Capítulo Trece

Pasaron días y semanas. Jonás aprendió, a través de los recuerdos, los nombres de los colores; y entonces empezó a verlos todos en su vida corriente (aunque sabía que ya no era corriente, ni lo volvería a ser nunca). Pero no duraban. Había, por ejemplo, un atisbo de verde en el césped plantado alrededor de la Plaza Central o en un matorral a la orilla del río. El naranja intenso de las calabazas que venían en camiones de los campos agrícolas que había más allá de la Comunidad: se veía durante un segundo, el destello de color brillante, pero luego se apagaba y las calabazas volvían a tomar su aspecto plano, sin matices.

El Dador le dijo que tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que viera los colores permanentes.

—¡Pero yo los quiero! —dijo Jonás, enfadado—. ¡No es justo que nada tenga color!

—¿Cómo que no es justo? —el Dador miró a Jonás con curiosidad—.

Explícate.

—Pues...

Jonás tuvo que pararse a pensarlo bien.

—¡Si todo es igual, no se puede elegir! ¡Yo quiero despertarme por la mañana y decidir cosas! ¿Una túnica azul o roja?

Y se miró, miró al tejido incoloro de su ropa.

—Pero todo es igual siempre.

Entonces se rió un poco.

—Ya sé que no es importante lo que uno lleve puesto. No importa.

Pero...

—Elegir es lo importante, ¿no? —preguntó el Dador.

Jonás asintió.

—Mi hermanito... —empezó a decir, pero rectificó—. No, eso es inexacto. No es hermano mío, en realidad. Pero este Nacido que mi familia cuida..., que se llama Gabriel...

—Sí, ya sé lo de Gabriel.

—Bueno, pues está justo en una edad en la que aprende muchísimo. Agarra los juguetes cuando se los ponemos delante; mi padre dice que está aprendiendo el control de los músculos menores. Y es verdaderamente simpático.

El Dador asintió.

—Pero ahora que yo veo los colores, por lo menos a veces, estaba pensando: ¿y qué pasaría si le pudiéramos poner cosas que fueran muy rojas o muy amarillas y él pudiera escoger? En vez de la Igualdad.

—Que podría escoger mal.

—¡Ah! —Jonás se quedó callado unos instantes—. Ya, ya veo lo que quiere decir. Para un juguete de Nacido no importaría. Pero después sí importa, ¿no es eso? No nos atrevemos a dejar que la gente escoja.

—¿No sería prudente? —sugirió el Dador.

—Desde luego, no sería nada prudente —dijo Jonás con convicción—.

¿Y si se les dejara escoger a su cónyuge y escogieran mal? ¿O si —continuó, casi riéndose de semejante absurdo— escogieran su trabajo?

—Asusta, ¿verdad? —dijo el Dador.

Jonás rió entre dientes.

—Asusta mucho. No me lo puedo ni imaginar. Es verdad que hay que proteger a la gente de la posibilidad de escoger mal.

—Es más seguro.

—Sí —reconoció Jonás—. Mucho más seguro.

Pero cuando la conversación pasó a otras cosas Jonás se quedó, aún, con un sentimiento de frustración que no entendía.

Ahora se sorprendía a menudo enfadado: irracionalmente enfadado con sus compañeros de grupo, porque estaban satisfechos con unas vidas que no tenían nada de la vibración que la suya estaba adquiriendo. Y enfadado consigo mismo, por no poder cambiar esa situación.

Lo intentó. Sin pedirle permiso al Dador, porque temía —o sabía que no se lo daría, intentó dar su nueva conciencia a sus amigos.

—Asher —dijo una mañana—, mira esas flores con mucha atención.

Estaban junto a un macizo de geranios plantado cerca del Registro Público. Puso sus manos sobre los hombros de Asher y se concentró en el rojo de los pétalos, tratando de retenerlo todo el tiempo que pudo, y a la vez tratando de transmitir la conciencia del rojo a su amigo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Asher, intranquilo—. ¿Pasa algo malo?

Y se apartó de las manos de Jonás. Era sumamente grosero que un ciudadano tocase a otro fuera de las Unidades Familiares.

—No, nada. Se me ocurrió que se estaban marchitando y deberíamos comunicar al Equipo de Jardinería que necesitan más riego.

Y Jonás dio un suspiro y se alejó.

