar a robar, hablo por mí, pero prefiero robar a morirme de hambre.

—Un esfuerzo idiota —se burló Hopstill mientras se pasaba la mano por los haces de paja gris que tenía por cabello—. Usted lee el Herald. Ese maloliente trozo de barro está al borde de la guerra civil. Y ahora me llegan noticias de Londres de que sus patatas han empezado a pudrirse. ¿Lo sabía? Se pudren, así de simple, como si las arrasara una plaga del antiguo Egipto. No es que sea una sorpresa para nadie. No me pillará mezclándome con una raza que ha atraído la ira de Dios hasta ese extremo.

Parpadeé. Aunque, bien pensado, a menudo me habían sorprendido las doctas opiniones que me habían regalado los parroquianos del bar acerca de los miembros de la Iglesia católica, por más que los únicos ejemplos vivientes que hubieran visto de la misma fueran los de la variedad irlandesa. Clientes que, por lo demás —o eso parecía—, estaban perfectamente cuerdos. «Lo primero que hacen los curas con las novicias es sodomizarlas, y según cumplen con esa dura tarea suben en el escalafón, así es esa organización: ni siquiera se les considera ordenados del todo hasta que no han consumado su primera violación. Vaya, Tim, creía que sabías que el Papa se alimentaba con la carne de fetos abortados; es de conocimiento público. Así que yo digo que ni hablar, eso digo yo, a la simple idea de alquilar a un irlandés la habitación que me sobra, con todos los diablos que invocan para sus rituales, ¿qué le pasaría al pequeño Jem en casa?». El papismo es visto por casi todos como una corrupción enfermiza del cristianismo, dirigido por el Anticristo en persona, cuya propagación aplastará la Segunda Venida como a una hormiga. No me tomo la molestia de responder a esta peculiar rama de la locura por dos razones: los idiotas acunan sus convicciones como si fueran recién nacidos y el tema me produce dolor de espalda. Además, es improbable que yo pueda cambiar las cosas. Los americanos han sentido cosas así acerca de los extranjeros desde las Alien and Sedition Acts de 1798[4].

Hopstill malinterpretó mi silencio como una demostración de acuerdo. Asintió y dio otro sorbo a su licor.

—Esos mendigos, nada más llegar, robarán cuanto se les ponga al alcance y no esté bien clavado. Más vale que empecemos a vigilar hasta nuestro aliento.

No hacía falta decir que llegar, llegarían. Con frecuencia, yo recorría los muelles que bordean South Street, a sólo dos manzanas de allí, de camino a casa al volver de la bodega, y allí se exhibían chulescos barcos apiñados como ratas, tan cargados de pasajeros como de pulgas. Lo llevaban haciendo así desde hacía años, incluso durante el Pánico[5], cuando yo había visto a hombres morir de hambre. Ahora vuelve a haber trabajo, ferrocarriles que tender y almacenes que levantar. Pero tanto si te dan pena los emigrantes como si echas pestes contra ellos y deseas que se ahoguen, en un punto todos los ciudadanos sin excepción están de acuerdo y cierran filas: son una cantidad tremenda. Y la mayoría de ellos, irlandeses, y todos éstos, católicos. Y casi todo el mundo comparte el siguiente sentimiento: no tenemos ni los medios ni las ganas de alimentarlos. Si la cosa va a más, los prohombres de la ciudad tendrán que rascarse los bolsillos y establecer un mecanismo de recibimiento: alguna forma de impedir que los extranjeros se amontonen en los callejones de los muelles, mendigando las sobras a los carteristas hasta que aprenden a robar ellos mismos carteras. La semana anterior, había pasado por delante de un barco que vomitaba sin miramientos a setenta u ochenta criaturas esqueléticas de la Isla Esmeralda, emigrantes que contemplaban con ojos vidriosos la metrópolis, como si les pareciera una imposibilidad física.

—Eso no es muy caritativo que se diga, ¿no, Hops? —comenté.

—La caridad no tiene nada que ver —dijo con el ceño fruncido dejando la copa con un golpe seco sobre la barra—. O mejor dicho, esta metrópolis concreta no tendrá nada que ver con la caridad en los casos en que ésta sea una pérdida de tiempo. Preferiría enseñarle moralidad a un cerdo antes que a un irlandés. Y me tomaré una ración de ostras.

Le pedí una docena con pimienta a Julius, el joven negro que las limpiaba y abría. Hopstill es una amenaza para cualquier pensamiento alegre. Tenía el comentario en la punta de la lengua. Pero en ese momento, un hueco oscuro irrumpió en la lanza de luz, se deslizó como una flecha por las escaleras y Mercy Underhill entró en mi lugar de trabajo.

