Capítulo Dieciséis

Jonás no quería volver. No quería los recuerdos, no quería el honor, no quería la sabiduría, no quería el dolor. Quería otra vez su infancia, sus rodillas desolladas y sus juegos de pelota. Se sentaba en casa solo, mirando por la ventana, viendo a los niños jugar, a los ciudadanos que regresaban a casa en bici de sus jornadas de trabajo en las que no pasaba nada, vidas corrientes, libres de angustia porque él había sido seleccionado, como lo fueran otros antes que él, para llevar la carga por los demás.

Pero la elección no estaba en su mano. Todas las tardes volvía a la habitación del Anexo.

El Dador le trató con dulzura durante muchos días después del terrible recuerdo compartido de la guerra.

—Hay tantos recuerdos buenos —le recordó.

Y era verdad.

Ya para entonces Jonás había experimentado incontables fragmentos de felicidad, cosas de cuya existencia no había sabido nada hasta entonces.

Había visto una fiesta de cumpleaños en la que se festejaba a un niño en su día, y entonces entendió el gozo y el orgullo de ser un individuo, una persona única y especial.

Había ido a museos y había visto cuadros llenos de todos los colores que ahora era capaz de reconocer y nombrar.

En un recuerdo extático, había cabalgado sobre un caballo de lustroso pelo castaño, por un campo que olía a hierba mojada, y había desmontado junto a un arroyuelo donde el caballo y él bebieron un agua fría y transparente. Ahora entendía a los animales; y en el momento en que el caballo se apartó del arroyo y le dio una cabezada cariñosa en el hombro, percibió los lazos que unen lo animal y lo humano.

Había caminado por bosques y había acampado de noche, sentado junto a una hoguera. A través de los recuerdos había conocido el dolor de la pérdida y de la soledad, pero entonces aprendió también la dicha que puede haber en estar solo.

—¿Cuál es el que a usted más le gusta? —preguntó al Dador—. No es necesario que me lo dé todavía —se apresuró a añadir—. Sólo se lo pregunto porque me hará ilusión esperarlo: antes o después lo tendré que recibir.

El Dador sonrió.

—Túmbate —dijo—. Te lo doy encantado.

Jonás sintió la alegría desde el primer instante. A veces le costaba un rato orientarse, saber a qué estaba. Pero esa vez entró directamente en la felicidad que impregnaba el recuerdo.

Estaba en una habitación llena de gente, caldeada por un fuego encendido que iluminaba una chimenea. Por una ventana vio que en el exterior era de noche y nevaba. Había luces de colores: rojas, verdes y amarillas, parpadeando en un árbol que estaba, extrañamente, dentro de la habitación. Sobre una mesa, un candelabro dorado y bruñido sostenía unas velas encendidas que daban una luz suave y vacilante.

Olía a guiso y se oía reír en voz baja. En el suelo yacía dormido un perro de pelo rubio.

También en el suelo había paquetes envueltos en papeles de colores alegres y atados con cintas brillantes. Según estaba mirando Jonás, un niño pequeño empezó a cogerlos y repartirlos por la habitación: se los daba a otros niños, a adultos que evidentemente eran padres, y a una pareja de un hombre y una mujer más viejos, que estaban callados y sonrientes, sentados los dos en un sofá.

Mientras Jonás miraba, empezaron uno por uno a desatar las cintas de los paquetes, a desenvolverlos de sus papeles alegres y abrir las cajas, y a sacar de ellas juguetes y ropa y libros. Exclamaban de alegría y se abrazaban.

El niñito fue a sentarse en el regazo de la mujer anciana y ella le meció y frotó una mejilla contra la suya.

Jonás abrió los ojos y se quedó feliz sobre la cama, gozando todavía de aquel recuerdo cálido y reconfortante. Todo estaba allí, todas las cosas que había aprendido a valorar.

—¿Qué has percibido? —preguntó el Dador.

—Calor —respondió Jonás—, y felicidad. Y... déjeme pensar. Familia.

Era una celebración de algo, una fiesta. Y algo más..., pero no se me ocurre la palabra.

—Ya te llegará.

—¿Quiénes eran los Viejos? ¿Por qué estaban allí?

Eso le había extrañado a Jonás, verles en la habitación. Los Viejos de la Comunidad no salían nunca de su lugar particular, de la Casa de los Viejos, donde vivían tan bien atendidos y respetados.

