82

Saga todavía va esposada de pies y manos mientras dos guardias armados la conducen por un pasillo vacío. Los hombres caminan de prisa y la agarran con fuerza de los brazos.

Ya es demasiado tarde para echarse atrás, ahora va directa hacia Jurek Walter.

El empapelado de las paredes está rajado y los listones de madera, gastados. En el suelo de linóleo de color hueso hay una caja de cartón con protecciones usadas para los zapatos. Las puertas cerradas que cruzan tienen cartelitos con cifras.

A Saga le ha entrado dolor de barriga e intenta detenerse, pero los guardias la empujan.

—Sigue —dice uno de ellos.

El módulo del Löwenströmska tiene un nivel de seguridad muy elevado y el de su perímetro está muy por encima del nivel 1. Eso significa que, en principio, resulta imposible escapar del edificio o penetrar en él desde el exterior. Las celdas de aislamiento tienen puertas de acero ignífugas y herméticas, el techo cerrado y las paredes reforzadas con láminas metálicas de treinta y cinco milímetros.

Una pesada verja restalla al cerrarse a sus espaldas mientras continúan por la escalera que baja a la planta cero.

El guardia de sección que está en la esclusa toma la bolsa de objetos personales, echa un vistazo a los papeles y registra a Saga en el ordenador. Al otro lado de la esclusa ven a un hombre un poco mayor con una porra en el cinturón. Lleva gafas grandes y el pelo ondulado. Saga lo observa a través del cristal blindado.

El hombre de la porra coge los informes sobre Saga, los hojea, la mira un rato y sigue pasando páginas.

A Saga le duele tanto la barriga que necesitaría tumbarse. Intenta respirar tranquila, pero entonces nota una punzada y se dobla para aliviar el dolor.

—Estate quieta —dice el guardia en tono indiferente.

Un hombre joven con bata de médico aparece al otro lado de la esclusa. Pasa una tarjeta de autorización por el lector magnético, introduce un código y va a su encuentro.

—Bueno, yo me llamo Anders Rönn, hago de jefe interino de servicio en este sitio —dice a secas.

Tras una inspección corporal superficial, Saga acompaña al médico y al cuidador de pelo ondulado por la primera puerta de la esclusa. Puede percibir el olor a sudor de los dos hombres en el diminuto espacio hasta que se abre la segunda puerta.

Saga reconoce cada rasgo del módulo que había visto en los detallados planos que ha memorizado.

En silencio, doblan una esquina y van hasta el estrecho cuartito de las cámaras del sistema de seguridad. Una mujer con piercings en las mejillas está sentada delante de los monitores del circuito de alarmas. Se ruboriza cuando ve a Saga, pero la saluda afable antes de bajar la mirada y anotar algo en el cuaderno de bitácora.

—My, ¿podrías quitarle las esposas de los pies a la paciente? —pregunta el joven médico.

La mujer asiente, se pone de rodillas y abre el candado. Los pelos de su cabeza se ponen tiesos debido a la electricidad estática que genera la ropa de Saga.

El joven médico y el cuidador la acompañan por la puerta, esperan a oír la señal y luego continúan hasta una de las tres puertas que hay en el pasillo.

—Abre la puerta —dice luego el médico al hombre de la porra.

El vigilante saca una llave, abre el cerrojo y le pide a Saga que entre y se sitúe sobre la cruz roja que hay en el suelo y de espaldas a la puerta.

Ella hace lo que le ordenan y de nuevo oye reaccionar el mecanismo de la cerradura al giro de la llave.

Enfrente tiene otra puerta de metal que sabe que está cerrada y que conduce directamente a la salita de recreo.

La habitación está amueblada pensando exclusivamente en la seguridad y funcionalidad. Todo lo que hay es una cama fijada a la pared, una silla y una mesa de plástico, y una taza de váter sin aro ni tapa.

—Date la vuelta, pero quédate sobre la cruz.

Saga obedece y ve que la trampilla de la puerta está abierta.

—Acércate despacio y saca las manos.

Saga se acerca a la puerta, junta las manos y las introduce por la pequeña abertura. Las esposas ceden y Saga se retira de la puerta caminando de espaldas.

Se sienta en la cama mientras el guardia le informa de las reglas y rutinas del módulo.

—Puedes ver la televisión y relacionarte con los otros pacientes en la salita de ocio entre la una y las cuatro —dice para terminar; la mira unos segundos, cierra la portezuela y echa el pestillo.

Saga se queda donde está y piensa que ya ha llegado a su destino, que la misión acaba de empezar. Siente la gravedad del momento en la boca del estómago y cómo se esparce por brazos y piernas como un cosquilleo. Es consciente de que ahora es una paciente del módulo de seguridad del Löwenströmska sometida a un altísimo nivel de vigilancia y sabe que el asesino en serie Jurek Walter está a escasos metros de distancia.

Se acurruca de costado y luego se tumba boca arriba en la cama mirando fijamente la cámara que hay en el techo. Tiene forma de media esfera y es negra y brillante, como el ojo de una vaca.

Ha pasado bastante tiempo desde que se tragó el micrófono y ya no se atreve a esperar más. No puede dejar que el objeto siga el curso de la digestión y entre en el duodeno. Cuando va hasta el grifo y bebe un poco de agua le vuelven los fuertes dolores de estómago.

Saga respira tranquila, se pone de rodillas sobre el sumidero del suelo, le da la espalda a la cámara y se mete dos dedos en la garganta. Vomita el agua, mete los dedos más adentro, consigue regurgitar la pequeña cápsula con el micrófono y la oculta inmediatamente con la mano.

El hombre de arena
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