—Buenos días, señor Hopstill —dijo con su vocecita tierna y cantarina—, y señor Wilde.

Si Mercy Underhill fuera un ápice más perfecta, se tardaría una interminable jornada de trabajo en enamorarse de ella. Pero atesora exactamente el número justo de defectos para que resulte ridículamente fácil. Un hoyuelo como el de la hendidura de un melocotón divide su barbilla, por poner un ejemplo, y sus ojos azules están bastante separados, lo que confiere a su mirada un aire como de perdida cuando conversa contigo. Sin embargo, su cabeza no se pierde ni una, otro de esos rasgos que algunos hombres consideran un defecto. Mercy tiene pinta de ratón de biblioteca, pálida como una pluma de ave, criada exclusivamente con textos y argumentaciones por el reverendo Thomas Underhill, y los hombres que llegan a percatarse de su belleza las pasan canutas para conseguir engatusarla y que aparte la cara de lo que sea que haya publicado últimamente la editorial Harper Brothers.

Pero nosotros hacemos lo que podemos, claro.

—Quiero dos pintas… ¿dos? Sí, creo que deberían bastar. De ron de Nueva Inglaterra, por favor, señor Wilde —pidió—. ¿De qué estaban hablando?

No llevaba ningún recipiente, aparte de su cesto de mimbre abierto, con harina, hierbas y retazos por lo general compuestos apresuradamente de poesías inacabadas que asomaban de él, así que saqué un tarro de cristal rugoso del estante.

—Hopstill quería demostrar que Nueva York entera es tan caritativa como un vendedor de ataúdes en una ciudad apestada.

—Ron —comentó Hopstill con sequedad—, no pensaba que el reverendo ni usted fueran consumidores de ron.

Mercy se alisó un mechón de su pelo negro y liso que no dejaba de escapársele mientras asimilaba el comentario. El labio inferior descansa justo debajo del superior, y lo oculta un poco cuando cavila. Es lo que hizo en ese momento.

—¿Sabía usted, señor Wilde —preguntó—, que el elixir proprietatis es la única medicina que ofrece un alivio inmediato a la disentería? Echo azafrán con mirra y aloe pulverizados y luego dejo el brebaje durante quince días al sol, mezclado con ron de Nueva Inglaterra.

Mercy me dio varias monedas de diez centavos. Todavía alegraba ver tantos discos de metal tintineando a mi alrededor. Las monedas habían desaparecido por completo durante el Pánico, sustituidas entonces por recibos para pagar las comidas en los restaurantes y vales para el café. Un hombre podía pasarse diez horas picando piedra y cobrar en leche y almejas de Jamaica Beach.

—Eso le enseñará a no dudar de un Underhill, Hops —aconsejé por encima del hombro.

—¿Acaso el señor Hopstill había hecho alguna pregunta, señor Wilde? —dijo Mercy en voz baja.

Así es como lo hace siempre, y vaya si consigue pegarme la lengua a los dientes todas y cada una de las veces. Dos parpadeos, una vaporosa expresión de corderito degollado, un comentario que ella finge que no tiene nada que ver, y ahí estás, colgado boca abajo por los dedos de los pies. Hopstill aspiró tétricamente, sabedor de que era como si lo acabaran de desterrar del continente. Y había sido obra de una jovencita que había cumplido veintidós el junio anterior. No sé dónde aprende esas cosas.

—Se lo llevaré hasta la esquina de su calle —me ofrecí saliendo de detrás de la barra con el licor de Mercy.

Pero durante el trayecto no dejaba de pensar: «¿De verdad vas a hacerlo?». Llevo siendo amigo del alma de Mercy desde hace más de una década. «Todo podría seguir igual. Tú le llevas cosas y ves el rizo que le cae por la nuca e intentas adivinar qué está leyendo para leerlo tú también».

—¿Por qué va a dejar su barra? —preguntó sonriéndome.

—Se ha apoderado de mí el espíritu de la aventura.

New Street estaba atestada, el brillo de los sombreros de marta me hacía daño en los ojos por encima del mar de levitas azul marino. Es una calle con sólo dos manzanas que por el norte llega hasta Wall, llena de tiendas con gigantescas fachadas de piedra y toldos que protegen a los paseantes del resplandor abrasador. Comercio puro. De cada toldo cuelga un rótulo, y pegado a cada pared hay un cartel: «PAÑUELOS MULTICOLORES, DIEZ POR UN DÓLAR». «JABÓN WHITTING’S, UNA GARANTÍA CONTRA LA TIÑA». Todas las calles populosas de la isla están empapeladas de grandes y chillonas hojas de periódico, sin excepción, con los titulares desconchados de ayer apenas visibles bajo los anuncios recién pegados. Atisbé la sonrisa de suficiencia de mi hermano trasladada a un grabado y clavada a una puerta y luego me descubrí esbozando una mueca: «VALENTINE WILDE APOYA LA CREACIÓN DE LA FUERZA POLICIAL DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK».

