Capítulo Catorce
Era más o menos lo mismo, este recuerdo, aunque el monte parecía ser otro, más empinado, y la nieve no caía tan espesa como la otra vez.
Jonás percibió también que hacía más frío. Vio, mientras esperaba sentado en lo alto de la pendiente, que la nieve que había bajo el trineo no era tan espesa y blanda como la otra vez, sino dura, y con una capa de hielo azulado.
El trineo empezó a moverse, y Jonás sonrió de regocijo, imaginándose la emoción de bajar cortando el aire vigorizante.
Pero esta vez los patines no pudieron hincarse en el suelo helado como antes, en el otro monte alfombrado de nieve blanda; resbalaron de costado y el trineo tomó velocidad. Jonás tiró de la cuerda tratando de dirigirlo, pero la pendiente y la velocidad pudieron más que él y ya no se sintió gozando de la sensación de libertad, sino aterrorizado, a merced de la furiosa aceleración que lo arrastraba por el hielo.
El trineo derrapó y chocó con una elevación del terreno y Jonás salió violentamente despedido por el aire. Cayó sobre una pierna retorcida y oyó crujir el hueso. Aristas de hielo afiladas le rasparon la cara y cuando por fin se detuvo, se quedó inmóvil y conmocionado al principio, sin sentir otra cosa que miedo.
Luego vino la primera oleada de dolor, que le dejó sin respiración.
Era como si tuviera alojada en la pierna un hacha que cortase todos sus nervios con una hoja caliente. En medio de aquel suplicio percibió la palabra «fuego» y sintió como si unas llamas le abrasaran el hueso y la carne rotos. Quiso moverse y no pudo. El dolor arreció.
Gritó y no contestó nadie.
Sollozando, ladeó la cabeza y vomitó en la nieve helada. De la cara le goteó sangre sobre el vómito.
—¡Nooooo! —gritó, y el sonido desapareció en el paisaje vacío, en el viento.
Y de pronto estaba otra vez en la habitación del Anexo, retorciéndose en la cama, con la cara bañada de lágrimas.
Capaz ya de moverse, se meció adelante y atrás, respirando hondo para soltar el dolor recordado.
Se sentó y se miró la pierna, que estaba extendida sobre la cama, ilesa. La tajada de dolor brutal había desaparecido. Pero la pierna seguía doliendo horriblemente, y sentía la cara desollada.
—¿Puedo tomar un analgésico, por favor? —suplicó.
Siempre, en su vida cotidiana, había un analgésico para las magulladuras y las heridas, para un dedo machucado, un dolor de estómago, una rodilla desollada por caerse de la bici. Había siempre una dosis de pomada anestésica o una pastilla; o, en los casos fuertes, una inyección que producía alivio instantáneo y total.
Pero el Dador dijo que no y miró para otro lado.
Aquella noche Jonás volvió a casa empujando la bici, cojo. El dolor de la quemadura había sido pequeñísimo en comparación y no le había durado. Pero este dolor no acababa de pasarse.
Tampoco era insoportable, como había sido en el monte. Jonás trató de ser valiente. Recordó que la Presidenta había dicho que era valiente.
—¿Te ocurre algo, Jonás? —preguntó su padre en la cena—. Estás muy callado esta noche. ¿No te encuentras bien? ¿Quieres alguna medicación?
Pero Jonás se acordó de las Normas. Nada de medicinas para lo relacionado con su formación.
Y nada de hablar de su formación. A la hora de compartir los sentimientos se limitó a decir que estaba cansado, que las clases de la escuela habían sido muy agotadoras aquel día.
Se retiró a su dormitorio pronto y a través de la puerta cerrada oyó las risas de sus padres y su hermana mientras bañaban a Gabriel.
«Ellos jamás han conocido el dolor», pensó. Al darse cuenta se sintió desesperadamente solo y se frotó la pierna dolorida. Por fin se quedó dormido. Y una y otra vez soñó con la angustia y la desolación del monte deshabitado.
La formación diaria siguió adelante, y ahora siempre incluía dolor.