—Se llamaban abuelos.

—¿Qué quiere decir abuelos?

—Quería decir padres de los padres, hace mucho tiempo.

—¿Hace muchísimo, muchísimo tiempo? —y Jonás se echó a reír—.

Según eso, ¿podría haber padres de los padres de los padres de los padres?

También el Dador rió.

—Exactamente. Es un poco como mirarte en un espejo a la vez que te miras en otro espejo y te ves en un espejo dentro de otro espejo.

Jonás frunció el ceño.

—¡Claro, mis padres tienen que haber tenido padres! Nunca se me había ocurrido. ¿Quiénes son los padres de mis padres? ¿Dónde están?

—Podrías ir a mirarlo en el Registro Público. Ahí encontrarías los nombres. Pero piensa, hijo mío. Si tú solicitas hijos, ¿quiénes serán entonces los padres de sus padres? ¿Quiénes serán sus abuelos?

—Pues mi madre y mi padre, quiénes van a ser.

—¿Y dónde estarán?

Jonás reflexionó.

—Ah —dijo despacio—. Cuando yo acabe mi formación y sea adulto del todo, me darán una casa para mí. Y cuando le pase lo mismo a Lily, unos años más tarde, le darán una casa para ella, y quizá cónyuge, y le darán hijos si los solicita, y entonces Mamá y Papá...

—Eso es.

—Mientras sigan trabajando y contribuyendo a la Comunidad, se irán a vivir con los demás Adultos sin Hijos. Y ya no formarán parte de mi vida.

—Y después de eso, cuando llegue el momento, se irán a la Casa de los Viejos —prosiguió, pensando en voz alta—. Y serán bien atendidos, y respetados, y cuando les liberen habrá una celebración.

—A la cual tú no asistirás —señaló el Dador.

—No, claro que no, porque ni siquiera me enteraré. Para entonces yo estaré muy ocupado con mi vida. Y Lily igual. Así que nuestros hijos, si los tenemos, tampoco sabrán quiénes son los padres de sus padres.

—Parece que la cosa funciona muy bien, ¿no? Como se hace en nuestra Comunidad —dijo Jonás—. Es que yo ni había pensado que pudiera haber otra manera, hasta que recibí ese recuerdo.

—Funciona —reconoció el Dador.

Jonás titubeó.

—Pero sí que me ha gustado ese recuerdo. Comprendo que sea su favorito. No he captado el nombre de la sensación entera, esa sensación que era tan fuerte en la habitación.

—Amor —dijo el Dador.

Jonás la repitió.

—Amor.

Eran una palabra y un concepto nuevos para él.

Los dos permanecieron unos momentos en silencio. Luego Jonás dijo:

—¡Dador!

—¿Qué?

—Es una tontería lo que le voy a decir, una tontería tremenda.

—No te preocupes, aquí no hay tonterías. Fíate de los recuerdos y de lo que te sugieran.

—Bien, pues —dijo Jonás mirando al suelo—, ya sé que usted ya no tiene ese recuerdo porque me lo dio, así que quizá no entienda esto...

—Lo entenderé, porque me queda un vago resto de ése y tengo muchos otros recuerdos de familias, y de fiestas, y de felicidad. Y de amor.

Jonás soltó de un tirón lo que sentía.

—Estaba pensando que, bueno, veo que no ha sido una manera muy práctica de vivir, con los Viejos ahí en el mismo sitio, donde quizá no estarían bien atendidos, como lo están ahora, y que nosotros tenemos una manera de hacer las cosas mejor resuelta. Pero en cualquier caso, estaba pensando, mejor dicho sintiendo, en realidad, pues que era así como agradable. Y que me gustaría que nosotros pudiéramos ser así, y que usted pudiera ser mi abuelo. La familia del recuerdo parecía un poco más...

Y al llegar ahí vaciló, sin poder hallar la palabra que buscaba.

—Un poco más completa —sugirió el Dador.

Jonás asintió.

—Me ha gustado la sensación del amor —confesó.

Y echó una ojeada nerviosa al altavoz de la pared, cerciorándose de que nadie estaba escuchando.

—Me gustaría que siguiéramos teniendo eso —susurró—. Por supuesto —se apresuró a añadir—, entiendo que no funcionaría muy bien.

Y que es mucho mejor estar organizados como lo estamos ahora. Me doy cuenta de que era una manera peligrosa de vivir.

