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Saga esboza una sonrisa y le aguanta la mirada al médico hasta que éste le da el vaso de plástico. Cierra la trampilla, pero se queda un rato al otro lado de la puerta. Ella se dirige al centro de la celda, hace ver que se mete la pastilla en la boca, se echa agua en la mano y traga con la cabeza hacia atrás. No mira hacia la ventanita, no sabe si él todavía sigue allí, pero se sienta un rato en la cama y luego apaga la luz. Protegida por la oscuridad, se apresura a esconder la pastilla debajo de la plantilla de una de las zapatillas y luego se tumba.
Antes de dormirse vuelve a ver la cara de Bernie, las lágrimas asomando a sus ojos cuando se puso la soga al cuello.
Su lucha silenciosa y los golpecitos de los talones en la puerta la persiguen en el duermevela.
Saga se hunde rápidamente en un sueño profundo, curativo.
Sin embargo, en algún momento el reloj de arena da la vuelta.
Como un remolino de aire caliente, vuelve a acercarse a un estadio consciente y de pronto abre los ojos en la oscuridad. No sabe qué es lo que la ha despertado. En el sueño eran los pies de Bernie pataleando.
«A lo mejor es un tintineo lejano», piensa.
Pero lo único que se oye es su propio pulso en el conducto auditivo.
Parpadea y agudiza el oído.
Poco a poco, el cristal blindado de la puerta surge como un cuadrado de océano de hielo.
Saga cierra los ojos e intenta dormirse otra vez. Los ojos le escuecen de cansancio, pero no consigue relajarse. Hay algo que la mantiene alerta.
Las paredes de metal chasquean y Saga vuelve a abrir los ojos. Mira hacia la ventanilla gris.
De pronto, una sombra oscura se asoma al vidrio.
En un instante Saga está completamente despierta, helada.
Un hombre la está mirando a través del cristal blindado. Es el joven médico. ¿Ha estado allí todo el rato?
Él no puede ver nada en la oscuridad.
Aun así, está ahí, en mitad de la noche.
Se oye un leve siseo.
Su cabeza se ladea.
Ahora Saga entiende que el tintineo que la ha despertado es la llave dentro de la cerradura.
El aire entra con un silbido, el tono se expande, se hace más grave y perece.
La pesada puerta se abre y Saga sabe que tiene que permanecer inmóvil. Debería estar profundamente dormida por el efecto de la pastilla. La iluminación nocturna del pasillo asoma como un polvillo crepitante tras la cabeza y los hombros del joven médico.
Saga piensa que a lo mejor la ha visto fingir que se tomaba la pastilla, que está entrando para sacarla de su zapatilla. «Pero el personal no puede entrar solo a las celdas de los pacientes», se dice.
Luego cae en la cuenta de que el médico está entrando en su celda porque cree que se ha tomado la pastilla y que está sumida en un profundo sueño.