El suplicio de la pierna rota empezó a parecer un mero malestar a medida que el Dador, firmemente, poquito a poco, introducía a Jonás en el sufrimiento profundo y terrible del pasado. Cada vez, de pura bondad, el Dador remataba la tarde con un recuerdo de placer lleno de color: una travesía a toda vela por un lago verdiazul; una pradera moteada de flores silvestres amarillas; una puesta de sol anaranjada detrás de montañas.
No era suficiente para suavizar el dolor que Jonás estaba empezando a conocer.
—¿Por qué? —preguntó al Dador después de recibir un recuerdo torturante en el que se había visto abandonado y sin nada que comer, y el hambre le había producido calambres atroces en el estómago vacío y dilatado.
Yacía sobre la cama, dolorido.
—¿Por qué tenemos que guardar estos recuerdos usted y yo?
—Porque eso nos da sabiduría —respondió el Dador—. Sin sabiduría yo no podría desempeñar mi función de aconsejar al Comité de Ancianos cada vez que me llaman.
—¿Pero qué sabiduría se saca del hambre? —gimió Jonás.
El estómago le seguía doliendo, aunque el recuerdo había acabado.
—Hace años —dijo el Dador—, antes de que tú nacieras, muchos ciudadanos presentaron una petición ante el Comité de Ancianos: querían que se aumentara la tasa de nacimientos. Querían que a cada Paridora se le asignaran cuatro partos en vez de tres, de modo que así creciera la población y hubiera más Obreros.
Jonás asintió, escuchando.
—Tiene sentido —dijo.
—La idea era que ciertas Unidades Familiares podrían acoger un hijo más.
Jonás volvió a asentir.
—La mía podría —señaló—. Este año tenemos a Gabriel y es divertido tener un tercer hijo.
—El Comité de Ancianos requirió mi consejo —dijo el Dador—. Para ellos también tenía sentido, pero era una idea nueva y acudieron a mí en busca de sabiduría.
—¿Y usted utilizó sus recuerdos?
El Dador dijo que sí.
—Y el recuerdo más fuerte que se presentó fue el hambre. Venía de muchas generaciones atrás. De siglos atrás. La población había crecido tanto que había hambre en todas partes. Un hambre atroz, que mataba.
Y detrás de ella la guerra.
¿Guerra? Ese concepto no lo conocía Jonás. Pero el hambre sí sabía ahora lo que era. Inconscientemente se frotó el vientre, recordando el dolor de sus necesidades insatisfechas.
—¿Y entonces usted les describió eso?
—Del dolor no quieren ni oír hablar; lo único que buscan es el consejo. Yo me limité a aconsejarles que no se aumentara la población.
—Pero ha dicho que eso fue antes de nacer yo. Muy pocas veces le piden consejo. Sólo cuando..., ¿cómo dijo usted? Cuando tienen un problema que no se han encontrado hasta entonces. ¿Cuándo fue la última vez que pasó eso?
—¿Te acuerdas del día en que voló un avión sobre la Comunidad?
—Sí. Yo me asusté.
—Y ellos también. Lo prepararon todo para derribarlo. Pero me pidieron consejo y yo les dije que esperasen.
—¿Y usted cómo lo sabía? ¿Cómo sabía que era que el piloto se había equivocado?
—No lo sabía. Usé mi sabiduría, procedente de los recuerdos. Yo sabía que en el pasado había habido momentos, momentos terribles, en que unas personas habían destruido a otras por precipitación, por miedo, y con ello habían acarreado su propia destrucción.
Jonás cayó en la cuenta de una cosa.
—Eso significa —dijo lentamente— que usted tiene recuerdos de destrucción. Y me los tiene que dar a mí también, porque yo tengo que adquirir la sabiduría.
El Dador asintió.
—Pero dolerá —dijo Jonás.
No era una pregunta.
—Dolerá terriblemente —confirmó el Dador.
—¿Y por qué no puede tener los recuerdos todo el mundo? Yo creo que parecería un poco más fácil si los recuerdos se compartieran.