—¿Qué quieres decir?

Jonás titubeó. En realidad no estaba seguro de qué había querido decir. Sentía que en aquello había algún riesgo, pero no veía claro de qué.

—Bueno —dijo por fin, tanteando una explicación—, tenían fuego allí dentro de la habitación. Había un fuego ardiendo en la chimenea. Y había velas encima de una mesa. Yo veo muy lógico que todo eso esté prohibido.

—Aun así —dijo despacio, casi como si hablara consigo mismo—, me gustó la luz que daban. Y el calor.

—Papá, Mamá —dijo tímidamente después de la cena—. Tengo que haceros una pregunta.

—¿De qué se trata, Jonás? —preguntó su padre.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para pronunciar las palabras y se puso colorado de vergüenza. Había venido todo el camino desde el Anexo ensayándolas mentalmente.

—¿Vosotros sentís amor por mí?

Hubo un momento de silencio violento. Después Papá soltó una risilla.

—¡Jonás! ¡Que tú salgas con eso! ¡Precisión de lenguaje, por favor!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jonás.

Hacer reír no era ni mucho menos lo que había previsto.

—Tu padre quiere decir que has usado una palabra muy generalizada, tan vacía de contenido que ya casi no se usa —explicó cuidadosamente su madre.

Jonás les miró sin pestañear. ¿Vacía de contenido? Jamás en su vida había sentido nada tan lleno de contenido como aquel recuerdo.

—Y ni que decir tiene que nuestra Comunidad no puede funcionar como es debido si no hablamos con precisión. Podrías preguntar:

«¿Estáis a gusto conmigo?». La respuesta es: «Sí» —dijo su madre.

—O —sugirió su padre—: «¿Estáis orgullosos de lo que hago?». Y la respuesta es un «Sí» sin reservas.

—¿Comprendes por qué es insatisfactorio emplear una palabra como «amor»? —preguntó Mamá.

Jonás asintió.

—Sí, gracias, lo comprendo —respondió lentamente.

Era la primera vez que mentía a sus padres.

—¡Gabriel! —susurró aquella noche al Nacido.

La cuna estaba de nuevo en su habitación. Después de ver que Gabi dormía bien en la habitación de Jonás durante cuatro noches seguidas, sus padres habían declarado que el experimento era un éxito y Jonás un verdadero héroe. Gabriel estaba creciendo deprisa y ya gateaba riendo por toda la habitación y se ponía de pie. Podían subirle de nivel en el Centro de Crianza, dijo Papá, muy contento, ahora que dormía; podía ser oficialmente nombrado y entregado a su familia en diciembre, para lo cual faltaban solamente dos meses.

Pero cuando se lo llevaron dejó de dormir otra vez y gritaba por las noches.

Así que volvió al dormitorio de Jonás. Decidieron darle un poquito más de plazo. Como Gabi parecía estar a gusto en la habitación de Jonás, aún seguiría durmiendo allí por las noches, hasta que tuviera bien formado el hábito de dormir correctamente. Los Criadores eran muy optimistas acerca del futuro de Gabriel.

No hubo respuesta al susurro de Jonás. Gabriel dormía profundamente.

—Las cosas podrían cambiar, Gabi —siguió diciendo Jonás—. Podrían ser diferentes. Yo no sé cómo, pero tiene que haber algún modo de que las cosas sean diferentes. Podría haber colores. Y abuelos —añadió, fijando la mirada, a través de la penumbra, en el techo del dormitorio—. Y todo el mundo tendría recuerdos. Recuerdos, ya sabes —susurró, volviéndose hacia la cuna.

La respiración de Gabriel era honda y acompasada. A Jonás le gustaba tenerle allí, aunque el secreto le hacía sentirse culpable. Todas las noches le pasaba recuerdos a Gabriel: recuerdos de paseos en barca y salidas al campo bajo el sol; recuerdos de lluvia suave cayendo en los cristales; recuerdos de bailar descalzo sobre un césped mojado.

—¡Gabi!

El Nacido se movió ligeramente sin despertarse, Jonás tendió hacia él la mirada.

—¡Podría haber amor! —susurró.

A la mañana siguiente, por primera vez, Jonás no se tomó la pastilla. Algo que había en su interior, algo que había crecido allí a través de los recuerdos, le dijo que la tirase.