Una tarde volvió de la formación a su casa abrumado por su nuevo conocimiento. El Dador había escogido aquel día un recuerdo sorprendente y turbador. Bajo el tacto de sus manos, Jonás se había encontrado de pronto en un lugar que le resultaba completamente extraño: caluroso y barrido por el viento, bajo un vasto cielo azul. Había matas de hierba rala, algún que otro arbusto y alguna peña, y cerca se veía una zona de vegetación más espesa: árboles anchos y bajos que se recortaban sobre el cielo. Oyó ruidos: disparos secos de armas —percibió la palabra rifles— y luego gritos, y un estrépito inmenso y brusco de algo que caía, arrancando ramas de los árboles.

Oyó voces que se llamaban unas a otras. Atisbando desde el lugar donde estaba escondido detrás de unos arbustos, se acordó de lo que le había dicho el Dador, que en otro tiempo la piel tenía distintos colores. Dos de aquellos hombres tenían la piel marrón oscura; los otros eran claros. Acercándose más, vio que cortaban a hachazos los colmillos de un elefante inmóvil en el suelo y se los llevaban a cuestas, salpicados de sangre. Y se sintió agobiado por una nueva percepción del color que conocía como rojo.

Después los hombres se fueron hacia el horizonte a toda velocidad, en un vehículo que escupía piedrecitas con el girar de sus ruedas. Una piedra le dio en la cabeza y le dolió. Pero el recuerdo continuó, aunque Jonás estaba ya deseando que acabara.

Entonces vio que otro elefante salía del lugar donde había permanecido oculto entre los árboles. Muy despacio caminó hasta el cuerpo mutilado y lo miró. Con su trompa sinuosa acarició el enorme cadáver; después la levantó, arrancó de cuajo unas ramas frondosas y las tendió por encima de la mole de carne desgarrada.

Por último ladeó su cabeza poderosa, elevó la trompa y bramó al paisaje vacío. Jonás no había oído nunca nada semejante. Era un sonido de rabia y de dolor y parecía que no iba a acabar nunca.

Aún lo seguía oyendo cuando abrió los ojos, angustiado, tendido sobre la cama donde recibía los recuerdos. Y seguía bramando en su conciencia mientras pedaleó lentamente de vuelta a casa.

—Lily —preguntó esa noche cuando su hermana tomó de la estantería su objeto sedante, el elefante de peluche—, ¿tú sabías que en otra época hubo elefantes de verdad, vivos?

Ella bajó la vista al desflecado objeto sedante y sonrió de oreja a oreja.

—Sí, sí —dijo escépticamente—. Claro, Jonás.

Jonás fue a sentarse con ellos mientras su padre le desataba a Lily las cintas del pelo y la peinaba. Puso una mano en un hombro de cada uno. Con todo su ser intentó pasarles un fragmento del recuerdo: no del grito torturado del elefante, sino del ser del elefante, de aquel ser imponente, inmenso y de la delicadeza con que había atendido a su amigo al final.

Pero su padre siguió peinando la larga cabellera de Lily y Lily, impaciente, se revolvió al fin bajo la presión de su hermano.

—Jonás —dijo—, me estás haciendo daño con la mano.

—Pido disculpas por hacerte daño, Lily —farfulló Jonás, y la retiró.

—Te disculpo —respondió Lily, indiferente, acariciando el elefante sin vida.

—Dador —preguntó una vez Jonás mientras se preparaban para el trabajo del día—, ¿usted no tiene cónyuge? ¿No se le permite solicitarlo?

Aunque estaba eximido de las Normas de Cortesía, se daba cuenta de que la pregunta era grosera. Pero el Dador había alentado todas sus preguntas, sin que aparentemente le molestaran u ofendieran ni siquiera las más personales.

El Dador rió por lo bajo.

—No, no hay ninguna Norma que lo prohiba. Y sí he tenido cónyuge. Se te olvida que soy muy viejo, Jonás. Mi excónyuge vive ahora con los Adultos Sin Hijos.

—Ah, claro.

Sí que se le había olvidado a Jonás la evidente vejez del Dador.

Cuando los adultos de la Comunidad envejecían, su vida cambiaba. Ya no eran necesarios para crear Unidades Familiares. También los padres de Jonás, cuando él y Lily fueran mayores, se irían a vivir con los Adultos Sin Hijos.

—Tú podrás pedir cónyuge, Jonás, si quieres. Te advierto, sin embargo, que será difícil. La organización de tu casa tendrá que ser diferente de la de la mayoría de las Unidades Familiares, porque a los ciudadanos les están prohibidos los libros. Tú y yo somos los únicos que tenemos acceso a los libros.

Jonás paseó la vista por el pasmoso despliegue de volúmenes.

