DIEZ
Todo padre que desee que sus hijos sean educados como seres humanos, con corazones más bondadosos y mentes más abiertas, ha de cuidarse de no permitir que un jesuita susurre ni una sola palabra en sus oídos.
• AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •
Los niños se acurrucaron en el carruaje. Los ojos de Sophia se quedaban fijados en las cosas, sin comprender, como si hiciera mucho tiempo que no hubiera salido de la casa. A lo mejor nunca había salido. Pero los ojos de Neill estaban caídos. La mirada breve y salvaje de libertad del primer momento se había transformado en una vergüenza silenciosa y apagada. Se había quitado el carmín con la manga del camisón, dejándose una mancha que parecía una cuchillada en el brazo.
—¿Cuándo fuiste a parar a ese sitio? —pregunté—. ¿Y cómo?
Se ruborizó a ambos lados de su pequeña y afilada nariz, por encima de las pecas.
—Llevo sólo dos semanas. Papá trabaja de albañil, pero lo dejó por la bebida. Ella dijo que su casa era como un teatro, donde la gente que trabajaba se pasaba el día jugando y comía cosas ricas. Pero yo casi no comí en una semana, sólo unas manzanas que robé de un comedero de cerdos. Y luego no me dejaba irme. Pero algo de lo que había dicho era verdad —acabó en tono desafiante, con su débil vocecita quebrándose—. Sí, algo era verdad. Había caldo de pescado, y buenas chuletas frescas. Creía que usted servía en el bar —añadió. Suspicaz, como seguramente lo seguiría siendo el resto de su vida.
Se lo expliqué. Mientras, no dejaba de preguntarme si era propio de un estrella de cobre querer retorcerle a Silkie Marsh su bonito pescuezo.
—Neill, Sophia, tengo que preguntaros una cosa muy importante.
No dijeron nada. Pero Neill puso tiesas las orejas, por así decirlo, y Sophia miró con toda la concentración que le permitía la dosis de láudano.
—Me temo que un amigo vuestro que se llama Liam ya no está con nosotros. ¿Sabéis qué le pasó?
—Se puso enfermo —susurró Sophia.
—¿Sí?
—En los pulmones —explicó Neill—. Se puso muy malo. Pero había que verlo, cómo aguantaba.
—Le pedí a la doncella que le comprara fresas con la moneda que me daban. A él le gustaban. Pero no se puso mejor —me dijo Sophia sin tono.
—¿Y no le pasó nada raro? —pregunté.
—¿Raro? Nada raro. Se fue y ya está —respondió Neill. Sophia asintió—. Dígame ¿de qué conoce a Liam?
—Soy amigo de Bird Daly.
—Bird Daly —sonrió Neill silbando a través de sus blancos dientes torcidos—. Una chica bonita. Menuda mentirosa es.
—Bird es más lista que tú y remendó el vestido de mi muñeca mejor de lo que lo habría hecho yo, Neill Corrigan —le espetó Sophia—. Ella sí es bonita, y hasta sus mentiras son bonitas. Tú sólo has vivido ahí dos semanas, no sabes nada. Me alegro de que su madre volviera.
—¿Su madre? —repetí.
—Vino su madre y se la llevó. Eso fue lo que dijo Madam.
—Bueno, pues no es verdad. Pero ha salido de ahí, y de eso me alegro. Me alegro por vosotros tres. Y no hay más motivos de alegría.
Sophia asintió, mientras miraba temblando por la ventana. Neill no dijo nada más durante el resto del trayecto. Pero se relajó un poco y, al cabo de un par de minutos, se sentó tan cerca de mí como Sophia. Fue un gesto generoso por su parte, pensé. Más de lo que yo habría esperado.
En cuanto a Bird, me caía bien. Más de lo normal. Y pese a sus mentiras, la probabilidad de la existencia de un hombre con una capucha negra habría sido nula en ese momento, de no ser por la prueba de veinte cadáveres bien reales.