Usted y yo no tendríamos que cargar con tanto solos, si los demás tomaran cada uno su parte.
El Dador suspiró.
—Tienes razón —dijo—. Pero entonces todo el mundo estaría cargado y dolorido. Y eso no lo quieren. Y ésa es la verdadera razón de que el Receptor sea tan imprescindible para ellos y le tributen tanto honor. Me seleccionaron a mí, y a ti, para quitarse ellos esa carga de encima.
—¿Cuándo decidieron eso? —preguntó Jonás, iracundo—. No es justo. ¡Vamos a cambiarlo!
—¿Y cómo te parece a ti que lo podríamos cambiar? A mí jamás se me ha ocurrido la manera y se supone que soy quien tiene toda la sabiduría.
—¡Pero ahora somos dos! —dijo Jonás con entusiasmo—. ¡Juntos podemos inventar algo!
El Dador le contemplaba con una sonrisa irónica.
—¿Por qué no pedir sencillamente que se cambien las Normas?—sugirió Jonás.
El Dador se echó a reír; y entonces también Jonás rió entre dientes, a su pesar.
—La decisión fue tomada mucho antes de que tú y yo existiéramos —dijo el Dador—, y antes de que existiera el Receptor anterior y... —calló, esperando.
—Hace muchísimo, muchísimo tiempo.
Jonás repitió la consabida frase. Unas veces le había parecido cómica, otras le había parecido significativa e importante.
Esta vez le pareció siniestra. Quería decir, comprendió, que nada se podía cambiar.
El Nacido, Gabriel, estaba creciendo y pasaba con éxito las pruebas de madurez que hacían los Criadores todos los meses; ya se tenía sentado, sabía coger él solo y sujetar pequeños objetos de jugar y tenía seis dientes. Durante el día, según decía Papá, estaba alegre y aparentaba una inteligencia normal. Pero de noche seguía estando intranquilo, lloriqueaba a menudo y necesitaba atención frecuente.
—Al cabo de todo este tiempo de más que llevo con él —dijo Papá una noche, cuando Gabriel estaba ya Lañado y por el momento descansaba plácidamente en la cunita que había sustituído al capacho, abrazado a su hipopótamo—, espero que no decidan liberarle.
—Tal vez fuera lo mejor —sugirió Mamá—. Ya sé que a ti no te importa levantarte con él por las noches. Pero a mí la falta de sueño me sienta muy mal.
—Si liberan a Gabriel, ¿podremos tener otro Nacido de visitante?—preguntó Lily.
Estaba arrodillada al lado de la cuna, haciéndole visajes al pequeño, que respondía con sonrisas.
La madre de Jonás giró los ojos con gesto de consternación.
—No —dijo Papá sonriente, y le revolvió el pelo a Lily—. Es muy raro, de todos modos, que la calificación de un Nacido sea tan incierta como en el caso de Gabriel. Lo más probable es que no vuelva a suceder en mucho tiempo.
—En cualquier caso —suspiró—, aún tardarán en tomar la decisión.
Ahora mismo estamos todos preparándonos para una liberación que seguramente tendremos que hacer muy pronto. Hay una Paridora que espera dos chicos gemelos para el mes que viene.
—Qué mala suerte —dijo Mamá, meneando la cabeza—. Si son idénticos, espero que no te toque a ti...
—Me toca. Estoy el siguiente en la lista. Me tocará a mí escoger cuál criamos y cuál liberamos. Claro que normalmente no es difícil.
Normalmente es sólo cuestión de peso al nacer. Liberamos al más pequeño de los dos.
Jonás, que estaba escuchando, pensó de pronto en el puente, y cómo estando allí se había preguntado qué habría Afuera. ¿Habría allí alguien esperando para recibir al pequeño gemelo liberado? ¿Crecería Afuera, sin saber nunca que en esta Comunidad vivía un ser que a la vista era exactamente igual que él?
Por un instante sintió una pequeña esperanza ilusionada, a sabiendas de que era una tontería. Sintió la esperanza de que Larissa estuviera aguardándole. Larissa, la vieja a la que él había bañado.
