Capítulo Quince

Al entrar en la habitación del Anexo vio inmediatamente que era día de irse de vacío. El Dador estaba rígido en su sillón, con el rostro oculto entre las manos.

—Volveré mañana, señor —se apresuró a decir, pero tuvo una duda—.

A menos que pueda hacer algo por usted.

El Dador alzó la vista hacia él, con la cara contraída por el sufrimiento.

—Por favor —jadeó—, quítame algo de este dolor.

Jonás le ayudó a trasladarse a la silla contigua a la cama. Después se quitó rápidamente la túnica y se tumbó boca abajo.

—Póngame las manos —dijo, porque estando el Dador en aquella angustia quizá hubiera que recordárselo.

Llegaron las manos y con ellas y a través de ellas el dolor.

Jonás hizo acopio de ánimo y entró en el recuerdo que estaba torturando al Dador.

Estaba en un lugar confuso, ruidoso y maloliente. Era de día, primera hora de la mañana, y un humo espeso llenaba el aire, un humo amarillo y pardo, pegado al suelo. A su alrededor, por todas partes hasta donde alcanzaba la vista de aquello que parecía ser un campo, yacían hombres lamentándose. Un caballo de mirada extraviada, con la brida rota colgando, trotaba frenético entre los amasijos de hombres, sacudiendo violentamente la cabeza, relinchando despavorido. Por fin tropezó y se cayó, y no se volvió a levantar.

Jonás oyó una voz a su lado.

—Agua —decía la voz con un gemido ronco.

Volvió la cabeza y vio los ojos entornados de un muchacho que no parecía mucho mayor que él. Churretes de barro le surcaban la cara y el pelo rubio, enmarañado. Estaba tendido de bruces y en su uniforme gris relucía sangre húmeda, fresca.

Los colores de la matanza eran grotescamente vivos: la humedad roja sobre el tejido basto y polvoriento, las hojas de hierba arrancadas de un verde sorprendente, en el pelo amarillo del muchacho.

El chico le miró fijamente.

—Agua —volvió a suplicar.

Al decirlo, un nuevo chorro de sangre le empapó la áspera tela sobre el pecho y la manga.

Jonás tenía un brazo paralizado por el dolor, y a través de un roto de la manga vio algo que parecía carne desgarrada y astillas de hueso.

Probó el otro brazo y sintió que se movía. Poco a poco se lo llevó al costado, palpó allí una vasija de metal y desenroscó el tapón, deteniendo de tanto en tanto el pequeño movimiento de la mano para esperar a que cediera la acometida de dolor. Por fin, cuando tuvo abierta la vasija, extendió despacio el brazo sobre la tierra empapada de sangre, centímetro a centímetro, y la acercó a los labios del chico.

Un hilo de agua le corrió por la boca implorante y la barbilla sucia.

El muchacho dio un suspiro. Dejó caer la cabeza, con la boca abierta como si algo le hubiera sorprendido. Un velo opaco se extendió lentamente por sus ojos. Enmudeció.

Pero el ruido continuaba por todos lados: los gritos de los hombres heridos, los gritos que pedían agua, Madre, muerte. Los caballos postrados en tierra relinchaban, alzaban la cabeza y pataleaban enloquecidos hacia el cielo.

Lejos, Jonás oía tronar de cañones. Aplastado por el dolor permaneció horas allí tendido, en aquel hedor espantoso, y oyó morir a los hombres y a los animales, y aprendió lo que era la guerra.

Por fin, cuando supo que ya no podía soportarlo más y que él también preferiría morir, abrió los ojos y se halló nuevamente sobre la cama.

El Dador miraba hacia otro lado, como si no tuviera valor para ver lo que había hecho con él.

—Perdóname —dijo.