Bajamos del carruaje delante de San Patricio. Entrar allí pasada la medianoche, supuse, resultaría difícil. Pero no acabé mirando las inmensas piedras mudas ni la imponente entrada, porque la cabaña que había detrás de la catedral tenía una luz encendida en la ventana. Llamé a la humilde pero bien construida puerta de tablas de madera de la rectoría del padre Sheehy, flanqueado por la pareja de niños de pies mugrientos. Sophia, al oír los pasos que se acercaban, emitió un gritito asustado como el repique más agudo de una campana de rebato.
Neill le cogió la mano.
—No te asustes —dijo destilando autoridad pese al camisón.
El padre Sheehy abrió la puerta vestido aún con su atuendo clerical, la calva destacaba recortándose contra la luz viscosa de la lámpara de aceite. Al ver quiénes me acompañaban y cómo iban vestidos, respiró hondo y abrió del todo la puerta.
—Entren, rápido.
Hizo que los niños se sentaran a la mesa limpia y cuadrada de la cocina, y a continuación fue a la despensa a buscar pan y un pequeño queso redondo. Empezó a cortar mientras hablaba. Yo esperaba con los brazos cruzados, dando la espalda a la puerta, con la sangre demasiado agitada para quedarme quieto. Con voz amable, el padre Sheehy les preguntó cómo se llamaban y si tenían padres que merecieran ese nombre o no, y qué había pasado esa noche. Neill fue quien más habló, y me alegró comprobar que el cura prefería, antes que mi información, ganarse su confianza. Poco bien podía hacerles aquel cura si se le escapaban por la ventana en cuanto les diera la espalda.
—Comeos esto mientras os busco algo que poneros en el almacén de la iglesia —concluyó—. Me llevaré al señor Wilde y os traeremos mejor ropa. Neill, cuídate de que ella coma también, ¿vale?
—Yo me encargo, padre —respondió.
Neill, pensé, era ya todo un hombrecito al que le gustaba que le encargaran trabajos. Ya no tenía nada de niño.
Afuera, en el calor del rocío, el aire chispeaba, con gotas casi de lluvia que olían ya a la tormenta que seguramente no tardaría en envolvernos, y el padre Sheehy me miraba con un interés palpable.
—Le agradecería que me contara cómo consiguió robar una propiedad de Silkie Marsh, siendo ella un diablo y su hermano el mejor abogado del diablo.
Me hizo un gesto para que le siguiera hasta la entrada más próxima de la catedral; llevaba unas llaves de hierro entre los dedos de una mano y una linterna en la otra. Yo estaba más que dispuesto a contárselo, y lo hice, aunque probablemente sin ninguna gracia. Tendía a dispersarme en cien direcciones a la vez, a hacerme mil preguntas. Quería conocer la mente de Matsell, saber si Piest había encontrado un botón y para qué servía eso, si los ojos de Bird habían dejado de ocultar infinitas capas. Las manos del padre Sheehy se quedaron paralizadas en el baúl de la ropa donada cuando pronuncié la palabra «diecinueve» pero, aparte de ese gesto, se reservó sus reacciones para sí.
—Quiero que sepa —dijo lentamente mientras doblaba un vestido pequeño y unos pantalones azules— que cuando necesite mi ayuda, la tendrá. Y la necesitará, me temo. Esto es un barril de pólvora en un incendio.
Mi cara se retorció bajo el cuarto de máscara, y hasta empezó a escocerme, como si le diera la razón.
—Ya, pero ¿por qué lo dice?
—Porque me temo que en cualquier momento, señor Wilde, le retirarán de este caso.
Yo no sólo no temía tal cosa, sino que ni siquiera se me había ocurrido. Un rubor entibió la parte de atrás del cuello de mi camisa. Me sentía como si me hubiera insultado, aunque nada más lejos de su intención.
—¿Los estrellas de cobre van a dejar sin aclarar, como un misterio, la muerte de veinte niños? Espero que estemos hechos de otra pasta. Aunque no nos hayan puesto a prueba.
El padre Sheehy cerró la tapa del baúl con un golpe seco y apoyó ambas manos sobre la mesa para mirarme.