Recordaba sus ojos chispeantes, su voz cálida, su manera suave de reír. Fiona le había dicho recientemente que Larissa había sido liberada en una Ceremonia maravillosa.
Pero él sabía que a los Viejos no se les daban niños para criar. La vida de Larissa Afuera sería tranquila y serena, como convenía a los Viejos; no le haría gracia la responsabilidad de criar a un Nacido al que había que alimentar y atender, y que seguramente lloraría por las noches.
—¡Mamá! ¡Papá! —dijo con una idea que le había venido de repente—, ¿por qué no ponemos esta noche la cuna de Gabriel en mi habitación? Yo sé alimentarle y calmarle, y así Papá y tú podríais dormir.
Papá puso un gesto de duda.
—Tú tienes el sueño muy pesado, Jonás. ¿Y si se desvela y tú no te despiertas?
Fue Lily quien dio respuesta a eso.
—Si nadie le hace caso —señaló—, Gabriel grita una barbaridad. Nos despertaría a todos si Jonás no se enterase.
Papá se echó a reír.
—Tienes razón, Lili—laila. Está bien, Jonás, vamos a hacer la prueba sólo por esta noche. Yo descanso y así también dejamos dormir a Mamá.
Gabriel durmió bien durante la primera parte de la noche. Jonás, en su cama, estuvo despierto un rato; de vez en cuando se empinaba sobre un codo para mirar a la cuna. El Nacido estaba boca abajo, con los brazos relajados a los lados de la cabeza, los ojos cerrados y la respiración acompasada y tranquila. También Jonás acabó durmiéndose.
Pero ya a eso de la media noche le despertaron los ruidos que hacía Gabi. El Nacido estaba inquieto, dando vueltas debajo de la colcha; agitaba los brazos y empezaba a lloriquear.
Jonás se levantó, se acercó y le dio unas palmaditas suaves en la espalda; a veces no hacía falta más para que volviera a coger el sueño.
Pero Gabriel siguió retorciéndose muy nervioso bajo su mano.
Sin dejar de darle palmaditas rítmicamente, Jonás empezó a acordarse del maravilloso paseo en barco que le había pasado el Dador pocos días antes: un día luminoso de brisa en un lago claro de color turquesa, y sobre él la vela blanca de la barca, hinchada por el fresco viento que la impulsaba.
No era consciente de estar transmitiendo el recuerdo; pero de pronto se dio cuenta de que se le estaba debilitando, que estaba deslizándose por su mano al ser del Nacido. Gabriel se calmó.
Alarmado, Jonás recogió lo que quedaba del recuerdo con un esfuerzo de voluntad. Retiró la mano de la espalda diminuta y se quedó inmóvil al lado de la cuna.
Volvió a evocar para sí el recuerdo de la travesía. Seguía estando allí, pero el cielo era menos azul, el suave movimiento de la barca era más lento, el agua del lago era más turbia y oscura. Lo retuvo un rato, apaciguando su propio nerviosismo por lo que había ocurrido; después lo dejó ir y se volvió a la cama.
Al amanecer el Nacido se despertó otra vez llorando. De nuevo Jonás acudió a su lado. Esta vez puso la mano con toda deliberación y firmeza sobre la espalda de Gabriel, y soltó el resto del día sedante en el lago. De nuevo Gabriel se durmió.
Pero entonces el que se desveló fue Jonás, pensando. Ya no le quedaba más que una sombra del recuerdo y sentía una pequeña carencia en su lugar. Sabía que podía pedirle otra travesía al Dador.
Una travesía quizá por mar, la próxima vez, porque ahora Jonás tenía un recuerdo del mar y sabía lo que era; sabía que allí también había barcas de vela, en recuerdos que todavía tenía que adquirir.
Pero se preguntó si debería confesarle al Dador que había dado un recuerdo. Aún no estaba preparado para ser Dador él; ni tampoco Gabriel había sido seleccionado para ser Receptor.
Le asustaba tener aquel poder. Decidió no contarlo.