Pues muy bien. En ese caso, seguramente yo me opondría. Prolifera sin control la delincuencia, los robos se dan por supuestos, las agresiones son frecuentes, los asesinatos a menudo quedan sin resolver. Pero si Val estaba a favor de la vehementemente cuestionada nueva policía, yo optaría por asumir el riesgo de la anarquía. Hasta el año anterior, y a excepción de un grupo de desventurados formado hacía poco que se autodenominaba «la policía de Harper» —creada por el editor y alcalde del mismo nombre en 1844—, y que lucían uniformes azules para ofrecerse como víctimas de las palizas de los más animosos, no existía un solo poli en esta ciudad. Sí que había un cuerpo de Vigilantes en Nueva York. Estos serenos eran viejos soplones sedientos de dinero que trabajaban todo el día y se pasaban la noche durmiendo en cabinas de guardia, vigilados atentamente por la desbordada población de delincuentes. Teníamos un exceso de cuatrocientas mil almas merodeando por las calles, contando la abigarrada multitud perpetua de visitantes de todo el globo. Y menos de quinientos vigilantes, roncando en ataúdes verticales mientras sus sueños rebotaban como bolos dentro de sus cascos de cuero. En cuanto a los guardianes diurnos de la paz, más valía no preguntar. Eran nueve.

Pero si mi hermano Valentine está a favor de algo, ese algo probablemente no sea una buena idea.

—Creí que tal vez necesitaría a un gorila que le abriera paso entre la multitud —le dije a Mercy.

Era un chiste sólo a medias. Soy fuerte, y también rápido, pero poca cosa. Un par de centímetros más alto que Mercy, a lo sumo. Pero Napoleón no creyó que la estatura se interpusiera entre él y Renania, y yo he perdido tantas batallas como él.

—¿Sí? Ah, ya. Bueno, si es por eso, ha sido muy amable.

En realidad, no estaba sorprendida; la mirada de sus ojos azul turquesa claro me lo dejó patente, y decidí andarme con cuidado. Mercy no se dejaba conducir con facilidad. Pero yo me conozco bien la ciudad, tan bien como conozco a Mercy Underhill. Nací en una lúgubre cabaña de Greenwich Village antes de que Nueva York se acercara a sus límites, y había estado conviviendo con las rarezas de Mercy desde que ella tenía nueve años.

—Esta mañana me he preguntado una cosa. —Se detuvo, sus ojos separados se deslizaron hacia mí y luego volvieron a apartarse—. Pero a lo mejor es una tontería, se reirá.

—Si me pide que no me ría, no me reiré.

—Me preguntaba por qué nunca me llamaba por mi nombre, sólo eso, señor Wilde.

Los vientos de Nueva York nunca son frescos en verano. Pero al entrar en Wall y pasar por delante de la sucesión de bancos, tras sus hileras de columnas griegas, el aire se dulcificó. O puede que tan sólo sea que lo recuerde así, pero el caso es que de repente todo pareció polvo puro y piedra caliente. Limpio como pergamino. El olor valía una fortuna.

—No sé a qué se refiere —dije.

—Ya, claro, perdone, no pretendía ser críptica. —El labio inferior de Mercy se deslizó bajo el superior un poco, apenas una fracción húmeda y cálida, y en ese momento me dio la impresión de que yo también podía percibir su sabor—. Podría haber dicho sencillamente: «No sé a qué se refiere…, señorita Underhill». Y en ese caso ya no hablaríamos más del tema.

—¿Y eso le da que pensar?

Vi un agujero mellado en la acera. Giré rápidamente y desvié los pasos de Mercy, con un frufrú de sus faldas de verano verde claro. Es posible que ella también hubiera visto el pequeño socavón porque no se sobresaltó lo más mínimo. Ni siquiera volvió la cabeza. Cuando acompañas a Mercy un par de manzanas, a veces, dependiendo de su humor, es como si ni siquiera estuvieras allí, por la atención que te presta. Y yo no soy precisamente un domingo, por así decirlo; nunca he sido una ocasión especial. Soy más bien un día laboral, de entre semana, de esos en los que nadie se fija. Pero tal vez podría cambiarlo, o al menos eso creía.