—No eran veinte niños, sino veinte niños católicos a los que casi no habían echado en falta. En tanto este caso parezca que pueda resolverse, y en tanto se ajuste a los intereses políticos de los demócratas, usted será un hombre con una tumba y una misión espantosa. Pero ni George Washington Matsell ni Valentine Wilde permitirán que la recién nacida fuerza de los estrellas de cobre sea humillada públicamente, ni los demócratas estarán dispuestos a que los batan en las urnas por culpa de un trabajo que nadie va a agradecerles.
—El día que mi hermano y el jefe Matsell me retiren del caso, veré al Papa estrechándole la mano al presidente Polk ante una multitud que les vitorea. —Mi voz resonó sombría por la indignación, áspera como humo de tabaco barato en mi garganta.
—No pretendía ofenderle, créame. En cuanto a su santidad Gregorio XVI, sin duda sorprendería a la mayoría de los moradores de Gotham saber que está demasiado ocupado combatiendo la trata de esclavos, el moderno sistema ferroviario y a los terroristas en los Estados Pontificios para pensar mucho en América —añadió con una voz seca.
—No me ha ofendido —dije con firmeza—. ¿Qué va a hacer con Neill y Sophia?
—Me ocuparé de encontrarles un hogar, uno mejor que el último que han tenido si Dios nos ayuda, y esta misma noche los llevaré al Orfanato Escuela Católico Romano. Pero se lo advierto: hay hombres para los que sólo hay un único Dios en esta ciudad, y Este es protestante. Pronto lo descubrirá.
—Eso ya lo sé. Pero usted descubrirá pronto también que hay hombres en esta ciudad a los que les preocupa más el derecho que Dios.
—¿Son cosas distintas, el derecho y Dios? —preguntó maliciosamente.
Lo son, en mi opinión. Pero habría sido una empresa vana discutirlo con un sacerdote.
Estalló la tormenta al otro lado de las ventanas emplomadas, las gruesas gotas acabaron con la sensación de bochorno que flotaba en el aire. El tipo de lluvia que no duraba mucho y repiqueteaba con fuerza en el suelo, bienvenida tan sólo porque ponía fin a los nervios de la espera. La misma sensación que tienes después de una pelea o de que te hayan dado una paliza. «Al menos ahora ya sé que peor no podía ser».
El padre Sheehy recogió la ropa y las llaves tintineantes.
—No hace falta que responda, aunque seguro que nada de lo que respondiera me ofendería. Me gustan los hombres prácticos. No tardará en ver que yo lo soy, si se olvida de mi alzacuellos. Y aquí está usted, otro hombre práctico, ni católico ni protestante, ni tampoco perverso, diría. Recemos por que no sea usted el único, porque mi experiencia me dice que los de su clase suelen ser tremendamente útiles para Dios.
Había imaginado que los días que siguieron a nuestro macabro hallazgo serían frenéticos y agotadores. Y acerté. Pero no sirvieron de mucho, porque la carta no llegó hasta el 26 de agosto, y fue la carta la que causó todos los problemas.
La mañana después de haber dejado a Neill y a Sophia en San Patricio, la del 23 de agosto, los estrellas de cobre del Distrito Sexto celebramos una reunión en el tribunal abierto de las Tombs, presidida por Matsell. Como el rumor, que se había propagado como el cólera entre la fuerza policial, ya había informado a la mayoría, Matsell les confirmó que se habían encontrado diecinueve niños más allá de las zonas habitadas de la ciudad. Algunos de los cuerpos llevaban cinco años enterrados, y otros eran bastante más recientes. Todos parecían corresponder a niños menores de trece años, aunque sólo era una conjetura. Tanto varones como mujeres. Los esqueletos que no se habían descompuesto demasiado parecían tener los torsos rajados en forma de cruz. Probablemente eran irlandeses y sin duda habían sido asesinados. Todo lo anterior era un secreto, el más negro de los secretos, en una ciudad donde las confidencias y las conspiraciones de medianoche eran tan numerosas y prolíficas como las ratas. Y más valía que siguiera siéndolo, nos informó Matsell, porque la prensa se había enterado del asesinato de un niño irlandés llamado Liam en el Distrito Octavo y ahora lo gritaban a voz en cuello todos los vendedores de periódicos de la ciudad. Eso yo ya lo sabía porque esa mañana había leído vorazmente el Herald. La simple idea de que la fosa común fuera diseccionada, publicitada a gritos y pasto de rumores y de conjeturas de una manera parecida hizo que un escalofrío me recorriera la columna.