Ahora, de vez en cuando, veía sus colores. Como las horas que pasaban juntos él y el Dador se les iban en hablar y en la transmisión de recuerdos, Jonás no había abierto todavía ninguno de los libros.

Pero leía los títulos aquí y allá y sabía que contenían todo el conocimiento de siglos y que un día le pertenecerían.

—De modo que si tengo cónyuge, y quizá hijos, ¿tendré que ocultarles los libros?

El Dador asintió.

—Exactamente, a mí no se me permitió compartir los libros con mi cónyuge. Y hay otras dificultades además. ¿Recuerdas la Norma que dice que el nuevo Receptor no puede hablar de su formación?

Jonás asintió. Claro que la recordaba. Había resultado ser, con mucho, la más fastidiosa de las Normas que tenía que obedecer.

—Cuando pases a ser el Receptor oficial, cuando acabemos con esto, se te dará un conjunto de Normas totalmente nuevo. Esas son las Normas que yo obedezco. Y no te sorprenderá que a mí me esté prohibido hablar de mi trabajo con nadie que no sea el nuevo Receptor.

Que eres tú, por supuesto. De modo que habrá toda una parte de tu vida que no podrás compartir con una familia. Es duro, Jonás. Para mí era duro.

—¿Tú entiendes, verdad, que esto es mi vida? ¿Los recuerdos?

Jonás volvió a asentir, pero se extrañó. ¿No consistía la vida en las cosas que uno hacía cada día? Realmente, no había nada más.

—Yo le he visto a usted dar paseos —dijo.

El Dador suspiró.

—Doy paseos. Y como a las horas de comer. Y cuando me llama el Comité de Ancianos, comparezco ante ellos para darles consejo y orientación.

—¿Los aconseja usted muy a menudo?

A Jonás le asustaba un poco pensar que un día tendría que ser él quien diera consejo al Órgano de Gobierno.

Pero el Dador dijo que no.

—Rara vez. Sólo cuando se encuentran con algo que no han experimentado anteriormente. Entonces me llaman para que utilice los recuerdos y les aconseje. Pero pasa muy raramente. A veces me gustaría que solicitaran mi sabiduría con más frecuencia: son tantas las cosas que les podría contar, tantas las cosas que me gustaría que cambiaran. Pero no quieren cambios. La vida aquí es tan ordenada, tan previsible; tan indolora. Es lo que han elegido.

—Pues entonces, no sé para qué necesitan siquiera un Receptor, si no le llaman nunca —comentó Jonás.

—A mí me necesitan. Y a ti —dijo el Dador, pero no explicó—. Eso se les recordó hace diez años.

—¿Qué pasó hace diez años? —preguntó Jonás—. Ah, ya sé. Quiso usted formar a un sucesor y salió mal. ¿Por qué? ¿Por qué se lo recordó eso?

El Dador sonrió tristemente.

—Al fallar el nuevo Receptor, los recuerdos que había recibido se liberaron. No volvieron a mí. Se fueron...

Hizo una pausa y pareció como si forcejeara con la idea.

—No sé exactamente. Se fueron al lugar donde antiguamente existían los recuerdos, antes de que se crearan los Receptores. Por ahí... —e hizo un gesto vago con el brazo—. Y entonces la gente pudo acceder a ellos. Al parecer es lo que sucedía antiguamente. Todo el mundo tenía acceso a los recuerdos.

Fue el caos. Sufrieron de verdad durante un tiempo. Hasta que al fin se pasó, cuando los recuerdos se asimilaron. Pero desde luego aquello les hizo darse cuenta de lo necesario que es un Receptor para contener todo ese dolor. Y el conocimiento.

—Pero usted tiene que sufrir así todo el rato —señaló Jonás.

El Dador asintió.

—Y tú también tendrás que sufrir. Es mi vida. Será la tuya.

Jonás pensó en eso, en lo que sería para él.

—Junto con pasear y comer y... —recorrió con la mirada las paredes de libros—. ¿Y leer? ¿Es eso?

El Dador meneó la cabeza.

—Eso son únicamente las cosas que hago. Mi vida está aquí.

—¿En esta habitación?

El Dador meneó la cabeza. Se llevó las manos a la cara, al pecho.

—No. Aquí, en mi ser. Donde están los recuerdos.

—Mis Instructores de Ciencia y Tecnología nos han enseñado cómo funciona el cerebro —le contó Jonás con entusiasmo—. Está lleno de impulsos eléctricos. Es como un ordenador. Si estimulas una parte del cerebro con un electrodo...

Pero enmudeció al ver una expresión extraña en la cara del Dador.

