Capítulo Tres
—¡Mírale! ¿A que es muy rico? —chilló Lily entusiasmada—. ¡Mira qué chiquitín es! ¡Y tiene los ojos raritos como tú, Jonás!
Jonás le lanzó una mirada furibunda. No le gustó esa alusión a sus ojos y esperaba que su padre la castigara. Pero Papá estaba muy atareado en desatar el capacho de la trasera de su bicicleta. Jonás se acercó a mirar.
Fue lo primero que le llamó la atención del Nacido que miraba con curiosidad desde el capacho, los ojos claros.
Casi todos los ciudadanos de la Comunidad tenían los ojos oscuros. Así los tenían sus padres, y Lily, y todos los miembros de su grupo y amigos. Pero había algunas excepciones, como el propio Jonás; y una Cinco en la que él se había fijado también tenía los ojos distintos, más claros. Nadie hacía mención de tales cosas; no era una Norma, pero se consideraba grosero señalar lo que un individuo tuviera de diferente o inquietante. Jonás pensó que Lily tendría que aprender eso pronto, porque si no sería llamada a castigo por parlotear a lo loco.
Papá metió la bici en su aparcamiento y luego cogió el capacho y lo llevó a la casa. Lily fue tras él, pero se volvió para decir a Jonás, por hacerle rabiar:
—A lo mejor tuvo la misma Paridora que tú.
Jonás se encogió de hombros y entró en la casa detrás de ellos.
Pero le habían extrañado los ojos del Nacido. En la Comunidad había pocos espejos; no estaban prohibidos, pero realmente no eran necesarios, y lo cierto era que Jonás no se molestaba mucho en mirarse al espejo allí donde lo había. Ahora, viendo al Nacido y la expresión de su cara, le vino a la memoria que los ojos claros, además de ser una rareza, daban a quien los tenía un cierto aspecto de... ¿qué era? De profundidad, decidió; como si mirases el agua clara del río hasta el fondo, donde podía haber cosas que aún no estuvieran descubiertas. Y se sintió cohibido al darse cuenta de que también él tenía ese aspecto.
Se fue a su escritorio, fingiendo desinterés por el Nacido. Al otro extremo de la habitación, Mamá y Lily se inclinaban a mirar mientras Papá desliaba la mantita.
—¿Cómo se llama su objeto sedante? —preguntó Lily cogiendo el ser de peluche que venía en el capacho junto al Nacido.
Papá le echó una ojeada.
—Hipopótamo —dijo.
Lily acogió con risas aquella palabra extraña.
—¡Hipopótamo! —repitió, devolviendo el objeto sedante a su sitio.
Y se asomó a mirar al Nacido, que, ya desenvuelto, agitaba los brazos.
—A mí los Nacidos me parecen muy ricos —suspiró—. Ojalá que me toque la Misión de Paridora.
—¡Lily! —dijo Mamá con severidad—. No digas eso. Es una Misión de muy poco honor.
—Pues yo he estado hablando con Natacha, ¿sabes?, la Diez que vive a la vuelta. Hace algunas de sus horas de voluntariado en el Centro de Partos. Y me ha contado que las Paridoras comen unas cosas maravillosas, y que tienen unos períodos de ejercicio muy suaves, y que la mayor parte del tiempo no tienen otra cosa que hacer que jugar y entretenerse. Yo creo que eso me gustaría —dijo Lily con descaro.
—Tres años —le replicó Mamá con firmeza—. Tres partos y se acabó.
Pasado eso, Obreras durante el resto de su vida adulta, hasta el día en que ingresen en la Casa de los Viejos. ¿Es eso lo que tú quieres, Lily?
¿Tres años de holgazanería y luego trabajos físicos duros hasta que seas vieja?
—Bueno, no, eso no —reconoció Lily a regañadientes.
Papá dio la vuelta al Nacido en el capacho, poniéndole boca abajo; luego se sentó a su lado y empezó a frotarle la espalda con un movimiento rítmico.
—En cualquier caso, Lili—laila —dijo papá con cariño—, las Paridoras jamás llegan a ver a los Nacidos. Sí tanto te gustan los chiquitines, deberías poner tus esperanzas en la Misión de Criadora.
—Cuando seas Ocho y empieces tus horas de voluntariado, podrías probar en el Centro de Crianza —sugirió Mamá.
—Sí, seguramente lo haré —dijo Lily, y se arrodilló al lado del capacho—. ¿Cómo has dicho que se llama? ¿Gabriel? ¡Hola, Gabriel! —dijo con voz cantarina, y luego se rió por lo bajo—. ¡Uuups...! —susurró—, creo que se ha dormido. Mejor me callo.
Jonás volvió a los deberes que tenía sobre el escritorio. «No será verdad —pensó—. ¡Callarse Lily! A lo que debía aspirar era a una Misión de Locutora, para estar todo el día en la oficina con un micrófono delante, leyendo comunicaciones». Se rió para sus adentros, imaginándose a su hermana con aquella voz engolada que se les ponía a todos los Locutores, diciendo cosas como:
«ATENCIÓN.
RECORDAMOS A TODAS LAS NIÑAS MENORES DE NUEVE QUE
LAS CINTAS DEL PELO DEBEN PERMANECER BIEN ATADAS EN
TODO MOMENTO».