—La furcia que encontró el cadáver ha ido de periódico en periódico, contando la historia por dinero —concluyó el jefe Matsell—. Y si descubro que alguno de ustedes hace lo mismo con respecto a nuestro otro hallazgo, me encargaré personalmente de que desee haber nacido puta. Porque se sentirá como tal cuando haya acabado con él.
Cuando George Washington Matsell salió de la sala ésta parecía una biblioteca. Los alemanes estaban conmocionados, pero en sus caras sólo se dibujaban expresiones de calma. Los bravucones americanos charlaban en voz baja. En los irlandeses, pelirrojos y morenos por igual, de repente mucho más irlandeses si cabe, podía verse una especie de corriente subterránea que los unía, visible en las miradas curtidas y las bocas apretadas como puños antes de una pelea.
—¿Encontró algún botón? —le pregunté al señor Piest mientras el grupo se dispersaba.
Estaba sentado en un rincón como un crustáceo en la grieta de una roca.
—Señor Wilde, señor Wilde —dijo mientras me estrechaba la mano y se succionaba las mejillas marchitas en gesto de resignación—. No. Las huellas se borran tan fácilmente en ese paisaje como la sangre en una zanahoria. Pero, no le quepa duda, encontraré algo para nuestro jefe, señor Wilde, sea un hilo o un saco de palas. Quédese con mis palabras. Lo encontraré o moriré en el intento.
El señor Piest daba risa. Pero, por más risiblemente que expresara sus ideas, era como si hablara por mi boca. A lo mejor los dos estábamos locos, se me ocurrió pensar mientras salía de las Tombs y volvía a casa para ver a Bird. No regresaba exactamente por razones prácticas, pero era necesario que lo hiciera. De otra manera, no podía pensar con claridad. Desde el descubrimiento de la sepultura, Bird se había encontrado convincentemente mal.
La señora Boehm estaba de pie, haciendo incisiones en la parte de arriba de las hogazas; el calor de los hornos le pegaba el vestido de algodón azul oscuro a los diminutos pero vibrantes pechos de colibrí. Las comisuras de sus labios seguían apuntando hacia abajo.
—¿Algún cambio? —le pregunté mientras envolvía una rebanada fina de pan de azúcar blanco en el ya familiar papel púrpura sobre la mesa. Una ofrenda de paz antes de que estallara una nueva guerra.
—Danke —dijo sorprendida—. No.
Habíamos tenido un incidente por una varilla de amasar que Bird había visto usar a la señora Boehm, justo antes de que yo saliera en dirección a las Tombs esa mañana. Yo nunca había oído gritar a nadie de ese modo, jamás. Como si el simple sonido pudiera borrar todo lo demás, hacer que todo se volviera blanco bajo el torrente de ruido. Se había roto más loza, y de nuevo se le había echado la culpa a su mano. Luego la niña se había quedado en silencio, y eso había sido aún peor.
—Hable con ella, no sé.
—Lo intentaré. —Me di la vuelta para subir las escaleras.
—Bien. Y cuando lo haya intentado, si ella sigue callada, probaré yo otra vez.
—¿Qué tal va Luces y sombras en la ciudad de Nueva York? —añadí burlonamente por encima del hombro.
El rodillo pastelero que acababa de levantar quedó suspendido en el aire.
—No se preocupe, yo también lo leo —la tranquilicé—. La historia en la que el asesino esconde el cadáver dentro de una vitrina del Barnum’s American Museum es mi preferida. Es genial.
Separó los labios y aventuró una mirada maliciosa desde debajo de sus pestañas apenas visibles.