—No saben nada —dijo el Dador amargamente.

Jonás se quedó escandalizado. Desde el primer día en la habitación del Anexo se habían saltado juntos las Normas de Cortesía y ya eso lo llevaba bien Jonás. Pero esto era otra cosa, esto era mucho más que grosero. Esto era una acusación terrible. ¿Y si alguien le hubiera oído?

Echó una ojeada rápida al altavoz de la pared, aterrado de que el Comité pudiera estar escuchando, como podía hacerlo en cualquier momento. Pero, como siempre durante sus sesiones en común, el interruptor estaba en CERRADO.

—¿Nada? —susurró nervioso—. Pero mis Instructores...

El Dador sacudió la mano como si apartara algo de sí.

—Ah, tus Instructores están bien formados. Conocen los datos científicos. Todo el mundo está bien formado para su trabajo.

—Lo que pasa es que... sin los recuerdos nada significa nada. Esa carga me la dieron a mí. Y al Receptor anterior. Y al que precedió a ése.

—Y así desde hace muchísimo, muchísimo tiempo —dijo Jonás, sabiendo la frase que llegaba siempre.

El Dador sonrió, aunque con una sonrisa extrañamente severa.

—Exactamente. Y el siguiente serás tú. Un gran honor.

—Sí, señor. Me lo dijeron en la Ceremonia. El mayor honor de todos.

Algunas tardes el Dador le despedía sin formación. Jonás sabía, cuando al llegar encontraba al Dador encorvado, meciéndose ligeramente adelante y atrás, con el rostro pálido, que ese día le despacharía.

—Vete —le decía tenso—. Hoy estoy dolorido. Vuelve mañana.

Esos días, preocupado y decepcionado, Jonás se paseaba solo a la vera del río. Los caminos estaban vacíos de gente, salvo los pocos Equipos de Distribución y algún que otro Obrero de Paisajismo. Los niños pequeños estaban todos en el Centro Infantil después de la escuela, y los niños mayores ocupados en sus horas de voluntariado o en su formación.

A solas probaba la memoria que iba adquiriendo. Contemplaba el paisaje en busca de atisbos del verde que sabía que existía en los arbustos; cuando le llegaban destellos a la conciencia, enfocaba sobre él sujetándolo, oscureciéndolo, reteniéndolo en su visión lo más posible, hasta que le dolía la cabeza y lo dejaba desvanecerse.

Miraba fijamente al cielo plano, incoloro, sacándole azul, y recordaba el calor del sol hasta que al fin, por un instante, le caldeaba.

Se paraba al pie del puente que cruzaba el río, el puente que sólo se permitía atravesar a los ciudadanos en misión oficial. Jonás lo había atravesado en excursiones de la escuela para visitar las comunidades exteriores, y sabía que el país que había al otro lado del puente era más o menos igual, llano y bien ordenado, con campos para la agricultura. Las otras comunidades que había visto de visita eran esencialmente como la suya, sin otras diferencias que un estilo ligeramente modificado en las casas, un horario ligeramente distinto en las escuelas.

Se preguntaba qué habría en la lejanía, donde no había ido nunca.

La tierra no acababa más allá de aquellas comunidades cercanas.

¿Habría montes Afuera? ¿Habría zonas vastas y azotadas por el viento como aquel lugar que había visto en el recuerdo, aquel lugar donde murió el elefante?

—Dador —preguntó una tarde, al día siguiente de haber sido despachado de vacío—, ¿qué es lo que le causa dolor?

Al ver que el Dador callaba, continuó.

—La Presidenta de los Ancianos me dijo, al principio, que la recepción de la memoria causa un dolor terrible. Y usted me ha descrito que el fracaso del último nuevo Receptor transmitió recuerdos dolorosos a la Comunidad. Pero yo no he sufrido, Dador. La verdad es que no —Jonás sonrió—. Bueno, recuerdo la quemadura que me dio el primer día. Pero aquello no fue tan terrible. ¿Qué es lo que a usted le hace sufrir tanto? Si me diera una parte de eso, quizá su dolor sería menos.

El Dador asintió.

—Túmbate —dijo—. Es hora, realmente. No puedo seguir escudándote siempre. Antes o después tendrás que recibirlo todo. Déjame que piense —añadió cuando Jonás ya estaba en la cama, esperando, un poco temeroso.

—Muy bien —dijo al cabo de un momento—, ya lo tengo.

Empezaremos por algo conocido. Vamos a irnos otra vez a un monte y un trineo.

Y puso las manos en la espalda de Jonás.