—¿Quiere que teorice sobre por qué le gusta el tema de mi nombre, señor Wilde? —me preguntó mientras se esforzaba por contener la risa.

La había pillado. Nadie responde jamás a sus preguntas con otras preguntas, de la misma manera que ella nunca responde ninguna. Ése es otro defecto de Mercy que tengo controlado. Es hija de un reverendo, no cabe la menor duda, pero si eres lo bastante perspicaz para entenderla, habla con el ingenio de una mujerzuela.

—¿Sabe qué me gustaría hacer? —le pregunté a mi vez, pensando que ahí estaba el truco—. He conseguido ahorrar algo de dinero, unos cuatrocientos en efectivo. No como esos maníacos que cogen el primer dólar que les sobra y se lo juegan especulando con el precio del té chino. Quiero comprar un poco de tierra, en Staten Island a lo mejor, y tal vez un transbordador. Los barcos de vapor son caros, pero puedo tomármelo con calma para encontrar un buen precio.

Recordé los dos años que viví como un huérfano, escuálido y pálido, a los doce años. Había engatusado, por pura tenacidad, a un barquero galés, un tipo gigantón pero amable, para que me diera trabajo durante uno de los períodos de más penuria que habíamos pasado Valentine y yo, en el que nos alimentamos durante una semana de manzanas harinosas. Quizá me contrató como marinero de cubierta porque el buen hombre sospechó cuál era mi situación. Me acordaba de un día que estaba en la proa del transbordador, delante de las barandillas que acababa de pulir hasta que se me llagaron los dedos, con la cabeza echada hacia atrás, cuando una vigorosa tormenta de verano estalló bajo el sol todavía abrasador. Durante cinco minutos, la espuma y la lluvia bailaron a la luz deslumbrante, y durante cinco minutos no me pregunté si mi hermano, en Manhattan, se las había apañado por fin para matarse. Me sentía maravillosamente. Como si me hubieran borrado de la existencia.

Mercy apretó furtivamente la mano que me agarraba.

—¿Qué tiene que ver su anécdota con mi pregunta?

«Sé un hombre y lánzate», pensé.

—A lo mejor es que no quiero llamarla señorita Underhill, nunca más —le respondí—. A lo mejor me gustaría llamarla Mercy. ¿Qué preferiría?

Esa noche, en la Nick’s Oyster Cellar, yo hacía las veces de piedra de toque, de amuleto luminoso y deslumbrante. Todos mis pálidos y admirados jugadores, todos los adictos al faro, el champán, la morfina y lo que caiga, los enganchados que pululan por la Bolsa y sellan acuerdos con apretones de manos húmedas en las trastiendas de las cafeterías…, todos me veían tocado por la suerte y querían probarla. Una copa servida por Timothy Wilde tenía tanto valor como una palmada en la espalda de un Astor.

—¡Tres botellas de champán más! —gritó un tipo esmirriado llamado Inman, que apenas podía respirar encajonado como estaba entre codos enfundados en chaquetas negras. A veces me preguntaba qué llevaba a los financieros a dirigirse a otro agujero sofocante en cuanto salían de la sala de la Junta de Corredores de Bolsa.

—Tómate una copa a mi cuenta, Tim, ¡el algodón ha dado un subidón que ni una pipa de opio!

La gente me cuenta cosas. Siempre lo ha hecho. Sueltan información a chorro, como de una bolsa rajada salen las judías secas. Pero la cosa ha ido a peor desde que sirvo en una bodega. Es sumamente útil, pero a veces resulta agotador, porque soy en parte camarero y en parte un hoyo en el suelo a medianoche, un agujero rápidamente excavado en el que enterrar secretos. Si Mercy adquiriera la misma costumbre sería un auténtico milagro.

Un reguero de honesto sudor laboral me bajaba por la espalda a las nueve, cuando el sol se ponía. Hombres que sudaban por otros motivos pedían bebidas y ostras como si el mundo hubiera salido disparado de su eje. Según parecía, no había más remedio que darse un banquete hasta reventar antes de que todos saltáramos también por los aires. Yo me movía como si fuera una docena, apañándome con los pedidos, devolviendo los insultos amistosos, contando la lluvia de monedas.

—¿Cómo andamos, Timothy?

—Tenemos champán frío suficiente para hacer flotar un arca —le grité a Hopstill, que había reaparecido. Julius se materializó a mis espaldas, cargando con un cubo de hielo recién raspado—. La próxima ronda corre a cuenta de la casa.