Y volviéndose a mirar a Lily comprobó con satisfacción que llevaba las cintas como en ella era costumbre, desatadas y colgando. Seguro que enseguida iba a sonar una Comunicación así, dirigida principalmente a Lily, aunque, por supuesto, sin decir su nombre. Pero todo el mundo lo sabría.
Todo el mundo había sabido, recordó con humillación, que aquélla de:
«ATENCIÓN. RECORDAMOS A LOS ONCES QUE NO SE
PERMITE SACAR OBJETOS DEL ÁREA DE RECREACIÓN Y QUE
LOS TENTEMPIÉS SON PARA CONSUMIRLOS, NO PARA GUARDARLOS»
—Había sido dirigida específicamente a él, aquel día del mes pasado que se llevó una manzana a casa. Nadie había hablado de ello, ni siquiera sus padres, porque bastaba la Comunicación Pública para producir el debido arrepentimiento. El, por supuesto, había tirado la manzana y había pedido disculpas al Director de Recreación a la mañana siguiente, antes de ir a la escuela.
Volvió a pensar en aquel incidente, que todavía le tenía perplejo.
No por la Comunicación ni la disculpa obligada, que eran procedimientos habituales y se los había merecido, sino por el incidente en sí. Tal vez habría debido declarar aquel estado de perplejidad esa misma noche, cuando la Unidad Familiar compartió sus sentimientos del día; pero no había sabido descubrir la causa de su confusión ni ponerle nombre, así que lo dejó pasar.
Había ocurrido durante el período de recreación, mientras jugaba con Asher. Jonás cogió sin pensar una manzana de la cesta donde se ponían los tentempiés y se la tiró a su amigo. Asher se la tiró a él, y empezaron un juego sencillo de pelota.
La cosa no tenía nada de especial, era una actividad que había practicado innumerables veces: tirar, coger; tirar, coger. Para Jonás no suponía ningún esfuerzo y era hasta aburrido, aunque a Asher le gustaba, y para Asher aquel juego era una actividad necesaria porque servía para mejorar su coordinación visual y motora, que era deficiente.
Pero de repente Jonás, siguiendo con los ojos la trayectoria de la manzana por el aire, se había dado cuenta de que la fruta —y ésta era la parte que no alcanzaba a comprender bien—, de que la manzana había cambiado. Sólo por un instante. Había cambiado en el aire, recordaba.
Enseguida la tuvo en la mano y la miró atentamente, pero era la misma manzana. Inalterada. Tenía el mismo tamaño y la misma forma, una esfera perfecta. El mismo tono indefinido, más o menos como el de su túnica.
Aquella manzana no tenía absolutamente nada de particular. Jonás se la había lanzado de una mano a la otra varias veces y después se la volvió a tirar a Asher. Y nuevamente, en el aire, sólo por un instante, cambió.
Eso había sucedido cuatro veces. Jonás parpadeó, miró a todas partes, y para comprobar el estado de su vista miró, bizqueando, a las letras pequeñas de la etiqueta de identificación que llevaba cosida a la túnica. Leyó su nombre con toda claridad. También veía muy claramente a Asher, al otro extremo del Área de Tiro. Y no había tenido problemas para atrapar la manzana.
Se quedó hecho un lío.
—¡Ash! —gritó—. ¿Tú ves algo raro en la manzana?
—Sí —respondió Asher riendo—. ¡Veo que me salta de la mano al suelo!
Se le acababa de caer otra vez.
Con que también Jonás se echó a reír, y con la risa intentó distraerse del molesto convencimiento de que algo había ocurrido. Pero se llevó la manzana a su casa, quebrantando las Normas del Área de Recreación. Esa noche, antes de que llegaran sus padres y Lily, la sostuvo en las manos y la examinó detenidamente. Ahora estaba un poco machucada, porque a Asher se le había caído varias veces. Pero no tenía nada de insólito.
La había mirado con lupa. La había tirado varias veces al aire, siguiéndola con la vista, y la había hecho girar sobre su escritorio, esperando que aquello volviera a suceder.
Pero no. Lo único que pasó fue, más tarde, la Comunicación por los altavoces, la Comunicación que le había señalado sin pronunciar su nombre, que había hecho que su padre y su madre dirigieran miradas muy significativas a su escritorio, donde todavía estaba la manzana.
Ahora, sentado a ese escritorio con los ojos fijos en los deberes mientras su familia iba y venía alrededor del capacho del Nacido, sacudió la cabeza intentando olvidar el extraño incidente. Tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para ordenar los papeles y tratar de estudiar un poco antes de la cena. El Nacido, Gabriel, rebullía y lloriqueaba, y Papá hablaba en voz baja a Lily, explicándole cómo había que darle de comer mientras abría el envase que contenía la papilla y los instrumentos.
La noche transcurrió como transcurrían todas las noches en la Unidad Familiar, en la casa, en la Comunidad: tranquila, reflexiva, un tiempo de renovación y preparación para el día siguiente. Lo único que tuvo de diferente fue el habérsele añadido el Nacido, con aquellos ojos claros de mirada inteligente y solemne.