—Quizá una joven limpiadora ha sido seducida por un conde de visita, o tal vez no. Si yo leyera esas cosas, lo sabría.
—Ya —dije sonriendo y seguí subiendo hasta que la perdí de vista.
Entré en el dormitorio de la señora Boehm. Pero Bird, que antes había estado tan quieta que se veían las corrientes que se agitaban bajo el lago de superficie helada, no estaba allí. Así que fui a mi habitación, temiendo que se hubiera tirado por la ventana tan rápida y silenciosamente como había tropezado con mis rodillas.
Pero no, no se había tirado. Bird yacía boca abajo, vestida con su larga blusa que parecía una túnica y sus pantalones de chico, y sostenía un trozo de carbón en la mano. Había cogido uno de mis muchos tristes bocetos de transbordadores descolgándolo de la pared y estaba dibujando encima. Formas serpentinas que amenazaban al barco desde debajo del agua; un halcón en un árbol. O el halcón acababa de atrapar su cena u otra serpiente estaba introduciéndose a la fuerza por la garganta del depredador. Cuando entré, me miró. Se sentía culpable por reinterpretar mi arte.
Yo cogí otro trozo de carbón.
—Tengo que irme pronto —dije mientras sombreaba las garras del halcón que se curvaban suavemente.
Bird asintió, su espalda encorvada se pareció un poco menos al caparazón de una tortuga. Estuvimos callados un rato. Había decidido no contarle nada de la fuga de sus amigos, todavía no. No quería pronunciar el nombre de Silkie Marsh. Ya se enteraría de su aventura en cuanto los cadáveres hubieran desaparecido de su vista.
—¿Cómo es su cara, su cara entera? —preguntó de repente.
Me sentí de cristal por un instante. Quebradizo como un prisma.
Pero entonces me quité el sombrero y pensé: «Es mejor así y no que Val acabe arrancándomela de la cabeza cualquier día que se exceda con el alcohol y la morfina empiece a dejar de hacerle efecto. Mejor que hacerlo a solas. Tal vez».
—Descúbrelo por mí, ¿quieres? —sugerí—. Sinceramente, yo no sabría decirte. Ha sido un gran peso para mí.
Bird se arrodilló. Como yo también estaba en el suelo, no tuvo que alargar mucho las manos para quitarme la franja de la máscara y tirar de la venda de gasa aceitada de la cara. Dejó que la tela cayera sobre las tablas del suelo.
Y entonces salió corriendo de la habitación.
Me recorrió una extraña sensación enfermiza y de temor, el tipo de sensación asfixiante que un hombre no puede controlar por más hombre que se crea. Pero al momento Bird volvió corriendo con un espejo de mano que había cogido del dormitorio de la señora Boehm y lo sostuvo en alto.
—Parece un auténtico bravucón flash, señor Wilde. Un broncas de primera. Alguien con quien más vale no meterse.
Así que yo también eché un vistazo.
La carne que rodeaba mi ojo derecho hasta el nacimiento del pelo era a la vez nueva y vieja. Tenía un extraño color rojo brillante con ondulaciones que se rizaban, la piel de un lagarto, no de un ser humano. Y ella tenía razón. Era tan feo que resultaba absolutamente fascinante. Antes, había tenido un cuerpo bastante curtido, con rasgos que difícilmente podrían considerarse atractivos. Dejémoslo en sano y juvenil. Ahora era un hombre salvaje, un villano que correría cualquier peligro, que se arriesgaría a una muerte violenta por un amigo o por una caja de puros. Ya no servía para camarero. Pero el aspecto se ajustaba bastante bien al que se le supone a un estrella de cobre.
—¿Crees que debería volver a ponerme la venda, para no a asustar a mis enemigos? —bromeé.
—Sí —respondió sonriendo un poco—. Pero sólo asustaría a los enemigos, me parece. No a nadie con el que usted no esté enfadado.
Me sentí tan agradecido por un momento que no supe qué decir. No encontré las palabras.
—Más vale que vuelva al trabajo.