Como me había imaginado, Mercy Underhill no había dicho no a ninguno de mis comentarios. Ni «me parece que está muy equivocado», ni «déjeme en paz». En lugar de eso, dijo un montón de cosas que no tenían nada que ver antes de que la dejara en la esquina de las calles Pine y William, mientras se levantaba una brisa del este, donde las cafeterías despedían intensos olores requemados al aire espeso.

Ella había dicho, por ejemplo: «Puedo entender que no le guste mi apellido, señor Wilde. A mí me hace pensar en que uno está enterrado». Había dicho: «Sus propios padres, que Dios les conceda descanso eterno, tuvieron la generosidad de darle el apellido de un canciller de Inglaterra. Me encantaría vivir en Londres. Qué fresco debe de ser en verano, y allí los parques tienen hierba de verdad, y todo es de un verde eléctrico por la lluvia. O eso me contaba siempre mi madre, cada vez que el verano de Nueva York se volvía insoportable». Ése era el catecismo habitual de Mercy, fuera cual fuese la estación: una breve oración para su madre, Olivia Underhill, una mujer de Londres que había sido excéntrica, generosa, imaginativa, hermosa y extraordinariamente parecida a su única hija.

Mercy había añadido:

—He acabado el capítulo veinte de mi novela. ¿No le parece un número emocionante? ¿Había esperado que llegara tan lejos? ¿Me dará su opinión sincera cuando la haya acabado?

Si pretendía desanimarme, tendría que ponérmelo más difícil.

Es posible que yo no tuviera un título académico, ni fuera hombre de iglesia, pero le caía muy bien al reverendo Underhill. Los camareros son los pilares de la comunidad y el eje de la rueda de Nueva York, y yo tenía cuatrocientos dólares en plata pulida en el colchón de paja de mi cama. Mercy Underhill, en mi opinión, debería llamarse Mercy Wilde, y entonces yo ya no tendría que preocuparme por saber adónde me llevaría ninguna conversación el resto de mi vida.

—¡Dame cincuenta dólares y te haré rico en quince días, Tim! —gritó Inman desde unos metros en la marea agitada de cuerpos—. ¡El telégrafo de Sam Morse puede convertirte en un rey!

—Coge tu dinero de mentira y vete al infierno —le repliqué animadamente, mientras buscaba un trapo mojado—. ¿Has invertido alguna vez en la Bolsa, Julius?

—Antes quemaría el dinero que especular con él —respondió Julius sin mirarme, mientras descorchaba hábilmente un hilera de botellas de champán empapadas con sus dedos anchos. Es un tipo sensato, listo y tranquilo, que lleva unas olorosas hojas de té trenzadas en el pelo—. El fuego, al menos, puede calentar la olla. ¿Te parece que saben que el Pánico fue obra suya?, ¿crees que se acuerdan?

A esas alturas yo ya no escuchaba a Julius. Estaba dándole vueltas, espeso como si fuera cargado de láudano, a lo último que me había dicho Mercy.

«No piense que me ha molestado, después de todo no estoy casada con mi apellido».

Fue la única frase que venía a cuento acerca de la cuestión que le escuché decir jamás, me parece. Al menos, la primera que pronunció al respecto desde que tenía unos quince años y, aun así, el comentario tenía un encanto furtivo. Por eso fue un momento grácil y embriagador. El instante en que me di cuenta de que Mercy estaba diciendo algo casi directamente fue tan hermoso como cuando habla dando rodeos, trazando círculos como una cometa de rojo encendido volando al viento.

A las cuatro de la madrugada, le pasé a Julius dos dólares extra mientras apoyaba el palo de la fregona en un rincón. Asintió. Casi aturdidos por el cansancio, nos dirigimos hacia las escaleras que nos conducían a la ciudad que ya despertaba.

—¿Te has preguntado cómo debe de ser dormir por la noche? —le pregunté mientras cerraba la puerta de la bodega a nuestras espaldas.

—No me pillarás en una cama después de anochecer. Que el diablo siga pensando mal —respondió Julius guiñando el ojo ante su propio chiste.

Llegamos a la calle en el instante en que el alba resplandecía aferrando ya sus dedos rojizos al horizonte. O eso le pareció al rabillo de mi ojo mientras me ajustaba el sombrero. Julius se dio cuenta antes que yo.

—¡Fuego! —chilló con su voz grave y uniforme ahuecando las manos alrededor de sus labios bien dibujados—. ¡Fuego en New Street!

Por un instante me quedé allí, paralizado en aquella oscuridad con una franja de púrpura sobre mi cabeza, comportándome ya con la misma inutilidad que un inspector de farolas rotas. Sentía el mismo malestar en las entrañas que siempre me produce la palabra «fuego».