Bird cogió la delgada venda pero esbozó una mueca de consternación. La sostuvo en alto para que lo viera: sus dedos habían dejado marcas de carboncillo por todas partes, gris sobre manchas grises de un polvo ceniciento.
—Lo siento. Sólo quería verla.
—No te preocupes. —Repulsivo e inconsciente, o repulsivo y bien informado, tanto daba, seguía teniendo unas cicatrices monstruosas, así que me volví a atar la venda, y, al ponerme en pie, mandé de una patada el algodón aceitado a un rincón—. Si no me lo hubieras pedido, no sé cuándo me lo habría quitado.
Me gustaría decir que la tarde que siguió tuvo algo de bueno. Pero la verdad es que fue espantosa. Me obligó a sentarme en las Tombs, con los dientes apretados, para escribir:
Informe redactado por el agente T. Wilde, Distrito 6, Demarcación I, Estrella 107. A raíz de la sospecha de la existencia de un enterramiento ilegal del que había informado Bird Daly, antigua residente del burdel de Madam Marsh en el n.° 34 de Greene Street, acompañé al jefe Matsell y al señor Piest a la esquina de la calle Treinta con la Novena Avenida.
Nunca había odiado tanto un borrón de tinta desde lo de Aidan Rafferty. Y dos noches más tarde, después de un par de días horrorosos que pasé hablando con lo que me pareció eran todos los habitantes de la ciudad, escribí lo siguiente:
Informe redactado por el agente T. Wilde, Distrito 6, Demarcación I, Estrella 107. He interrogado a varios comerciantes (tendero, pollero, modista, carbonero, suministrador de licores, cochero, doncella, recadero) relacionados con el establecimiento de Madam Marsh sin ningún resultado. Aparte de la profesión que allí se practica, la casa está fuera de toda sospecha. Las preguntas realizadas al azar a vecinos que viven cerca del lugar donde se descubrió el enterramiento sólo informaron de tráfico normal.
La identificación de los cuerpos ha resultado ser una tarea imposible. La interrogación a los colegas estrellas de cobre irlandeses o a sus conocidos no ha arrojado ninguna luz ni ha servido para descubrir una sola palabra sobre sucesos siniestros. Debido al apremio y careciendo de otras vías, tras obtener previamente el permiso del jefe Matsell consulté en detalle a la señorita Mercy Underhill, enlace de las obras de caridad con los católicos. Al enterarse del enterramiento masivo, la señorita Underhill dijo no conocer a nadie que buscara niños desaparecidos, pero sugirió que se consultara con su padre, el reverendo Thomas Underhill, así como con el padre Connor Sheehy, manteniendo la más estricta confidencialidad, con la esperanza de que sus obras caritativas, distintas pero de amplio alcance, podrían haberles permitido conocer alguna pista. Con el permiso del jefe, la señorita Underhill llevó a cabo lo propuesto. Sin embargo, no se ha conseguido ninguna información adicional.
¿Hemos de pensar que esos niños fueron sacrificados sin que nadie los echara en falta?, ¿es creíble?, ¿es eso posible?
Tuve que contener toda mi mala leche para no añadir a continuación: «Y yo… ¿qué voy a hacer?».
A la mañana siguiente, 26 de agosto, bajé y me senté a la mesa vacía de la señora Boehm. Como acostumbraba a salir a repartir con frecuencia, no la eché en falta. Se me había asignado la misión específica de investigar la fosa común, así que me levanté a las siete, porque me había acostado tarde al tener que interrogar a gente que no quería que le hicieran preguntas. Bird, ahora que ya podía conciliar el sueño, dormía como una bendita.
Así que lo único que me saludó esa mañana fue el correo que la señora Boehm había dejado junto a mi ejemplar del Herald y el tipo de bollo que ella sabía que yo compraba por la mañana. Eché un vistazo rápido a los titulares del periódico y no vi ni palabra sobre la fosa común. Luego cogí el sobre, que iba dirigido al «Señor Timothy Wilde, Estrella de Cobre, Panadería de Elizabeth Street», y lo abrí.
SEÑOR WILDE:
AY ALGUNOS CIUDADANOS QUE DIZEN QUE EDUCAR A LOS IRLANDESES ES COMO ENSEÑAR A LOS ZERDOS PORQUE SI APRENDEN PUEDEN CREERSE QUE SON MEJORES QUE LOS NEGROS CON PIEL BLANCA QUE EN REALIDAD SON. ESTE ES UN IRLANDÉS QUE NO ESTA DE ACUERDO Y VEA COMO CUMPLO CON LA OBRA DE DIOS Y TENGO LA SUFIZENTE INSTRUZION PARA ESCRIBIRLE ESTA CARTA.
LOS ROMANISTAS HAN SUFRIDO BAJO LA BOTA DE LOS PROTESTANTES DURANTE DEMASIADO TIEMPO. PERO LA DEVILIDAD ES NUESTRA Y YO SE POR QUE. LOS NIÑOS QUE SE PROSTITULLEN SON UNA ABOMINACIÓN CONTRA LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y TIENEN QUE SER ESPURGADOS. UN DEFECTO IRLANDÉS, UN PECADO IRLANDÉS Y SÓLO UN IRLANDÉS PUEDE LIMPIAR NUESTRA SUZIEDAD A OJOS DE DIOS. NUESTRO BENDITO PAPA CLAMA POR LA MANO PRESTA DE LA VENGANZA SOBRE ELLOS PORQUE SOLO CUANDO ESTEMOS LIMPIOS PODREMOS RECLAMAR LO QUE ES NUESTRO Y PONER A NUEVA YORK EN MANOS DE LA SANTA IGLESIA DE ROMA. POR ESO OCULTÉ A LOS NIÑOS MUERTOS AL NORTE DE LA ZIUDAD MARCADOS CON LA SEÑAL DE LA CRUZ PORQUE NO ERAN DIGNOS DE OTRO TRATO Y SE QUE HE SIDO NOMBRADO.
LA MANO DEL DIOS DE GOTHAM
Debo reconocer que no me había sentido tan perplejo desde… bueno, desde hacía tres días a esas alturas.
Porque se trataba de la carta más absolutamente ridícula que había visto en mi vida.
¿Esperaba de verdad el autor de aquel texto absurdo que me tragara que el mismo hombre que había escrito «enseñar a los zerdos» seguidamente escribiera fríamente «Los romanistas han sufrido bajo la bota de los protestantes durante demasiado tiempo»? Los camareros saben cómo habla la gente normal, y ni siquiera un loco farfullaría de una forma tan descabellada. ¿Suponía aquel completo idiota que yo me creería que algún irlandés asesinaría a niños que se prostituían para provocar un cambio político?, ¿suponía que era el tipo de persona que se cree que el Papa respiraba fuego y cada año reinstauraba la Inquisición española? ¿Alguien, aparte de un heraldo desquiciado salido de un pabellón de pirados, firmaría una carta como «La mano del Dios de Gotham» y esperaría que yo, un americano autóctono, temiera una bota irlandesa sobre mi cuello?
Eso me dejaba con dos preguntas, mientras daba golpecitos con el papel doblado sobre la mesa, al lado del café que se enfriaba rápidamente.
Una: ¿cómo demonios se había enterado ese pirado llorón de lo de la fosa de los cuerpos? Y dos: ¿por qué demonios me había enviado a mí la malhadada carta? Podría haberla mandado cualquier estrella de cobre, me recordé a los tres segundos. Y si se trataba de un extraño estrella de cobre nativista en un intento por despertar un sentimiento anticatólico, no dudo de que Matsell le arrancaría el pellejo de un modo u otro. Pero puede que no hubiera sido un policía, así que me concentré en el segundo enigma. Ese era más fácil, claro. Cuando releí el contenido, tardé exactamente cuatro segundos más en imaginar quién era el hombre más probable al que culpar de mi dirección en el sobre. Se suponía que debía entregar un mensaje al Partido Demócrata.
—Maldito seas, Valentine Wilde —dije en voz alta mientras me guardaba la enfermiza y retorcida carta en la levita y corría a la puerta.